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13_04_aJavier Peteiro Cartelle

Introducción

Trataré de centrar mi exposición en el tema que ocupa a esta mesa, pero teniendo en cuenta que la Jornada no se refiere a toda la vida humana, sino específicamente a la infancia y a la adolescencia; es decir, a personas no adultas, no responsables de que su vida sea medicada o no. Con respecto a la medicación de los niños, habrá que tener en cuenta que estamos ante una decisión tomada por ellos, desde su cuidado. Esta decisión, por parte de quienes son responsables de tomarla, depende de su propia concepción de lo que está en juego, auxiliada o no por opiniones expertas y en las que concurren elementos y deseos diversos. Los datos de estudios científicos contribuyen a arrojar luz sobre algunos problemas, pero también se dan con frecuencia exageraciones por extrapolación de lo que se sabe, incurriendo en un cientificismo peligroso, como peligroso es también el recurso a alternativas pseudocientíficas.

El contexto

Una vida puede ser medicada por una razón terapéutica o con una finalidad preventiva, y esa medicación puede ir más o menos dirigida a tratar patologías de carácter más bien somático o que pertenecen al ámbito de lo psíquico. Respecto a este último, un buen ejemplo a la hora de discutir sobre la medicación nos lo proporciona el TDAH, aunque la reflexión pueda generalizarse a otro tipo de trastornos. Si uno asume lo que indican abundantes publicaciones, parece que optaría claramente por la medicación en caso de que su hijo fuera diagnosticado de TDAH. Pero ya en 1996 la revista Newsweek planteaba en su portada si no se estaría medicalizando excesivamente a los niños. Es, de hecho, parte de la cuestión que nos convoca hoy, porque también cabe hacerse la pregunta opuesta, ¿hasta qué punto la oposición a todo tipo de medicación, incluyendo las vacunas, no es frecuente y muy peligrosa?

Entre las diversas actividades del centro de epidemiología Slone de Boston, hay una consistente en observar el estado de medicación de niños norteamericanos mediante la realización de llamadas telefónicas aleatorias, en las cuales se pregunta por el número y el tipo de los medicamentos tomados por el niño durante la última semana. Un número de Pediatrics de 2009 recogía los datos del Slone Survey obtenidos desde febrero de 1998 hasta abril de 2007 acerca de casi 3.000 niños menores de doce años. Se encontró que más de la mitad habían usado al menos un medicamento. Se tomaban en cuenta tanto los que requerían prescripción como los de venta libre. Llama la atención que en niños de 6 a 12 años el sexto medicamento usado, y segundo de los que precisaban prescripción médica, era el metilfenidato.

En 2012, un artículo de BMC Pediatrics mostraba que en el Reino Unido el porcentaje de niños tratados con metilfenidato se había duplicado prácticamente en cinco años. La prevalencia del TDAH y su medicalización parece ir en aumento en los últimos años. El CDC la cifraba en un 9% en 2011. Estamos ante una tendencia que viene de lejos, en EE.UU., en el Reino Unido y también en nuestro país. El TDAH es, probablemente, el ejemplo más ilustrativo de un posible exceso de medicalización infantil. No es descartable que haya un exceso diagnóstico subyacente. Así, han de reconocerse las grandes diferencias geográficas de prevalencia del TDAH incluso en los propios EE.UU., con un claro gradiente de este a oeste. En 2012 se publicó en una revista canadiense un dato curioso y es que son más fácilmente diagnosticados de TDAH y tratados los niños más jóvenes de cada clase. Resulta que si alguien nace en el mes anterior al momento límite para iniciar un curso tiene vez y media más probabilidad de ser etiquetado como TDAH que otro niño que haya nacido casi un año antes que él. Parece que la prevalencia del TDAH puede ser estimada al alza, ocasionando una medicalización de situaciones normales.

La concepción de la enfermedad

Creo que conviene reflexionar un poco sobre el modo en que ha cambiado la forma de considerar la enfermedad, y lo haré fijándome en dos aspectos: la enfermedad como falta y la relación entre la enfermedad con el riesgo y con la desviación de la norma.

La enfermedad como falta

Hay conciencia general de que la enfermedad es algo que sobreviene, que acontece a un organismo, como si se tratara de una entidad. Hay cierta base para esa perspectiva en el caso de las infecciones, del cáncer, o incluso de procesos degenerativos como las glicogenosis o la aterosclerosis. En todos esos casos hay algo novedoso para el organismo: un microbio, una célula neoplásica, un depósito de algún metabolito. Identificar un agente etiológico separable del cuerpo es una vieja aspiración. Algo produce una enfermedad en alguien, trátese de microbios, radiaciones, ruido, contaminación química, tabaco… A la vez, la necesidad de actuar médicamente sobre un organismo enfermo ha facilitado que un concepto operativo como el de enfermedad cobre entidad propia, como algo que es común a muchos enfermos y no propio del cuerpo de cada uno. Tanto desde la perspectiva etiológica como desde la taxonómica-nosológica, la enfermedad pasa a ser una entidad; dicho de otro modo, cobra ser en la mente de alguien; es ontologizada. Y esa ontologización abarca a enfermedades en las que no opera entidad alguna ajena al cuerpo, en las que propiamente no sobreviene algo, sino en las que se asiste más bien a la carencia de algo. De algo exógeno que debiera ser ingerido, como ocurre en las avitaminosis, pero también déficits de algo endógeno, cuando un organismo nace con la incapacidad de hacer alguna molécula imprescindible, caso de la mucoviscidosis o de la enfermedad de Duchenne, o cuando esa incapacidad aparece a lo largo de la vida, como sucede en la diabetes. Los textos de medicina suelen referirse a muchas enfermedades definiéndolas como excesos o carencias. Los términos “híper” e “hipo” explican ese sentido. Pero ocurre que los excesos son en realidad atribuibles a déficits. La hiperglucemia, un exceso, se debe a una falta, la de la insulina; la hiperfunción de un órgano suele deberse a un defecto en la regulación de su fisiología. Parece darse el hecho de que en la enfermedad siempre hay una falta de algo y que restaurar la salud supone restaurar ese algo. También cuando hay algo real, etiológico, la enfermedad puede acontecer por un fallo en la respuesta defensiva del organismo frente a ese algo. Incluso en el lenguaje popular hay expresiones que remiten a esa carencia en el ámbito psíquico: “le falta un tornillo”, se dice a veces.

Es decir, la enfermedad, percibida como ausencia de salud, se reconoce intuitivamente también en términos moleculares como una carencia, una falta. Por esta razón, en cierto modo, la ontologización de la enfermedad es análoga a la que se ha dado respecto al mal ético, personalizado como diablo. A pesar de tratarse de planos tan diferentes, la falta a escala molecular, sea real o imaginada, se relaciona a veces con la falta moral, pues permanece el concepto de la enfermedad como algo culpable. La vieja pregunta que le hicieron a Jesús sobre un ciego (¿quién pecó, él o sus padres?) subsiste, asociada a la pertinente atribución de culpa, de no haber cuidado, mirado a tiempo o tratado farmacológicamente algo; culpa desplazada a veces al médico como responsable de un posible error diagnóstico o terapéutico. Falta molecular y falta moral se entremezclan en la percepción de un comportamiento psíquico anómalo. El medicamento colmaría esa carencia pero ese afán puede ser en sí mismo yatrogénico. Tenemos ejemplos de que suplir carencias puede ser malo; uno muy reciente es el ocurrido con la terapia hormonal sustitutiva; planteada en su día casi como elixir de eterna juventud, destinada a cubrir una carencia, considerando la menopausia como una enfermedad, acabó incrementando el riesgo de padecer cáncer.

La enfermedad, el riesgo y la desviación de la norma

Hace años uno sabía cuándo estaba enfermo. Era simple, consistía en sentirse así, mal. Hoy en día uno puede estar enfermo porque en un chequeo le acaben diagnosticando un cáncer subclínico. En ese caso uno se siente enfermo desde un nuevo saber que no tenía. Es frecuente que la visita al médico se desplace de la preocupación terapéutica a la diagnóstica, tratando de “coger a tiempo”, como suele decirse, algo peligroso. Un diagnóstico clínico precede así muchas veces a una semiótica del organismo en forma de signos y síntomas. Desde el afianzamiento de la Bioestadística y la Epidemiología, se ha extendido la preocupación por conjurar el riesgo de enfermar y de morirse, un miedo que se extiende a los hijos. De una concepción higiénica general se está pasando a una obsesión por la prevención en forma de vida pretendidamente saludable que alcanza incluso el tratamiento de los llamados factores de riesgo. Las estatinas constituyen un buen ejemplo. De ser un medicamento interesante en el caso de hipercolesterolemias familiares se ha extendido ampliamente pasando a ser uno de los fármacos más consumidos por la población adulta. El problema es que desde que uno nace ya está en riesgo de morirse. Si la aterogénesis es un proceso gradual que se inicia muchos años antes de que se produzca un infarto y si el colesterol tiene una relación causal con ese proceso, cosa un tanto discutible por otra parte, ¿por qué no tratar ese riesgo potencial ya en niños? Ya se cuantifica ese riesgo, ya hay guías clínicas que yendo más allá de los casos de hipercolesterolemia familiar severa indican los niveles máximos aceptables de colesterol en niños y adolescentes, sugiriendo iniciar ya a edades muy tempranas la terapia con estatinas, algo que no es precisamente inocuo.

Se sabe que la Medicina no es una ciencia exacta. De hecho no es ciencia en modo alguno. Es constatable, por ejemplo, una regresión a la media, que explica que en una gran proporción de niños los niveles de colesterol acaben pasando de valores muy altos a niveles aceptables. Pero las guías están ahí y constriñen la práctica cotidiana de muchos médicos.

Hay riesgo de enfermedad y también el propio hecho de estar enfermo puede suponer un riesgo para los demás. Por un lado, como una transmisión, como un contagio de la propia enfermedad. Pero hay otro riesgo, el que supone el cambio del modo de ser en el paciente afectado y que puede tener consecuencias para quienes le rodean. Puede ocurrir que alguien mentalmente enajenado pueda cometer un homicidio o puede suceder que se den suicidios colectivos. De hecho, en cualquier juicio por homicidio, un elemento a considerar es hasta qué punto el homicida era dueño de sus actos; por lo tanto, hay la tendencia a identificar criminalidad con enfermedad. No es extraño por ello que asistamos a un “revival” de la frenología con las técnicas de imagen, utilizadas ya en algunos jurados estadounidenses, en combinación con tests actuariales para juzgar la probabilidad de reincidencia de alguien antes de ponerlo en libertad condicional. Llevando las cosas a un extremo, se asume que si alguien sufre un trastorno mental es un criminal en potencia. En esa perspectiva, el medicamento tendría una función preventiva. No sorprende por ello que una revista médica tan prestigiosa como el NEJM recoja como postulado esa suposición, mostrando después empíricamente (algo sin duda discutible) cómo el tratamiento del TDAH disminuye el número de delitos asociados a ese trastorno.

Hay una alabanza latente a lo normal, entendido en el peor de los sentidos, de ajuste a la norma. Esa norma puede coincidir con un criterio de normalidad estadística, pero también con una aspiración de idealidad. Decía antes que un niño corre más riesgo de ser diagnosticado de TDAH si es meses más joven que los compañeros de su clase; la explicación parece obvia: un menor rendimiento escolar. Ese menor rendimiento puede obedecer a un menor grado de maduración, pero también simplemente a vagancia o incluso a aburrimiento. Pero es fácil asociar la concepción de la enfermedad como falta, etiquetada como TDAH, a otra falta, la de rendimiento escolar. La obsesión por la norma puede conducir a una medicalización de aquello que no se separa tanto de ella. Del mismo modo, la misma obsesión por la norma conduce a tratar como enfermedades factores de dudoso riesgo, como las hipercolesterolemias moderadas poligénicas. Es una evidencia empírica que hay psicopatología infantil. Pero también parece claro que la tendencia a medicalizar la infancia puede alcanzar niveles peligrosos. Porque, en general, se trata de medicación prolongada, con efectos secundarios potencialmente serios y, además, de eficacia no suficientemente probada.

La concepción del medicamento

Ya que hablamos de “vida medicada”, me referiré brevemente a lo que es un medicamento. Es algo químico usado para tratar una enfermedad o un factor de riesgo; es decir, descartamos aquí la consideración de terapias físicas. Cualquier medicamento tomado como tal es, de hecho, químico, sea una aspirina, una infusión o simplemente agua. Esto parece olvidarse a veces, haciendo distinciones entre lo químico y lo natural, como si lo natural no estuviera constituido por elementos químicos. Los medicamentos suelen clasificarse según dos criterios: por un lado, el órgano, sistema, microbio o incluso síntoma sobre el que actúan; por otro, la familia química a la que pertenecen. Por ejemplo, podemos hablar de antitusivos, aunque sean químicamente muy diferentes entre ellos y, también, podemos hablar de esteroides en atención a su similitud química aunque tengan efectos dispares. Pero al margen de taxonomías, hay algo común a todos los medicamentos, intentan cubrir la falta que supone la enfermedad o el riesgo de padecerla. Las vitaminas o la insulina son ejemplos claros de suplencia, pero también se muestran así los antidepresivos, al incrementar neurotransmisores en hendiduras sinápticas. Pero un medicamento no es sólo algo químico; es también un símbolo. Insistiré sobre esto en breve.

La mayoría de los fármacos que usamos se han obtenido empíricamente, por ensayo y error. Sólo muy pocos han sido desarrollados desde la comprensión de los mecanismos moleculares involucrados en la etiopatogenia de una enfermedad determinada. Por ejemplo, los primeros neurolépticos, ansiolíticos y antidepresivos fueron fruto del ensayo de agentes desarrollados con otra finalidad. Es llamativo, por otra parte, que desde ese empirismo se sigan sosteniendo teorías sobre la depresión, por ejemplo, basadas casi exclusivamente en la aproximación farmacológica.

Vayamos a la cuestión de más interés. Una vez que un niño es diagnosticado de algún trastorno mental y habiendo medicamentos para tratarlo, ¿qué hacer? Podemos tratar de adoptar una perspectiva científica, pero si lo hacemos hemos de tener en cuenta que, si el mecanismo de acción del fármaco no está absolutamente aclarado, como podría ser el caso de la insulina, la única ciencia que cabe es la que resulta de datos observacionales y ensayos clínicos o, dicho de otro modo, la obtenida de resultados estadísticos, no de un saber individualizado. Volvamos al caso del metilfenidato. Supongamos que un niño padece un TDAH; ¿conviene darle metilfenidato o no? Podríamos decir que sí, porque científicamente, en ensayos clínicos, se ha comprobado una mejoría frente al placebo. Ahora bien, ¿qué significa propiamente eso? Nos hallamos ya ante una frustración, la improcedencia real de la pregunta anterior toda vez que la Medicina no es una ciencia, por lo que el abordaje científico es extraordinariamente limitado en ocasiones, especialmente en el ámbito del trastorno mental. Para verlo con claridad, basta con fijarse en un experimento en un ámbito puramente biológico. Podemos evaluar los efectos mutagénicos de un agente químico observando si aparece una tasa de mutaciones mayor en el grupo tratado que en el grupo control (tratado con algo inocuo). Para ello, un contraste de hipótesis nos permitirá descartar o no el efecto del azar en los resultados obtenidos. Un esquema similar se utiliza para evaluar eficacias de fármacos en modelos animales, pero sabemos que la extrapolación directa a humanos no es factible. La talidomida fue un trágico ejemplo al respecto. Es posible realizar experimentos comparativos similares en seres humanos, siempre que sean éticamente aceptables. Podríamos tener un control y compararlo con un grupo tratado con el medicamento a ensayar. El contraste estadístico nos diría si las diferencias en alguna variable medida se relacionan con el tratamiento o son mero resultado del azar. Ahora bien, somos diferentes a los animales. Hablamos y somos seres simbólicos. Todo tiene un carácter simbólico, y un medicamento también. Y ocurre que ese carácter le confiere, en mayor o menor grado, un poder curativo. En cierto modo sólo hasta épocas muy recientes, la Medicina curó merced a ese poder simbólico. Para poder discernir si un medicamento es terapéuticamente activo por su naturaleza química, ha de descartarse que lo sea por su poder simbólico. Ésa es la razón de que en los ensayos clínicos se haga un reparto aleatorio de los grupos a comparar y que ninguno de los participantes, ni siquiera quien proporciona el medicamento, sepa si es tal o algo que sólo se le parece, pero que químicamente es inerte. Es lo que se conoce como un ensayo a doble ciego. Es decir, se compara el medicamento químico con el medicamento símbolo, conocido con el término placebo. En esa comparación es importante establecer dos cosas: la significación estadística, ver que el medicamento químico es mejor que el placebo; y la clínica, ver hasta qué punto la diferencia es relevante para el tratamiento.

Hay algo especialmente llamativo. En un ensayo clínico a doble ciego, cualquier sujeto tratado desconoce si está tomando un medicamento o un placebo. Pues bien, se han hecho también evaluaciones de la eficacia de un placebo comparándolo con nada y explicándole a quien lo toma de qué se trata realmente un placebo. En algunas situaciones ese placebo administrado sin engaño ha sido eficaz. ¿Cómo interpretar eso? Por lo tanto, está claro que la subjetividad juega un papel relevante en la curación o mejoría de una enfermedad. En muchos trabajos se muestran gráficas en las que se comparan los resultados obtenidos con medicamento frente a los hallados con placebo. Esto se puede ilustrar con el caso de la atomoxetina. La conclusión científica, en el supuesto de que el trabajo sea metodológicamente correcto, es obvia; la atomoxetina mejora la situación. Ahora bien, caben varias críticas. Una de ellas es, precisamente, metodológica, pues la inclusión en un grupo de TDAH parte de una definición relativamente difusa (basta con mirar el DSM) y topa con una alta variabilidad en la expresión sintomática. Otro aspecto metodológico a tener en cuenta es que la mejoría se mide con una escala ordinal. Éste es un aspecto interesante cuando se plantean ensayos clínicos en el ámbito de lo “psi”. Lo ordinal no es propiamente cuantitativo aunque en la práctica se maneje como si lo fuera. En cuanto a los resultados, la diferencia clínica no parece impactante, aunque haya gran significación estadística. Y a la hora de discutir lo observado, hay un aspecto especialmente relevante: el placebo funciona. Dicho de otro modo, hay mejoría desde la acción química pero también, aunque sea menor, desde la actuación simbólica del medicamento. Waschbuch ha mostrado que la expectativa infantil no influyó en el efecto asociado a la medicación estimulante, por lo que el efecto placebo en este caso no tendría relación con la subjetividad del niño medicado sino más bien con la de sus cuidadores, bien en el modo en que perciben la situación y puntúan según una escala ordinal, bien por el modo en que se comportan con el niño desde que se administra el medicamento o el placebo.

Fue impactante un meta-análisis publicado en 2008 en el que no se apreciaba un efecto clínico significativo con los antidepresivos por debajo de cierta gravedad en la situación de partida y a partir de la cual el efecto se debía más bien a una menor eficacia del placebo. Administrar antidepresivos a niños es peligroso. Se han dado escándalos al respecto por ocultación de información sobre los efectos secundarios. Al mismo tiempo, no parece que éstos sean muy superiores a placebos.

En la Historia de la Medicina ha habido, en ocasiones, mucha suerte. Hay medicamentos obtenidos de forma empírica por ensayo y error que han funcionado muy bien. Ya no hay viruela gracias a la correspondiente vacuna y la polio ha dejado de ser un problema. Eso no significa que todas las vacunas sean eficaces y bondadosas, pero el negacionismo total a las vacunas es sencillamente irracional. En nuestro tiempo es muy laborioso y caro obtener un medicamento eficaz contra algo, se trate de la depresión o una forma de cáncer. Los ensayos clínicos no sólo muestran la eficacia de medicamentos; también del placebo. Algo puede ser mejor que nada, pero no siempre.

Conclusión

La Ciencia es importante para entender muchos aspectos de nuestro cuerpo, incluso del comportamiento humano, pero, a la hora de valorar la conveniencia de medicar a un niño no sólo deben tenerse en cuenta los datos obtenidos científicamente, y mucho menos si suponen una visión estática, de corte temporal, como suele suceder en los ensayos clínicos. La única decisión correcta, o la menos mala, sólo será posible desde el encuentro clínico, experiencia única de dos subjetividades en una relación especial en la que alguien tiene un saber procedente de muchas fuentes, incluyendo su propia biografía. Sólo teniendo en cuenta la subjetividad del paciente y de todo lo que la concierne, será posible una aproximación curativa, si es que hay algo que curar, que no siempre es el caso.

Nota

(*) Text presentat a la XI Jornada de Debat de la Fundació Nou Barris “L’ús de la medicació, ús de la paraula. La clínica en la infancia i l’adolescència avui”, el 15 de març de 2013.

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http://www.bu.edu/slone/ Accesible en marzo de 2013.

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