François Sauvagnat. Psicoanalista
El trastorno deficitario de la atención es una discapacidad escondida. No existe ningún indicador físico que revele su presencia, pero no es difícil de descubrir. Simplemente abran los ojos y los oídos cuando pasen por un lugar donde haya niños, especialmente allí donde se espera de los niños que estos se comporten de una manera calmada, ordenada y productiva. En un lugar así, los niños que tienen un trastorno deficitario de la atención se detectan habitualmente sin ninguna dificultad. Están haciendo o no haciendo alguna cosa, y el resultado es que se les reprende o se les critica más o menos así: «¿Por qué no escuchas nunca?», «Reflexiona antes de actuar», «Presta atención». (Mary Fowler, 1992).
Si es cierto que definición de todo cuadro clínico no puede situarse más que en el interior de un debate que incida en el perfil de las cuestiones tanto subjetivas como sociológicas, económicas y políticas de las cuales es portador, esto que llamamos ahora comúnmente «hiperactividad con déficit de la atención» podría considerarse un problema escolar. El hecho de que estos trastornos se presenten como una causa masiva de los fracasos escolares es sin duda alguna lo que provoca pasiones en torno a este síndrome, y todavía las provocan más aún las modas de los tratamientos medicamentosos, puesto que los débiles límites entre prescripción médica y abusos de tóxicos se ponen directamente en tela de juicio a raíz de esto.
Hasta época reciente se oponían con bastante firmeza dos puntos de vista, el enfoque americano por una parte, y el francés por otra; por un lado, un síndrome que se quiere presentar como psicógeno ( estando presentes la problemática personal y familiar como determinantes del punto de vista causal), la «inestabilidad», que se calificaba igualmente de «psicomotriz» e «infantil», para la referencia continental, incluso cuando los autores alemanes han renunciado desde hace mucho tiempo a la noción de «haltlosigkeit» (inconsistencia); por otro lado, una serie de síndromes, todos ellos presentados, a pesar de que sea siempre hipotéticamente, como neurológicos. Pero el problema es que desde hace algunos años, los trabajos sobre la inestabilidad se han agotado, incluso cuando el interés por el fracaso escolar, la violencia en la escuela, etc. esté cada vez más a la orden del día, pero para ser abordado sobre todo desde un punto de vista sociológico o pedagógico. Hay al menos dos razones para esto. En primer lugar, después de tentativas de elaboraciones neurológicas que con demasiado rapidez se han quedado cortas, especialmente las de Wallon o las de Heuyer, los autores franceses se han detenido en una concepción sindrómica, situando la inestabilidad por una parte dentro del par bastante impreciso excitación-agitación, y por otro estudiándola según la tradición de Dupré, como debilidad motriz y psicotécnicamente como dispraxia, es decir como una disarmonía, o incluso como psicopatía o «trastorno del carácter», categorías más administrativas que clínicas, que todo clínico serio debería relativizar en función de la idea de que el niño es forzosamente más inquieto que el adulto, y que la evolución más frecuente sería una estabilización al llegar la pubertad. Todo el conjunto estaría situado, por supuesto, bajo la variable geométrica del horizonte de las disarmonías de la evolución, es decir, el rechazo institucionalizado a proponer un diagnóstico estructural. En segundo lugar, los autores anglosajones han terminado, a partir de un artículo bastante crítico de Dopchie, y por mediación del ala más biologizante de la paidopsiquiatría francófona, por imponer sobre nuestro continente la noción de hiperquinesia y posteriormente la de hiperactividad y trastornos de la atención.
Así pues, describiremos las opciones vehiculadas por estos términos, y después plantearemos ciertas cuestiones que nos han inspirado algunos casos clínicos.
La ambigüedad fundamental
Tradicionalmente, el origen del concepto «síndrome de hiperactividad» se remonta a los años de la Primera Guerra Mundial, en analogía con lo que se llamaba inicialmente «Minimal Brain Injury» (lesión cerebral mínima) y se suponía que representaba secuelas comportamentales en niños aquejados de encefalitis infecciosa (Encefalitis de von Ecónomo, sobre todo en 1917); un poco de la misma forma que el síndrome de Bayle había servido para «inspirar» el modelo de la monopsicosis en el siglo XIX, los distintos síntomas que aparecen en la hiperactividad se compararán con diversos trastornos neurológicos, psicológicos, de la conducta o de la capacidad intelectual. Esta comparación venía muy a propósito para reemplazar un paradigma en vías de extinción, el de la degeneración.
Es en los años 30 cuando el término aparece aplicado al niño de manera específica: Lereder y Ederer describen por tanto un síndrome de » hypermobility neurosis of childhood» (neurosis de hipermovilidad de la infancia), exhibiendo ante todo según ellos signos extra-piramidales. Nuevo viraje en 1937, cuando Bradley describe un síndrome que mezcla trastornos de la atención, hiperactividad e inestabilidad emocional, atribuido a una lesión cerebral presentada como probable; él igualmente es quien pone en evidencia el efecto paradójico de dos medicamentos, por una parte los barbitúricos que, al contrario de su bien conocido efecto en las epilepsias, agravan la hiperactividad, y por otra parte las anfetaminas, que mejoran curiosamente el síndrome. En 1947, Strauss y Lehtinen añaden a la descripción de Bradley desórdenes cognitivos y perceptivomotores, así como una inadaptación escolar y familiar, y por consiguiente denominan el problema como «Minimal Brain Injury» (lesión cerebral mínima). Con los trabajos de Eisenberg, una nueva dirección toma una dispersión de la atención, para la cual espera poder hallar la causa algún día en una lesión neurológica. Pero más tarde, mediante un cambio que se hará clásico, relativiza una etiología tal y se inclina a favor de un desarrollo ante todo descriptivo, apoyándose tanto sobre los textos, como sobre los testimonios de las personas de su entorno.
Ratificando esta relativización, mantenida en la misma época por Prechtl, el Grupo de Estudios Internacionales de Oxford propone en 1962 sustituir la noción de lesión cerebral mínima por la de «Minimal Brain dysfunction» (disfunción cerebral mínima) cuyas siglas son MBD.
Lantéri-Laura y Gros han mostrado el carácter artificial de la construcción del cuadro MBD-hiperquinesia: «Se ha fabricado un síndrome reuniendo elementos heterogéneos de los cuales algunos no eran siquiera síntomas; luego se ha recordado que se relacionaban ciertos trastornos motores con lesiones cerebrales, y que en el caso de algunos niños estudiados se observaban trastornos de las funciones cognitivas, anomalías electroencefalográficas y antecedentes de sufrimiento neonatal.» Mediante una serie de analogías poco rigurosas, se ha llegado así a una «biologización» de los comportamientos sociales o escolares.
Si el DSM-II (1968) hablaba ya de la «reacción hiperkinética de la infancia y de la adolescencia», la noción de trastorno de la atención es la que se va a poner cada vez más de relieve, regulando en segundo lugar la hiperactividad a partir del DSM-III (1980), incluso si el ADHD* se encuentra reagrupado bajo el epígrafe principal de los «comportamientos perturbadores» junto con el trastorno oposicionista y el trastorno de las conductas.
Para dar una idea del carácter compuesto del síndrome, recordemos el sorprendente listado de trastornos del MBD propuesto por dos autores de primer rango, Wender y Eisenberg: hiperactividad, mala coordinación motriz, dificultades de la atención, dificultades perceptivo cognitivas, dificultades de aprendizaje, dificultad para dominar los impulsos, independencia e incluso negativismo en las relaciones personales, anomalías emocionales, problemas familiares, síntomas neurológicos, estigmas Psíquicos (!), deficiencia en los tests de rendimiento, subsíndromes (modificaciones de los trastornos según la edad). Pero, ¿cómo unificar tal desorden? He aquí la solución que nos da Wender (1974): «el núcleo del trastorno es un síndrome que recibe varios nombres: afección cerebral mínima, síndrome del niño hiperactivo o hipercinético, disfunción cerebral mínima, retraso de maduración, trastorno del comportamiento posencefalítico». En otras palabras, se invoca la biología como causa fundamental, en ausencia de pruebas directas, claro está.
Las justificaciones del síndrome
Aquí como en el caso de las personalidades múltiples, la justificación del doble cuadro clínico es extremadamente problemática. La estrategia más constante ha sido la de proclamar que se trata de un problema «neurobiológico», y tal proclamación prevalece ampliamente tanto en los medios médicos como en las revistas psiquiátricas anglosajonas. No obstante, como lo subraya De Grandpré, si por una parte los esfuerzos por llegar a un consenso entre clínicos en lo concerniente a la naturaleza «neurológica» del ADHD han sido coronados con éxito, «tres décadas de investigación médica no han sido capaces de proporcionar ninguna prueba substancial de su existencia» a pesar de sus elevados costes. Así, por ejemplo, los resultados de investigación publicados por Zametkin y col., del NIMH, en el New England Journal of Medicine, no han podido ser confirmados. A esta investigación se le atribuía el haber puesto en evidencia con la utilización de un PET-scan una diferencia significativa en el metabolismo de la glucosa entre las personas que presentaban síntomas de ADHD y un grupo control. La diferenciación de grupos de pacientes que presentaban una hiperactividad o trastornos de la atención se basa únicamente en test psicológicos, los cuales no ponen en evidencia mas que discutibles diferencias cuantitativas. Tal como lo explican Hallowell y Ratey, quienes sin embargo proponen al final de su obra un test de 100 preguntas para detectar el síndrome, «no hay una línea de demarcación clara entre al ADD* y el comportamiento normal». Todas las tentativas por encontrar indicadores biológicos han fracasado. Aquí como en otras ocasiones, se espera de la psicología clínica (unos 25 tests son regularmente empleados, los mismos que se emplea para evaluar la casi totalidad de los trastornos infantiles, desde el autismo al síndrome de Gilles de la Tourette) que permita localizar el trastorno y que por otra parte desarrolle hipótesis que nos redirijan de forma vaga a factores biológicos. No existe ningún test que permita diagnosticar de forma univoca los dos trastornos en cuestión; los únicos test «específicos» son cuestionarios aplicados a los padres o a los enseñantes, que a decir verdad son indicadores del tipo de relación de que estos últimos mantienen con sus hijos o alumnos. Cuando en 1998 el NIH (Instituto Nacional de la Salud) convocó una conferencia sobre este tema, ningún consenso pudo ser alcanzado, en especial sobre las modalidades deseables del tratamiento ni sobre sus riesgos, ni siquiera sobre los límites del diagnóstico.
El problema de la frecuencia
La frecuencia de los trastornos se estima de manera extremadamente variable; tradicionalmente la escuela francesa consideraba que el cuadro de la inestabilidad era en si mismo… inestable y que tendía a desaparecer con la edad en la medida en que podía estar relacionado con la cuestión de la inmadurez. Cuando se ha tratado de estimar su prevalencia, ha habido que hacer frente a dos posiciones distintas: por una parte los trabajos británicos, y principalmente las investigaciones epidemiológicas de Rutter, ponían en evidencia variaciones considerables según los estudios, que iban de una prevalencia del 0,1% al 10 ¡e incluso al 20%! Muchas veces se ha observado que el diagnóstico de MBD se planteaba en los Estados Unidos en un 50% de las consultas, mientras que en Inglaterra no se considera este diagnóstico más que en un 1% de los casos. En realidad, cualquiera que sea le principio de explicación tenido en consideración (una lesión cerebral «hipotética, un «déficit cognitivo», «síntomas objetivos» desarrollados a partir de cuestionarios estandarizados, etc.) ninguna diferenciación cualitativa del síndrome ha podido ser jamás establecida, oscilando así su justificación desde siempre entre metáforas neurológicas y deducciones libremente inspiradas en la psicología diferencial. Distintos estudios americanos muestran que los enseñantes estiman que un 27% de niñas y un 49% de niños tienen dificultades de atención, y los padres aportan opiniones parecidas. Los promotores de la noción de hiperactividad y trastornos del comportamiento han tratado simplemente de localizar a los niños cuyos trastornos eran más netos, excluyendo a los igualmente posibles psicóticos. Pero incluso de esta manera, las tentativas de validar el trastorno a partir de la asociación no aleatoria de impulsividad y de dificultades de la atención han fracasado. En realidad, cuando se trata de contrastar estos comportamientos, se aprecia que es muy difícil separarlos con precisión de otros síntomas diversos: de los trastornos de ansiedad (25% de los casos), los estados depresivos (25 a 75% de los casos), los trastornos del aprendizaje escolar (del 10 al 9% de los casos), y por supuesto, los «trastornos de la conducta», es decir, la delincuencia infantil.
Las circunstancias sociopolíticas
Que este síndrome se haya vuelto especialmente popular en los Estados Unidos no debe extrañar, si se tiene en cuenta las circunstancias particulares de la educación primaria y secundaria en este país, así como la situación de la delincuencia. Es importante aquí dar la palabra a autores que han tratado de llevar su reflexión sobre el síntoma al nivel sociopolítico. Resumiremos su discurso drásticamente: quien dice hiperactividad dice riesgo de delincuencia (recordemos que el ADHD aparece, en el DSM-III y IV, tanto con los trastornos oposicionales como con los trastornos de la conducta). El aumento del interés por el ADHD ha sido contemporáneo de las preocupaciones concernientes a la delincuencia. Entre 1978 y 1991, la población carcelaria se ha triplicado mientras que los fondos destinados a la vivienda eran reducidos en un 80% (Curtis 1995). Un joven de cada cinco, nos recuerdan las estadísticas, vive en una familia calificada como pobre, presentando por consiguiente riesgos de delincuencia acrecentados, e incluso cuando estas poblaciones son oficialmente menospreciadas, son de buen grado presentadas a los jóvenes consumidores como pulsionalmente interesantes. Pero si 14 millones viven en la pobreza, 35 millones de americanos viven además sin ninguna cobertura médica (y una muy gran proporción del resto no tiene acceso a los cuidados médicos para tratar enfermedades graves si no es mediante los «programas de investigación»), los Estados Unidos se sitúan en el número 17 entre los países con mayor tasa de mortalidad infantil, y en el número 37 entre los países con mejores recursos sanitarios. Solamente en la ciudad de Chicago, 9.000 jóvenes son detenidos en el espacio escolar cada año por posesión de armas o de droga; se estima que 135.000 armas entran todos los días en las escuelas en los Estados Unidos. En las grandes ciudades, un joven negro de cada dos, y un latino de cada cuatro está en libertad condicional. El 90% de los detenidos en las penitenciarías son personas que han abandonado su escolaridad. Estos datos no explican todo por sí mismos sino que han de extenderse con relación a la banalización de la prescripción de tranquilizantes en el marco escolar. Cuando los riesgos de delincuencia tienen una prevalencia tal (tanto en lo que concierne su valoración como a su represión) se comprende que se quite importancia al uso de los «tranquilizantes» destinados a prevenir reacciones consideradas como características de delincuencia, e incluso se le «maquille», en la medida en que permite a los jóvenes permanecer en el seno del sistema escolar y adquirir finalmente una titulación superior.
Es así como se ha podido ver la banalización en los Estados Unidos de la prescripción larga manu de los productos asociados a las anfetamina (Ritaline), y en menor grado de los antidepresivos, a los niños en edad escolar, proporciones alarmantes: más de tres millones de niños estarían medicados con Ritaline, cuya producción ha aumentado en un 70%, y las prescripciones en Estados Unidos se habrían duplicado ampliamente en diez años, fenómeno éste igualmente en aumento en una buena parte de los países industrializados.
Esta modificación del punto de vista clínico ciertamente hay que atribuirla ligada también al aumento de las exigencias sociales en términos de escolaridad, respondiendo a la tecnificación creciente de las prácticas productivas en todas las áreas de la actividad social, y principalmente la informatización de las actividades de producción industrial. En contraste con esto, las modas de entretenimiento proponen actividades cada vez más paroxísticas, en las cuales el dominio de la atención y la motricidad es por el contrario negativizado (gusto por el crimen, la pérdida de los límites corporales, etc.); esto ha proporcionado una explicación perfecta a los críticos del diagnóstico del ADHD que querían ver en él un fenómeno de masas.
La cuestión del tratamiento y el lanzamiento del Ritaline
Bajo las circunstancias anteriormente expuestas, no es de extrañar que los tratamientos del ADHD oscilen entre los adiestramientos conductistas enfocados al problema de la atención por una parte, del mismo estilo que las pruebas de atención tradicionales (laberintos, barreras, recorridos, etc.); el adiestramiento en «habilidades sociales» (cómo relacionarse con el entorno, cómo no agredir al vecino, cómo tener relaciones con los demás, etc.) y por otra parte los tratamientos farmacológicos. La falta de originalidad de los adiestramientos conductistas ha hecho que hayan pasado relativamente desapercibidos. Como contrapartida el aumento del uso de los psicotrópicos ha suscitado importantes críticas.
Conocido desde los años treinta, el Ritaline ha sido objeto de un nuevo lanzamiento a final de los años ochenta y ha dado lugar, como suele suceder siempre en Estados Unidos en casos así, a un asunto editorial. En 1988. Barbara Ingersoll publica Your hyperactive child (Tu hijo hiperactivo), que intenta ya justificar el uso terapéutico prolongado de psicotrópicos en niños diagnosticados como «hiperactivos». Cinco años más tarde, la obra de Meter D. Kramer, Listening to Prozac (Consideraciones acerca del Prozac) caminaba en el mismo sentido lanzando la noción de «cosmética farmacológica», siendo presentado el producto como algo socialmente valorado (con connotaciones no muy alejadas de la cirugía estética), y ya no como una droga, esforzándose por otra parte en quitar importancia a la proliferación psicofarmacológica en pediatría. En 1994, han sido psiquiatras, E.M. Hallowell y J.J. Ratey los que ha publicado su bestseller : Driven to distraction: Recognizing and Copyng whit attention Déficit disorder from Childhood to Adulthood (Abocados a la distracción: diagnóstico y tratamiento del trastorno de déficit de la atención desde la infancia a la edad adulta), donde explican cómo reconocer el síndrome asegurando así su proliferación popular, declarando sin más: «Una vez que se ha comprendido lo que es este síndrome se le ve por todas partes».
No obstante las protestas se elevaron con bastante rapidez: Thomas Armstrong publica en 1995 The Mith of the ADD Child (El mito del niño con trastornos deficitarios de la atención), que critica a un tiempo las pretensiones concernientes al aspecto científico del síntoma y la patologización de los comportamientos un poco inquietos. Distintas señales alarmantes ligadas al uso del Ritaline se hicieron públicas en los medios de comunicación, y en poco tiempo se entabló una controversia entre los grupos farmacéuticos interesados y la asociación CHADD (Niños y adultos con trastornos de déficit de la atención), que practica un proselitismo agresivo, presidida por un psicólogo que padece él mismo, según él, el ADHD, por un lado, y por otro, grupos o individuos hostiles al síndrome, como el psiquiatra Peter Beggin, la iglesia de la Cienciología, etc. Las autoridades federales americanas, como la Drug Enforcement Administration (DEA: Administración para la aplicación de la ley en materia de fármacos), la Food and Drug Adfministration (FDA: Administración de alimentos y fármacos), el National Institute of Health (NIH: Instituto Nacional de la Salud), se vieron obligadas a dar su punto de vista sobre el problema, que por su parte se esforzaban en explorar las revistas médicas.
Muchas obras recientes sobre este tema son muy críticas, como es el caso del libro de Richard De Grandpre: Rapid-Fire Culture and the Transformation of human Consciousness, de 1999 (La cultura de la respuesta inmediata y la transformación de la conciencia humana), y el de L.H. Diller, Running on Ritalin: A physician Reflects on Children, Society and Performance in a Pill, de 1998 (Consideraciones acerca del Ritaline: reflexiones de un médico sobre niños, sociedad y resultados de una píldora). Estos autores insisten muy especialmente en una paradoja: en los estados en los que se combate oficialmente la toxicomanía, muchas formas de adicción a gran escala, y que afectan preferentemente a los niños, parecen haberse instaurado sin gran reacción por parte ni del público ni de las autoridades competentes.
Las reacciones
La manera en la que se ha podido presentar el Ritaline al público ha sido por otra parte objeto de sustanciosas críticas; este producto ha sido por ejemplo presentado en un artículo del New York Times (18 de enero de 1999) como «un estimulante ligero del Sistema Nervioso Central que, por razones que no han sido totalmente dilucidadas, a menudo ayuda a los niños que padecen de distracción crónica, de compulsión y de hiperactividad a calmarse y a concentrarse». Esta sustancia, cuyo nombre científico es metilfenidato, pertenece a la misma clase que las moléculas bien conocidas y apreciadas por los toxicómanos, como la dextroamfetamina (llamada normalmente «dexies» por los toxicómanos), la metamfetamina (llamada «meth» o «cristal meth») y la cocaína. En un informe de 1995 de la Administración para la Aplicación de la Ley en Materia de Fármacos (DEA), se destacaba el Ritaline por su gran similitud de efectos con la dextroamfetamina (aumento de la euforia, disminución de la sedación, aumento de la avidez en el consumo de drogas). De Grandpre, por su parte, insistía sobre la similitud de su efecto con el de la cocaína. De esta manera, señala él, durante la experimentación con estos productos, los animales que podían autoadministrarse uno u otro no daban muestras de ninguna preferencia en particular, aún cuando los resultados sobre este punto no convergen; el informe de la DEA señala en efecto que los primates tienden a preferir el Ritaline a la cocaína. Parece ser que en todo caso los dos productos tuvieran el mismo género de efecto notable sobre la concentración mental que tanto había interesado a Freud cuando era investigador en neurología (él se felicitaba entonces de poder trabajar largas horas sin parar y sin ardor de estómago), y que el consumidor puede sustituir el uno por el otro. Parece además que cuando alguien a quien se ha prescrito Ritaline consume cocaína, tiende a buscar una dosis mayor que otros consumidores (Hollowell y Ratey). En todo caso, indudablemente, la administración de Ritaline provoca un efecto estimulante inmediato, pero igualmente un «descenso» (coming down) depresivógeno; produce igualmente pérdida del apetito y dificultades para dormir, de tal manera que durante sus vacaciones los jóvenes pacientes son invitados a hacer «drug holidays», es decir interrupciones del tratamiento que les permitan recuperar un ritmo más normal. Además el Ritaline parece ser objeto de tráfico allí donde no es objeto de vigilancia médica, de la misma forma que, por ejemplo, la cocaína; se encuentra así mismo clasificado entre las diez drogas más atractivas en robos a farmacias en Estados Unidos, y el número de consultas en urgencias por abuso de Ritaline se ha multiplicado por 20 entre 1991 y 1994. Según diversas encuestas hechas a estudiantes, estaría entre las tres primeras drogas absorbidas por vía nasal.
Un esteroide cognitivo
Contrariamente a lo que ciertas publicaciones intentaban hacer creer, no parece que haya especificidad absoluta de los efectos del Ritaline en niños, incluso en hiperactivos, aunque se aumente la dosis administrada.
Como escribe Mary Eberstadt en Policy Review, abril y mayo de 1999, el Ritaline parece una anfetamina, funciona como una anfetamina, se utiliza como una droga al igual que las anfetaminas, y eso pese a que el hecho de ser médicamente prescrita a niños pueda dar la impresión de que es un producto relativamente anodino.
Sin embargo, aquellos que mantienen al mismo tiempo el diagnóstico de ADHD y el uso del Ritaline consideran que, como el Prozac, se trata simplemente de un medio a corto plazo para mejorar la personalidad y el rendimiento. La asociación pro-Ritaline CHADD explica por ejemplo que el producto actúa «igual que unas gafas permiten a un niño miope enfocar mejor», y ayudan a las personas aquejadas de ADHD, considerados como minusválidos leves, a «ver el mundo más claramente», una metáfora que dice mucho acerca de cómo es considerado el producto. Para Thomas Armstrong, autor de The Myth Of the ADD Child (El mito del niño con trastornos deficitarios de la atención), de 1995, el Ritaline es visto por la mayor parte de los padres como un «esteroide cognitivo» -sabido es que el uso de esteroides es prácticamente obligatorio entre los deportistas americanos- que puede permitir a su hijo centrarse mejor en sus deberes que sus condiscípulos. La Drug Enforcement Administration americana siempre ha juzgado útil clasificar el Ritaline entre las drogas de la categoría II, es decir en la misma lista que productos como la morfina.
El lobby CHADD
Uno de los grupos que apoyan más ardientemente la categoría ADD-ADHD es la asociación CHADD, un grupo de self-help (autoayuda) como existen tantos otros en la tradición americana. Fundado en 1987, este movimiento contaba a finales de los años 90 con 3.000 familias americanas entre sus miembros repartidos en 600 grupos. Funcionando como un grupo de información, muy implicado en las políticas de salud, publica un boletín mensual e incluso una revista (llamada Attention!) y tiene por supuesto una página web. Una de las particularidades de esta asociación es su combatividad en el frente mediático por defender a los pacientes que sufren de ADD contra lo que puede ser tenido por informaciones inexactas u hostilidad hacia las personas que padecen el síndrome. Con gran vigor, este grupo se lanzó al asalto en 1995 para ampliar la difusión del Ritaline; este producto se encontraba clasificado en la categoría II, lo que limitaba su producción anual y hacía según la asociación surgir el espectro de una «falta» de producto, principalmente a causa del pesado procedimiento necesario para conseguir su administración, en particular las repetidas consultas médicas. El hecho de que el producto sea clasificado como estupefaciente era igualmente entendido como «estigmatizante», dando la impresión la actitud de ciertos farmacéuticos, según CHADD, de que los consumidores trataban de hacerse administrar una droga ilícita. CHADD dirigió pues una petición al DEA para reclamar la desclasificación del Ritaline, petición también firmada por la Academia Americana de Neurología, la Asociación Psicológica Americana, la Academia Americana de Psiquiatría del Adolescente y del Niño y la Academia Americana de Pediatría. Desafortunadamente, un reportaje televisado reveló que Ciba-Geigy, el fabricante del producto (convertido luego en Novartis) había donado cerca de un millón de dólares a CHADD en cinco años, una información que la asociación se había guardado mucho de revelar a sus miembros. La respuesta del DEA fue drástica; en un informe que citaba cien fuentes diferentes de la literatura médica, se declaraba alarmada por el hecho de que «la mayor parte de los documentos proporcionados a los padres no presentaran el Ritaline como una droga susceptible de provocar adicciones y abusos, sino como un estimulante benigno. Pero en realidad hay abundante literatura científica que indica que el metilfenidato tiene las mismas potencialidades para ser objeto de abuso que los otros estimulantes de la categoría II. Denunciaba la connivencia entre Ciba-Geigy y CHADD, y añadía que «la oficina para el control de narcóticos de las Naciones Unidas había expresado su preocupación al ver que ONGs y asociaciones de padres en los Estados Unidos hacían lobbying activo para el uso médico del metilfenidato en el tratamiento de los trastornos de la atención». Además, se resaltaba en el informe del DEA que los «adultos que presentan un ADHD tienen una fuerte incidencia de abuso de sustancias tóxicas», y que «entre un 3 y un 5% de la juventud de hoy en día recibe Ritaline, hecho que es altamente preocupante». Advirtamos que el 90% del consumo de Ritaline se hace en los Estados Unidos, y que algunos países como Suecia han retirado el producto del mercado como consecuencia de abusos.
Algunas ventajas del diagnóstico de ADHD en los Estados Unidos
No obstante, en el curso de los años 90, el lobby del ADHD obtuvo toda una serie de ventajas variadas para las personas que se les había diagnosticado ese síntoma, en aplicación principalmente de la ley llamada de individuos con discapacidades (1990), que ordena que «todo niño bajo estos supuestos tenga acceso a una educación especial y/o a servicios apropiados, y que su educación sea organizada de manera que responda a sus necesidades específicas». Mientras que el sistema de enseñanza secundaria pública americana está débilmente financiado y es por consiguiente poco eficiente y poco exigente, los niños que presentan ADHD tienen acceso a toda una serie de servicios inaccesibles a otros, pudiendo ir a clases especiales, seguimiento reeducativo, equipamiento particular, condiciones de examen especiales, bien sea para los exámenes de fin del ciclo secundario o para el acceso a la universidad o a los diversos exámenes universitarios. La costumbre, a veces impuesta bajo amenaza de procesamiento, de instituir condiciones de examen especiales para estas personas, y de autorizar la administración de Ritaline a los atletas universitarios, ya está pues instaurada. En lo que concierne al empleo, las personas a las que se les haya diagnosticado ADHD tienden actualmente a utilizar las recomendaciones de la Comisión para la Igualdad de Oportunidades en el Empleo en lo concerniente a las «desventajas psiquiátricas», maneras de obtener ascensos, cómo evitar ser despedido o cómo obtener subsidios especiales. Estas medidas parecen haber reforzado la popularidad del síndrome. Como anécdota, recordemos que el célebre corredor de bolsa Mike Leeson, condenado en Singapur hace pocos años por un fraude monumental a una pena de prisión enjuiciada según la legislación local, y de flagelación con caña de bambú, invocó como circunstancia atenuante el hecho de que se le había diagnosticado ADHD en su juventud…
Para concluir
Estamos por tanto aquí ante un síndrome antiguo, que ha pasado a primer plano por razones coyunturales, fuertemente ligadas a restricciones presupuestarias en materia de política social y que favorecen concepciones estrechamente biologizantes. La promoción del ADHD y del tratamiento que se ha elegido, el metilfenidato, es un indicador que da fe de estas circunstancias, pero igualmente lo es de un cierto fracaso de los clínicos locales en cuanto a hacer entender y hacer perdurar cierta tradición psicoanalítica de investigación sobre adolescencia. En dichos trabajos, la clínica de la angustia no renunciaba a estudiar las coordenadas del acto errático, que se trata del acto síntoma (Airchhorn) -eso que Lacan rebautizará como el acting- out- o de tentativas de salir del espacio del fantasma, para no dudar en crear un nuevo lazo transferencial, bien sea éste por la mediación de medidas institucionales. Pero nos parece esencial considerar un último punto: la urgencia de mantener la perspectiva de una clínica diferencial. Nos ha sorprendido ver con qué facilidad hay niños que presentan una psicosis infantil apenas velada a los cuales se diagnosticaba ADHD. No pretendemos que este sea el caso general es cierto que en numerosos casos, el aspecto de confrontación del niño con un real insoportable (principalmente familiar) prevalece en gran medida, mientras que las coordenadas de la neurosis son claras. Sin embargo, en cuántos casos la excitación ansiosa de un niño, su «predelincuencia», no es más que una tentativa desesperada de desembarazarse de vivencias psicóticas que el entorno nos está en ningún caso-dispuesto ni preparado-para entender.
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Nota
* N. De la T. Las siglas ADHD y ADD, que obviamente designan al síndrome de hiperactividad con trastorno deficitario de la atención, no aparecen explícitamente interpretadas en el texto original.