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Luis Sales Alloza Psicoanalista miembro  GRADIVA. Psiquiatra Consultor (jubilado) del Parc Sanitari Sant Joan de Déu.

Una de las consecuencias de las complejidades con las que nos tropezamos en la clínica psicoanalítica actual es la frecuencia con que se solicita la colaboración de otro colega analista, que además sea psiquiatra, para que aporte un control de medicación. Se trata casi siempre de casos en los que la intensidad de la angustia, la profundidad de la depresión, las defensas maníacas y actuadoras, la escasa capacidad de simbolización, dificultan considerablemente el pensamiento y la asociación libre; circunstancias de diverso tipo que en definitiva interfieren o impiden el establecimiento de un encuadre mínimamente adecuado, lo que a su vez condiciona o entorpece el despliegue de la neurosis de transferencia. En cualquier caso, el analista se encuentra con que no se dan los elementos indispensables para poder desarrollar una cura de acuerdo a lo que sería el modelo tradicional. Es en este tipo de situaciones en las que me he visto solicitado a intervenir o colaborar en calidad de psiquiatra capaz de aportar una medicación, circunstancia que suelo aprovechar además para brindar un soporte externo a la acción analítica, reforzándola o simplemente contribuyendo a escenificar lo que sería una situación triangular. Este tipo de práctica me ha permitido aprovechar mi experiencia de años en la asistencia pública, y a la vez me ha dado una oportunidad para repensar el tema de la medicación desde la teoría psicoanalítica, como un agente facilitador en la creación de un espacio transicional capaz de sentar las bases para la construcción del proceso analítico.

Debo decir de entrada que en mi doble condición de psiquiatra y psicoanalista realizo las dos funciones, bien por separado, es decir, como psiquiatra que da soporte a una cura que realiza otro colega, o bien conjuntamente, con pacientes en los que manejo yo mismo las dos estrategias. El criterio que utilizo para decidir cuándo opto por una vía o por la otra es muy simple: cuanto más neurótico es el paciente, resulta más conveniente separar las dos funciones: el análisis, por un lado, y la eventual ayuda farmacológica, por otro; en cambio, en los pacientes más perturbados puede resultar ventajoso realizar conjuntamente las dos estrategias. Se trata entonces, en estos últimos casos, de aprovechar la medicación como elemento de apertura, como puerta de entrada a un proceso creativo y de pensamiento, que al comienzo resulta imposible.

Soy consciente de que lo que estoy diciendo puede resultar como míni-
mo sorprendente: la medicación como elemento de apertura al pensamiento, cuando habitualmente la tenemos asociada a todo lo contrario. Sabemos que el psicoanálisis clásico y la psicoterapia analítica, concebidos para tratar las psiconeurosis, se basan en un análisis de los contenidos representacionales, básicamente de aquellos que están reprimidos y son, por lo tanto, inconscientes, a los que tenemos acceso a través de la palabra del analizante. Pero la incidencia cada vez mayor de eso que se ha dado en llamar “nuevas patologías” plantea al análisis un verdadero desafío técnico. Y aquí, cuando hablo de “nuevas patologías”, habría que pararse a pensar también en el papel que está jugando la revolución cultural y tecnológica que estamos viviendo, y además la crisis económica, pero también la crisis de valores que dicha revolución comporta, y en sus efectos sobre la subjetividad de la gente. Sea como fuere, el desafío técnico al que antes me refería pasa por el hecho de que en una gran mayoría de casos no resulta posible el análisis de los contenidos representacionales, ya que o no existen como tales, o si existen no pueden ser utilizados como significantes por las dificultades simbólicas y metafóricas del sujeto. Más que a un análisis de los contenidos, hay que proceder entonces a un análisis del continente mismo, aunque aquí más que hablar de “análisis”, sería más propio hablar de “síntesis”. A primera vista, lo que estoy diciendo puede resultar extraño, pero basta recordar el análisis de niños con graves perturbaciones para aceptar que la clínica actual nos confronta a menudo con situaciones a veces muy difíciles y muy alejadas del tópico clásico del análisis del significante. Como diría Bion, se trata no tanto de analizar los pensamientos, sino lo que él llamaba el “aparato para pensar los pensamientos”; muchas veces hemos de crear, hemos de sintetizar este aparato porque de entrada no existe o está muy perturbado. En este sentido, un autor como Jaime Lutenberg habla de un trabajo de edición, más que reedición, que sería lo que haría el análisis clásico. Winnicott habla de holding, sostén, como recurso dirigido a la creación de un espacio transicional que permita realizar en condiciones el proceso de la cura.

Si nos centramos en esta noción, Winnicott define la terapia como una forma de juego, o más bien como un proceso dirigido a desarrollar la capacidad para jugar; ello supone para el terapeuta la necesidad de crear un espacio potencial que permita la operación de jugar o, lo que es lo mismo, fantasear, crear, generar ilusión, tolerancia y esperanza. Como nos recuerda Pontalis en el prólogo de Realidad y juego, cuando Winnicott, que era un psicoanalista inglés, habla de “jugar”, se refiere no tanto a la acepción game sino a playing. Es esta una precisión de gran importancia en la actualidad, en la que el juego que nos ofrecen las nuevas tecnologías se ha convertido en una actividad programada, automática, escasamente creativa y con efectos a veces autohipnóticos. Por el contrario, el juego/playing es una operación que requiere abrir y facilitar un proceso transicional, en el que la función de jugar implica y presupone el acceso al simbolismo y a la metáfora, y es evidente que en este tema hemos de reivindicar la observación freudiana del fort da.

Pues bien, la medicación, la acción de dar un medicamento a un paciente, puede ser un elemento de suma importancia por el potencial simbólico que encierra, elemento este que pasa normalmente desapercibido en la práctica médica y psiquiátrica habitual. Pensemos que el psicofármaco es un objeto, un objeto parcial, que normalmente se incorpora a través de la boca, lo que quiere decir que tiene todas las características del objeto mágico regresivo, cargado de significación. Como tal, puede dar miedo o generar expectativas milagrosas, puede suscitar de entrada ansiedades muy persecutorias o, todo lo contrario, aparecer como un objeto idealizado y salvador. Ninguno de estos significados nos interesa, más bien resultan inconvenientes para nuestros propósitos, pero hemos de admitir que están presentes.

Propongo concebir el fármaco, siguiendo los desarrollos de Winnicott, como un objeto transicional.

Observando a los niños, Winnicott comprobó que entre los cuatro y los doce meses el niño se aferra a un objeto particular que adquiere para él un valor muy especial. Este objeto es manipulado, chupado, acariciado, y se convierte en indispensable en el momento de ir a dormir. Los padres observan esto y se preocupan de llevarlo consigo a todas partes e incluso evitan lavarlo para que no pierda su olor. En 1951 Winnicott bautizó este objeto con el término “objeto transicional”, designando así cualquier objeto material (desde un trozo de tejido, un pañuelo, un sonajero, hasta el famoso oso de peluche, etc.) al cual el niño atribuye un valor particular y que le permite efectuar el pasaje necesario de la primera relación oral con la madre a una relación objetal.

Lo que interesa del objeto transicional es considerarlo como la primera posesión no-yo, que viene a delimitar una zona de experiencia intermediaria que se abre entre el pulgar o el chupete y el oso de peluche, esto es, entre el erotismo oral y la verdadera relación de objeto. Y es en esta zona intermediaria donde se desarrolla la capacidad de jugar.

Así pues, el objeto transicional no se define por su realidad material, por lo que es en sí, sino por el uso que el niño hace de él. Creo que hemos de utilizar el fármaco como un objeto transicional y jugar con él; entiéndase bien, cuando digo jugar me refiero a utilizar el potencial simbólico del fármaco como objeto transicional a fin de que permita abrir un espacio de juego y de diálogo con el paciente. Recordemos al respecto que el nieto de Freud no hizo un uso convencional del famoso carretel, sino que lo utilizó en un sentido muy particular, metafórico, creando con él su propio juego, el cual le sirvió para manejar con éxito una situación potencialmente traumática. De la misma manera el analista psiquiatra y su paciente deben hacer un uso idiosincrático del medicamento, a fin de abrir un espacio potencial.

El uso como objeto transicional puede resultar útil en aquellos casos en que no es posible iniciar un diálogo centrado en el yo y sus conflictos, bien por la intensidad de la angustia, bien por la energía de las defensas. Recuerdo el caso de una paciente joven que vino con una depresión tan severa que no hablaba. Entraba, saludaba y a continuación se quedaba sumida en una gran inhibición, agachaba la cabeza, fijaba la mirada en el suelo y no profería palabra en toda la sesión, solamente monosílabos en respuesta a mis preguntas, y a veces ni eso. Como no era un silencio resistencial, interpretable, sino más bien expresión de un vacío, de un estado de profunda soledad interior y como además la frecuencia semanal de las sesiones hacía muy peligroso dejarla tan sola de una sesión a otra, opté por introducir un tratamiento antidepresivo a dosis en principio muy bajas. A partir de ahí, el fármaco nos daba motivo durante la sesión para hablar un rato, teníamos un tema nuestro que tratar. Mientras comentábamos el tratamiento farmacológico, la paciente era capaz de comunicarme cómo le iba, qué efectos notaba, cómo era la experiencia esta vez en comparación a otras veces anteriores en que se había medicado, etc. Solamente eso. Era un nivel muy concreto de comunicación, ciertamente, pero al menos hablábamos. Poco a poco, el diálogo se fue extendiendo y ampliando a otras áreas, y pasado un tiempo el fármaco quedó prácticamente olvidado (aunque la paciente lo siguió tomando durante un largo período).

Cuando la angustia o el dolor son muy fuertes y el yo tiene pocos recursos simbólicos para elaborar un duelo, el paciente no puede hablar de nada y sólo quiere desprenderse del dolor, descargarse. Esta situación es muchas veces transmitida al médico de medicina general, el cual se ve llevado a actuar. Es el clásico: “Deme algo que me quite esto tan malo que tengo”, a lo que el médico responde: “Tómese esto y se le quitará”. Podríamos hablar de función chupete de la medicación, es como si el profesional dijese: “Cállate niño y duérmete”. Pero en psicoanálisis de lo que se trata no es de hacer callar al paciente, sino de ayudarle a que pueda hablar de lo que le pasa.

Dicho en pocas palabras, en lugar de tapar la boca con el medicamento, que es el efecto que tradicionalmente se produce y aquel por el cual muchos psicoanalistas desconfían de la medicación, el objeto fármaco debe servirnos para abrir la mente del paciente a un espacio creativo de comunicación, que antes estaba bloqueado. Ello no se opone en absoluto a la capacidad propiamente farmacológica de la sustancia que administramos, sea un ansiolítico o un antidepresivo, al contrario. Se trata de ir más allá y utilizarlo además como un mediador, algo de lo que nos vamos a servir para entendernos con el paciente.

Como vemos, se trata de aprovechar la instauración de un tratamiento médico para entablar un diálogo transferencial con el paciente, tanto en la entrevista –y esto es importante– como cuando el paciente está en su casa, ya que el fármaco es un objeto en principio mío, que yo le doy al paciente y que él se lleva consigo. Esto quiere decir que el fármaco nos representa, al modo que el carretel representaba a la madre para el nieto de Freud. Recuerdo una paciente a la que le receté un antidepresivo a pesar de sus reticencias a tomarlo, que se pasó varios meses, casi un año, con el envase comprado pero sin abrir, colocado sobre el aparador de su casa, en un lugar muy presente. Cada vez que pasaba por allí, echaba una mirada al fármaco que, como si dijéramos, estaba allí vigilándola. Pasado casi un año se decidió a probarlo. En este caso, vemos como el fármaco cumplió una función simbólica de presencia-distancia; es como si la mujer dijera: “tomémonos tiempo tú y yo, cojámonos confianza, antes de que pueda servirme de ti”, proceso que tenía su contrapartida transferencial en su relación conmigo a través de las sesiones.

Continuar presente para el paciente durante esta fase del tratamiento es preservar ese espacio que a la larga ha de permitirle desarrollar la función simbólica. Para hacer efectiva esta presencia me valgo de todas las tecnologías disponibles, y especialmente del móvil y del correo electrónico. La consigna es que cualquier duda que se le presente o cualquier efecto que note al tomar el producto podrá ser consultado por teléfono o, mejor aún, a través de un mail o incluso de un WhatsApp. Es fácil advertir que estoy apelando a espacios –en este caso virtuales– de intermediación, en los que es posible establecer una graduación, una transición. Es evidente que el paciente más desesperado, más invadido por una angustia intolerable apelará a la inmediatez de una llamada, a la espera de obtener una respuesta rápida que le calme su ansiedad. Es fundamental en estos casos ayudar al paciente a valorar las ventajas del WhatsApp o del mail: el mensaje queda escrito, lo puede releer, conservar; puede contar con la confianza de que yo le contestaré, si no de inmediato, cuando me desocupe, etc. Además, el mero hecho de formular por escrito su problema le obliga a mediatizar, a elaborar simbólicamente, a ligar la ansiedad a las palabras o formas de expresión simbólicas. Por otro lado, la seguridad de que recibirá respuesta, la ilusión incluso ante la expectativa de la respuesta, le permite desarrollar una función de espera, sumamente productiva a la hora de desplegar el simbolismo.

Nota

(*) Ponencia leída en las Primeras Jornadas del Nou Espai Obert, Barcelona, 9 de mayo de 2015.

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