Susana Brignoni . Psicóloga. Psicoanalista. Coordinadora del SAR
1. Ámbitos educativos: ¿niños o diagnósticos?
Voy a empezar esta conferencia contándoles brevemente la historia infantil de un hombre que nació el 14 de marzo de 1879(1). Luego les diré de quién se trata, aunque tal vez ustedes lo reconozcan. Se trataba de un niño que nació en la antigua Prusia, en el seno de una familia judía de clase media. Prusia estaba gobernada por Otto von Bismarck y era conocida por ser un estado con una disciplina estricta, obediencia a los mayores y a la autoridad. Esta característica imperaba también en el sistema escolar, donde era una práctica común humillar a los alumnos. El niño de quien les he hablado tuvo dificultades: no habló hasta los dos años y medio. Sus padres, en esa época, pensaban que sufría algún retraso mental, idea que se sostenía a causa del extraño aspecto del niño, que desde el nacimiento presentaba una cabeza bastante mayor que el tamaño normal. Más adelante, cuando comenzó a hablar, se lo encontraban en diversos momentos moviendo los labios en silencio, como si hablara solo y repitiendo cada una de las frases que pronunciaba. A los cinco años empezó a recibir clases de violín y la música ejercía un efecto benéfico sobre él, lo tranquilizaba ya que a pesar de tener un aspecto apacible, repentinamente explotaba en rabietas y arremetía contra su profesor o la hermana, mostrando siempre un gran estado de inquietud. Todas estas conductas continuaron hasta los 7 años. Por esa época su padre le regala una brújula y este objeto capta toda su atención, aislándolo de su entorno. Cambió varias veces de escuela porque no lograba adaptarse. Los profesores relatan que tardaba mucho en contestar a sus preguntas, como si se quedara bloqueado y éstos no percibían ningún interés del niño por nada en especial. De hecho, como sus bloqueos obstaculizaban el desarrollo de la clase, le golpeaban las manos con una vara, con la idea de que este castigo era el mejor modo de enseñar al niño a pensar con rapidez. A los 15 años, a causa de un traslado de los padres desde Múnich, ciudad en la que vivían, queda bajo cargo de otra familia para continuar sus estudios en la escuela a la que iba. Él no soportaba esta escuela y de un día para otro la abandona sin consultar a nadie… Bien, ésta es la parte de la historia que quiero contarles… Estamos hablando de un niño nacido ahora hace aproximadamente 130 años. (Evidentemente no ha sido mi paciente.) Sin embargo para introducirnos en el tema les propongo que hagamos un ejercicio de actualización. ¿Qué hubiera pasado si este niño hubiera nacido hacia el final del siglo XX? Tal vez hubiera sido un “usuario” del sistema de salud. Según la edad a la que hubiera llegado al sistema de salud, lo hubiéramos atendido en nuestros dispositivos de Salud Mental, intentando de la mejor manera posible encontrar el nombre que designara a aquello que le ocurría. Por otra parte, si hubiéramos detectado algún índice de negligencia tal vez el sistema de protección hubiera puesto un ojo vigilante sobre él y su familia, para así protegerlo. Si hubiera llegado a los 2 años y medio hubiéramos dicho que el problema de este niño era el de un Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD), su retraso en el habla hubiera sido el signo principal y, tal vez viendo el tamaño de su cabeza, le hubiéramos indicado la necesidad de hacer estudios neurológicos buscando en el cerebro la causa de este retraso en la evolución. Luego aparecen los movimientos en los labios y esa aparente ecolalia que nos hubiera hecho pensar en una actividad, tal vez, alucinatoria (¿un autismo?, ¿un síndrome de asperger?) Más adelante las rabietas y la fijación por un objeto lo hubiera introducido en la categoría de los Trastornos Conductuales y, por otra parte, la inquietud permanente, junto con su bloqueo en los aprendizajes, nos hubiera acercado a un TDAH. Finalmente, al llegar a la fuga de la escuela en la adolescencia, sumada ésta a la negativa a informar a los padres, podríamos haber pensado en un Trastorno Oposicionista Desafiante. Con todo este cuadro, en la actualidad este niño hubiera recibido sin duda tratamientos de diversos tipos. Según lo diagnosticado, hubiéramos indicado una orientación u otra en psicoterapia y también le hubiéramos medicado. Por el lado del sistema de protección, tal vez hubiéramos pensado en diversas posibilidades de alejamiento o intervención en el hogar con tal de preservarlo y permitirle hacer su propio proceso. En resumen, por un lado y por el otro, buscaríamos curarlo y protegerlo, usaríamos multitud de recursos y tal vez no conseguiríamos lo que deseábamos.
¿Qué ocurrió con ese niño que pintaba tan mal? Aquel niño nacido a finales del siglo XIX, no recibió ninguno de estos tratamientos, excepto el disciplinario escolar que él, según diversos testimonios, no podía soportar; pero gracias a su tío Jacob, un ingeniero con buena formación en matemáticas, comenzó una etapa de aprendizaje impulsado por el placer frente a los descubrimientos que su tío transmitía y así, poco a poco, se convirtió en Albert Einstein.
2. Un encuentro
¿Entonces de qué se trataba? ¿Qué hizo posible esa transformación? Creo que podríamos decir que allí se produjo un encuentro. Encuentro que parece una idea sencilla, pero en realidad no lo es. De hecho, como concepto preocupó a los filósofos como Aristóteles, es decir, desde épocas tempranas. Hoy en día pensamos que nos encontramos pero, en realidad, ¿de qué estamos hablando? Para que haya encuentro hay al menos una condición y ésta implica dos dimensiones. La condición para que haya encuentro entre dos, por ejemplo entre Albert y su tío —o mejor pensando en el caso de la Salud Mental y la educación—, la condición es que cada uno por su lado haya encontrado algo que podemos denominar como su límite. El límite para la educación se resume en que “no todo es educable” y el límite para la Salud Mental implica, también, un: “no todo es curable”. Estos dos enunciados, que podríamos resumir en uno solo, el enunciado del no todo, puede parecer una mala noticia; sin embargo, en realidad no lo es. Es lo que abre la posibilidad de que haya un encuentro y, a partir de allí, una conversación; además, en este momento crítico, más que otros, el reconocimiento de cierto límite permite que racionalicemos los recursos.
Decía antes que, para que haya encuentro, había una condición y dos dimensiones:
• La primera dimensión es la que sitúa al encuentro como algo que es del orden de lo automático, lo que se repite con cierta regularidad, que responde a una cierta rutina, a un hábito. En el caso de nuestro servicio, podemos pensar en al menos tres dispositivos que responden a esa lógica: el ST, la sesión de psicoterapia y de tratamiento farmacológico y, también, las reuniones de equipo. Todos estos dispositivos, que implican una cierta repetición, apuntan a una segunda dimensión del encuentro.
• La segunda dimensión del encuentro es la que verdaderamente nos interesa, pero se trata de una dimensión que, para producirse, necesita de la primera. Es la dimensión que evidencia cómo a veces el azar permite que pueda producirse algo nuevo, una chispa, una sorpresa, un detalle de lectura que cambie, muchas veces, el rumbo de lo que parecía estar inevitablemente destinado a un niño. En ese sentido he de decir que el detalle es muy importante. Miller(2) señala algo que observamos frecuentemente en las reuniones con los educadores: “el detalle no está bien visto… se dice con frecuencia que a veces nos perdemos en los detalles. Pero, a decir verdad, pareciera que uno se pierde con más frecuencia en las visiones de conjunto, cuando se sobrevuela, y que es el pequeño detalle, el pequeñísimo, el que llama al orden de las cosas”. En las reuniones de ST con los educadores, observamos lo siguiente: se habla de situaciones de violencia y agresividad que dejan al equipo educativo impotente para intervenir. Sin embargo, y eso es lo interesante de la disidencia en el trabajo en equipo, suele haber alguien que introduce un detalle, como de costado (“no es más que un detalle sin importancia”) y a veces es esa apreciación la que nos permite salir de las situaciones más complejas. Ese detalle puede ser una mirada de un adolescente o una media sonrisa que, sin saberlo, alguien vislumbró. Es decir, el detalle puede ser un “gesto” del que el mismo chico no es consciente y que sin embargo nos revela algo, al observar lo que allí está en juego.
3. Nuestra época y los trastornos
Zygmunt Bauman(3) ha encontrado una buena metáfora para explicar la estructura de la vida moderna actual. Para designar sus características, nos habla de la modernidad líquida. Lo líquido es aquello que no conserva su forma durante mucho tiempo, dado que fluye. Sin embargo, asistimos a una evidencia: el hombre no puede resignarse ante su necesidad de fijar algunas cuestiones. Esto es lo que observamos en los distintos espacios de la vida, y los ámbitos educativos no son una excepción, ya que hacen uso de lo que denominamos conceptos “psi”, para así intentar cernir las dificultades que allí se encuentran. Es así como vemos que diversas manifestaciones conductuales de los sujetos son nombradas mediante un diagnóstico que pertenece, generalmente, al campo de la salud mental. Esta clasificación responde a la idea de que habría un “desarrollo normal” que homogeneizaría a toda la infancia. Las “etapas evolutivas” son un ejemplo de cómo se organiza dicho desarrollo.
Es por eso que cuando algo no se adapta en el sujeto, es tomado por una desviación, como un trastorno al que se le atribuyen las siguientes causas: o bien el niño no ha madurado lo suficiente, o bien hay un déficit. Una tercera causa se suele ubicar en el campo de lo social: por ejemplo, el hecho de provenir de una familia a la que se nombra como “desestructurada”.
Si bien en nuestra época los puntos de orientación por medio de los cuales nos guiábamos, como era la función del “no” o del límite, han dejado de ser estables, lo que se solidifica son los llamados grupos monosintomáticos. Un ejemplo muy claro es el que observamos en el diagnóstico de la depresión: el “depressive disorder” (Trastorno depresivo). Es interesante señalar la idea de desorden (que aparece en el inglés) ya que muestra que ella se refiere a un orden esperado.
En un libro llamado The loss of sadness, Horwitz y Wakefield(4), dos investigadores americanos, dicen que hemos pasado de “la era de la ansiedad” a la “era de la depresión”. De hecho, muestran que uno de cada diez americanos sufre una depresión y que un 25% de personas sucumbirán a este mal en algún momento de sus vidas. En su libro explican que el poeta inglés Auden reflexionaba que el tiempo posterior a la Segunda Guerra Mundial había sido considerado como “la era de la ansiedad”. Se tomaba la ansiedad como una respuesta de la población a los horrores de lo acontecido en Europa: los campos de concentración, el exterminio nazi y la amenaza que representaba la guerra fría. Es a partir de ello que Horwitz y Wakefield señalan que nuestra época debería nombrarse como la “era de la depresión”, tomada ésta como una respuesta de la población frente a la fragmentación y la incertidumbre del mundo en el que vivimos. The loss of sadness nos muestra cómo buscamos en las clasificaciones diagnósticas la descripción de lo que nos pasa y que a veces esa búsqueda produce un exceso, que, por ejemplo, impide que podamos distinguir entre una tristeza con causa y una tristeza patológica. Éste es un punto central para entender por qué es necesaria la articulación entre Salud mental y educación. En este encuentro para hablar de un niño o adolescente que nos preocupa, se producen algunas operaciones:
1. Separar: lo cual es, por ejemplo, una conducta adaptativa de otra que puede tener un mismo modo de expresarse y que, sin embargo, es de carácter patológico.
2. Desclasificar: extraer al niño o adolescente del grupo clasificatorio por el que viene representado: por ejemplo, un grupo puede ser el de los menores, puede ser el de los maltratados, el de los violentos, o bien un grupo al que se nombre mediante un trastorno específico. A esta operación de desclasificación también la llamamos desajuste de las identificaciones[en altas], tal como lo nombra Eric Laurent(5).
3. Deducir: se trata de restituir la singularidad[en altas]: a partir de la desclasificación intentar cernir lo que es más particular del niño de quien hablamos, es decir, lo que está más allá del diagnóstico.
4. Anudar: intentar re-enlazarlo al grupo a partir de haberle reconocido su peculiar forma de situarse en el mundo.
Es por estas cuatro operaciones que hablamos de infancias y adolescencias en plural: no hay para nosotros una infancia o adolescencia tipo a la que todos los chicos se tendrían que adaptar. Se trata de una pluralización: las infancias y las adolescencias son los modos en que los sujetos de cierta edad tratan aquellas cuestiones con las que se ven confrontados y eso, indudablemente, lo hacen uno por uno. Es a partir de ese uno por uno que podremos ayudarlos a construir lazos que sean socialmente admisibles y convenientes.
A partir de aquí, y retomando la idea de Horwitz y Wakefield de que la depresión es una respuesta, podemos intentar situar a qué responden los chicos con los que trabajamos cuando se los presenta como unos trastornados.
4. Responder al desamparo
Los trastornos con los cuales los chicos se presentan casi nunca están pasados de moda. Se ajustan bien a nuestra época. Sin embargo, en nuestro caso hay un plus: ante la época que les ha tocado vivir, tienen un trabajo extra, que es el de responder al desamparo. … texto íntegro en la versión impresa
5. La continuidad: “La casa en mitad del camino”
Frente a la discontinuidad propia de lo humano, a los profesionales nos toca ofrecer cierta continuidad. Pero no se trata de una continuidad lineal ni que tiene el saber acerca de hacia dónde debe ir cada sujeto. Se trata de una continuidad que debe tomar la discontinuidad propia del sujeto para constituirse. De entrada eso quiere decir que el profesional no rechaza la discontinuidad en nombre de un ideal de armonía y que sabe que el sujeto se balancea entre lo continuo y lo discontinuo. Por eso el trabajo en red, es decir los dispositivos que promueven la conversación, permiten que se tejan los hilos simbólicos, a la vez reales y porosos de la red, que tiene una función de sostén tanto para el sujeto que es atendido por ella como para los profesionales que la tejen.
Peter Watson(10), un historiador de la cultura, en su libro Historia intelectual del siglo XX, nombra los espacios donde lo continuo y lo discontinuo tienen lugar de un modo que me parece bello y, a la vez, oportuno. Watson habla de “una casa en mitad del camino” para designar a aquellas teorías, a los teóricos y también a aquellos dispositivos a los que se llega con una idea preconcebida, pero de los cuales se sale pudiendo elegir distintos caminos, distintos senderos. Una casa a mitad del camino es el espacio del Soporte técnico, pero también es el CRAE al que los chicos llegan en una parte de su camino, o también es el espacio clínico al que arriban con unas certezas que se deconstruyen, para luego construirse como nuevas respuestas. Una casa a mitad del camino es, en un momento dado, el ingreso a urgencias, cuando algo de la realidad cotidiana se ha vuelto insoportable y uno tiene que reorganizarse para volver a situarse entre los otros. El circuito asistencial es eso: casas a mitad del camino, y allí el tema fundamental es cómo se acoge y luego se aloja a los sujetos que se reciben… Una casa a mitad del camino son los espacios que ofrecemos para que los chicos que pasan por el sistema de protección puedan escribir su historia (no al modo de un informe que escribe el otro) sino su verdadera historia: aquella que está armada por el trabajo de subjetivación que ellos hacen sobre los datos de su propia biografía, y eso no pueden hacerlo solos. Nos convierte a todos nosotros en los referentes fundamentales, en los testigos y secretarios de la construcción de una memoria… Es éste el modo en que entendemos nuestro encargo desde el SAR de la FNB.
6. Mal de Escuela
Mal de Escuela(11) es el libro en que Daniel Pennac, nacido en Marruecos en 1944, hijo de franceses y profesor de literatura en París, narra sus dificultades en la infancia en torno a lo escolar. En esta ocasión sólo quiero recordar una cuestión: Pennac dice que los “malos alumnos nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla”. Y también señala que “los profesores que me salvaron no estaban preparados para hacerlo. No se preocuparon por los orígenes de mi incapacidad escolar… Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme… Se zambulleron día tras día y me repescaron… les debemos la vida”.
Quitar las capas de la cebolla se hace una por una y ningún niño puede hacerlo sin ayuda. Los niños de hoy quedan a menudo librados a ellos mismos. ¿Quién o qué les ofrecerá un lugar para anclarse? ¿Qué cosa puede ir al lugar de la inexistencia del Otro? Desde una atención en Salud Mental orientada por el psicoanálisis podemos pensar en ello en términos de articulación. De hecho, para el psicoanálisis, en el saber se trata de eso: se ofrecen caminos a recorrer, carreteras principales y segundarias. En resumen, se hace una oferta para que una cosa vaya detrás de otra, o una se oponga a la siguiente en un juego significante que va organizando una cadena, que va gestando una narración. Los niños están pendientes, son especialmente sensibles a las palabras que el Otro vierte sobre ellos, al lugar que el Otro les da y, además, suelen ser muy obedientes en eso, aunque el Otro los convoque permanentemente al mal lugar. Ésa es, a veces, la paradoja de su comportamiento: van al mal lugar porque responden al llamado del Otro. Si el Otro los toma como “escoria”, responderán para no defraudarlo.
Pero el Otro, el maestro, el educador o el clínico pueden ser sensibles al sufrimiento del niño y, es más, a veces se hacen portadores de la marca que el niño lleva, acogen aquello que le incomoda, le hacen un lugar en el aula o en el ámbito educativo del que se trate, porque es la única manera de que el niño pueda estar allí; sin embargo, a su vez sabe que él sólo no puede leer esa marca. El maestro y el educador necesitan ayuda para leer.
El soporte técnico ofrece el tiempo necesario para leer
Leer es un acto de articulación y vínculo. En el acto de leer se nombra con nombre propio al sujeto, se lo separa de las nominaciones prêt à porter y se reconocen sus invenciones sintomáticas como aquellas maneras que él ha encontrado para hacer algo con lo que le resulta insoportable. Para sacarlo de allí, hay que ofrecerle otra cosa que resuene en sus circuitos más personales, sin desautorizar los que él mismo ya había creado.
7. Para concluir
Del diagnóstico al niño: hemos recurrido para pensar lo que hacemos, más allá de la experiencia del día a día, a la sociología, la ciencia, la filosofía, la historia, la literatura. Eso es lo que muestra la complejidad de lo que está en juego en nuestras prácticas: eso es lo que las hace difíciles y a la vez atractivas, interesantes. Necesitamos explorar múltiples saberes para entender, para ubicar, para localizar, para tratar, ya que lo que no funciona siempre nos interroga…
Para quedarnos dando vueltas a estas cuestiones voy a hablarles, ya para terminar, de un escritor y de su relación con la música. Es un escritor que me ha conmovido últimamente y que me parece que da pistas para pensar “cómo tratar aquello que se presenta bajo la forma del disfuncionamiento, para reencontrarle una función que haga barrera al malestar y cambie de sentido los encuentros…”. Se trata de Haruki Murakami. En una entrevista que le hacen en The New York Times (“On the way to writing”, 2007) revela el secreto de su escritura. Dice allí que nunca creyó que él pudiera ser un escritor. Su verdadera pasión era la música y especialmente el jazz. De hecho, de joven puso un bar musical en Kobe para poder rodearse de los músicos que le gustaban. Explica que uno de sus músicos favoritos era Thelonius Monk sobre quien cuenta que una vez le preguntaron qué es lo que hacía que su música sonara de un modo tan especial. T. Monk mirando el teclado del piano con cierto asombro, dijo: “en realidad no hay ninguna nota que sea nueva. Cuando tú miras el teclado, todas y las mismas notas están ahí. Pero si tú sientes una nota lo suficiente, sonará probablemente diferente. Tienes que tocar las notas que verdaderamente sientas”. Haruki Murakami queda muy impresionado por estas palabras y dice que su escritura combina el ritmo, la armonía y la improvisación, pero las palabras de Monk le hacen agregar: “Creo que no hay nuevas palabras. Nuestro trabajo es dar nuevos sentidos y especiales tonos a las palabras más ordinarias”. Entonces, bien, por un lado allí se trata de la elección de lo que el educador, el músico, el clínico, el escritor pone en juego sobre aquello que ha de tocar. Como decía Monk, se trata de poner en juego algo que pertenece al orden del sentir verdadero. Desde el psicoanálisis diríamos que se trata de algo que está en el orden del deseo, con la finalidad, como señala Murakami, de dar la oportunidad a nuevas significaciones que abran sendas al sujeto, sin separarnos de la brújula que él mismo ha elegido.
Notas
(*) Conferencia Inaugural de las Primeras Jornadas Técnicas DGAIA- Salud Mental. Noviembre 2012.
(1) Edición a cargo de Alice Calaprice (2003): Querido profesor Einstein. Correspondencia entre Albert Einstein y los niños. Barcelona. Gedisa.
(2) Miller, J.-A. (2011): Los Divinos Detalles. Los cursos psicoanalíticos de Jacques-Alain Miller. Buenos Aires. Paidós.
(3) Bauman, Z. (2003): Modernidad líquida. Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica.
(4) Horwitz, A.; Wakefield, J. (2007): The loss of sadness. Nueva York. Oxford University Press.
(5) Laurent, E. (2002): “Retomar la definición del proyecto del CIEN y examinar su situación actual”. El niño, nº 10, Revista del Instituto del Campo Freudiano.
(6) Brignoni, S. (2012): Pensar las adolescencias. Barcelona. Ed. UOC.
(7) Lacadée, P. (2010): El despertar y el exilio. Enseñanzas psicoanalíticas sobre la adolescencia. Madrid. Gredos.
(8) Sennett, R. (2003): El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad. Barcelona, Anagrama.
(9) Cyrulnik, B. (2010): Me acuerdo. El exilio de la infancia. Barcelona. Gedisa.
(10) Watson, P. (2002): “Una casa en mitad del camino”, en Historia intelectual del Siglo XX. Barcelona. Crítica.
(11) Pennac, D. (2008): Mal de escuela. Barcelona. Mondadori.