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François Ansermet. Psicoanalista

Desde el principio, colocamos en cierta contradicción las perspectivas de la prevención y las de la cura analítica.
El psicoanálisis, como la prevención hacen referencia a un pensamiento determinista. Sin embargo, la concepción de esa determinación, lo mismo que el modo para poder eventualmente salir de eso, difieren radicalmente.
La teoría psicoanalítica postula una determinación inconsciente, tanto más operante en cuanto el sujeto no quiere saber nada. La cura psicoanalítica, sin embargo, tiende a abrir un espacio de libertad permitiendo al sujeto construir sus propias elecciones tomando justamente en cuenta esa determinación. En ese marco, el sujeto es comprendido como excepción a lo universal, incluido el de la ley inconsciente. La perspectiva analítica se funda así sobre una clínica de lo particular: lo que determina al sujeto no puede ser descubierto más que en el caso por caso, así mismo la manera de extraerle.
El acto preventivo reposa por el contrario sobre un saber predictivo, fundado sobre soluciones universales de estudios de población. Deducidos de factores de riesgo, se les incrimina en las evoluciones patológicas ulteriores. Se interviene desde entonces en una situación particular aplicando allí un saber deducido de lo universal, con el proyecto de evitar una evolución patológica (prevención primaria), o de realizar una intervención lo más precoz posible (prevención secundaria). Tal perspectiva supone lazos de causalidad simples, constantes, una relación causa-efecto tal como aquella que se encontraría en las leyes de la naturaleza.
Quisiera desarrollar aquí, a partir del psicoanálisis, un punto de vista crítico sobre las estrategias de prevención, teniendo en cuenta el hecho de que la causalidad del sujeto parece obedecer a otra lógica, así como que el sujeto, por las elecciones que realiza, puede ir más allá de aquello que lo causa. Lo que aporta el psicoanálisis en la gestión preventiva es la de velar para no reabsorber la dimensión irreductible de la singularidad, detrás de los universales que presiden las estrategias de prevención.

Crítica de la causalidad

En el campo de la prevención, muy a menudo se tiende a confundir correlación y causalidad. Si una correlación es demostrada en el plan epidemiológico se termina por hacer una relación de causalidad en el razonamiento clínico. Podemos citar los ejemplos de anomalías en los cromosomas sexuales, como la triple X o el Y supernumerario, que primeramente han sido considerados como implicando a constelaciones sindrómicas graves (superhembras estériles y psicóticas para el XXX, supermachos con comportamiento criminal para el XYY), mientras que, considerado a partir de trabajos recientes esos genotipos pueden ser de hecho asintomáticos o presentar una gran variabilidad de expresión en función de la historia postnatal de esos sujetos. Se ha rendido cuenta de que los primeros estudios realizados a gran escala no habían sido hechos más que a partir de individuos fenotípicamente anormales, en medio psiquiátrico o carcelario. Fue suficiente realizar estudios sobre otros tipos de poblaciones para que la correlación no sea considerada más como causa. Desde los años ochenta, frente a esos cambios de datos, el número de interrupciones médicas de embarazo consecutivas a tales diagnósticos prenatales disminuyó así a la mitad aproximadamente.
Además, los diferentes sistemas de causalidad considerados en la prevención -sea la causalidad medioambiental o la causalidad orgánica- no conducen a los efectos inmutables que se piensa. Se sabe que en el plano de la causalidad medioambiental no se encuentra siempre en el après-coup lo que habría permitido predecir las condiciones de origen. Entre los factores medioambientales y lo que el sujeto va a hacer hay un hiato, una hiancia.
Lo mismo para la causalidad orgánica. En el caso de lesiones cerebrales precoces, por ejemplo, parecería que pueden habilitarse vías de suplencias. El cerebro no es una materia inerte. Es capaz de plasticidad. La red sináptica está en perpetua rehabilitación, dejando la experiencia del sujeto una traza funcional y estructural en el cerebro. Antes que oponer de modo reductor una causalidad orgánica a una causalidad psíquica, somos conducidos a reconocer hoy, de cara a los avances de las neurociencias, una causalidad psíquica capaz de modelar el organismo.
El fenómeno de la plasticidad cerebral puede permitir compensar las consecuencias esperadas de una lesión precoz. Como prueba aquel niño, que a los 14 meses tuvo una lesión bifrontal a causa de un accidente y cuya plasticidad cerebral permitió una suplencia casi total de las funciones dañadas, al punto que con 6 años no presenta más que mínimos síntomas, poco específicos en relación a su lesión.
El hombrecito es un ser neotécnico. Inacabado en su nacimiento, puede modificarse más allá de todo programa previo, incluso en el plano orgánico. Próximo a los fenómenos de plasticidad cerebral que citamos, se podría también tomar como prueba la actualidad del problema de la epigénesis1 en el momento en que el proyecto del genoma humano conduce a un conocimiento estrecho del determinismo genético. Se revela que la penetrancia y expresividad de los genes depende en gran medida de las particularidades de la experiencia del sujeto, demostrando el importante lugar de la epigénesis en el seno mismo del programa genético.
Las neurociencias y la genética definen mecanismos universales que conducen a producir lo que es único. Hace falta así reconocer que no hay correspondencia biunívoca entre un estado del cerebro y un estado psíquico. Que haya un daño de las funciones cerebrales no permite predecir qué sujeto se va a deducir. Si tomamos el ejemplo del autismo, los avances actuales de la neurobiología y del cognitivismo demuestran que se tropieza siempre sobre un eslabón faltante en cuanto se avanza en la búsqueda de una causalidad orgánica. Al punto que podríamos postular que el sujeto podría justamente ser determinado por la falta de determinación orgánica.
De lo que resulta un punto de reencuentro inesperado con el psicoanálisis. Las neurociencias y la genética parecen conducir hoy al descubrimiento de eso que es propio del psicoanálisis, a saber, la cuestión irreductible de la singularidad. El psicoanalista podría entonces autorizarse como un facultativo de la epigénesis y de la plasticidad cerebral. Ya conocido por contar con la creatividad del sujeto en relación a las condiciones medioambientales, revela ser un facultativo de la no determinación biológica, social, y sobre todo… inconsciente.

Determinismo y libertad

No se trata de minimizar aquí el conocimiento de los factores de riesgo, el estar atentos a las discontinuidades del entorno, a los traumatismos precoces, a los efectos de la separación y del abandono, a los problemas ligados a su incoherencia, a toda la serie de hechos de la realidad que pueden bloquear el porvenir del niño.
Sin embargo, no hay que olvidar que causa tiene la misma etimología que acusación. Situar el acto de prevención en relación a un sistema de causalidad inexorable conlleva el riesgo justamente de fijar al sujeto en eso que quisiéramos que pudiera evitar. Una preocupación preventiva puede así conducir a que el sujeto no sea más que concebido según los factores de riesgo detectados. Es necesario desconfiar de tales trampas icónicas que participan en la inmovilización del sujeto en sus determinaciones.
El cuidado preventivo puede por ejemplo participar en la construcción de una visión idealizada de la madre, del padre, de la familia. Sabemos la devastación que produce la idea de una madre ideal. Su tiranía imaginaria puede incluso ejercerse ya antes del nacimiento, localizar la existencia de percepciones fetales termina por inducir la idea de que la madre podría, según su actitud durante el embarazo, comprometer el porvenir de su niño. Es necesario evitar que las estrategias de prevención favorezcan la constitución de esas figuras idealizadas y apremiantes. Deberíamos, por el contrario, dar cuenta de que una madre es esencial, justamente en la medida en que ella viene a constituir una barrera a la madre ideal.
Lo que está en juego en la prevención, tiende más a la cuestión de la libertad que a aquella del determinismo. El niño no puede advenir más que a eso que era, sobre la base de un determinismo físico y psíquico. Sin embargo, sus posibilidades sobre ese plano son a veces sorprendentes. Por eso, si hay una apuesta a considerar en la prevención precoz, es la de dar al sujeto la posibilidad de encontrar una vía de salida: esa vía pasa paradojalmente por el reconocimiento y utilización de las fuerzas apremiantes que lo alienan. El sujeto se constituye por otra parte en el mismo movimiento por el cual se libera.
El hecho de estar determinado no le quita entonces la posibilidad de encontrar una salida. La salida, en si misma puede estar determinada, positiva o negativamente. Podríamos evocar con este fin el mito del niño expuesto. Este mito describe el destino del niño confrontado a una experiencia de peligro fuera de lo común, a un riesgo de muerte física, psíquica o cultural. Ese niño, o bien muere o bien deviene un héroe. Lo que el mito del niño expuesto revela, es que toda situación extrema porta en sí un potencial que puede ser tanto creador como destructor. Estar sometido a riesgos en el período perinatal, nacer prematuramente, necesitar de reanimación precoz, tener que hacer frente a malformaciones, estar sometido a traumatismos precoces, ser dejado, abandonado, carenciado, todos esos hechos pueden conducir a un destino fatal, pero también pueden dejar al sujeto la posibilidad de emerger.
Imaginar, como en el mito, que el niño expuesto pueda devenir aquel en quien el destino se realiza, es afirmar el extraordinario poder del sujeto sobre su medio, sus capacidades de invención, de creación, que renuevan eso que le determina. Esto es lo que una perspectiva preventiva no debería ocultar, sino poner en evidencia.
Un suceso, una constelación familiar particular, una cristalización de la historia pueden ser incriminadas como causas de un posible devenir. Esos supuestos factores causales pueden ser del orden de la fractura -distorsión en la relación precoz, maltratos, abuso sexual, padres enfermos mentales, alcohólicos, toxicómanos- pero también del vacío -depresión post-parto, carencia precoz, deprivación, abandono.
Es necesario admitir en ese sentido que el psicoanálisis reconoce de hecho el destino patógeno de estas situaciones. La mayoría de las veces, es a partir de datos aislados de su clínica que estos lazos de causalidad han podido ser establecidos. Lo testimonian la serie de trabajos de Spitz, de Bowlby, de Jenny Audry sobre las consecuencias del abandono. Un niño para advenir como sujeto debe serlo de un deseo que no sea anónimo (Lacan). Si no, él bascula alrededor del agujero de su origen, sin poder arrimarse a eso que le precede.
Mencionemos sin embargo que no hay sólo niños abandonados. Hay también niños rechazados, forcluidos podríamos decir: niños cuyo nacimiento ha sido insoportable para sus padres. Para Lacan, éstos pueden demostrar a continuación una «irresistible tendencia al suicidio»2. Como en una historia sin palabras, ellos son tomados por la tentación suicida, reencontrando en otra escena -desplazada en el tiempo- el hecho de haber sido niños no deseados. Como lo escribe Lacan: «Ellos no aceptan ser lo que son». No quieren esa historia en la cual fueron admitidos de mala gana por sus padres.

Cuestiones sobre la causalidad inconsciente: el paradigma del traumatismo

Los ejemplos que acabo de exponer, del mito a la realidad clínica, son aquellos en los cuales la causa coincide con un suceso, un origen, un hecho. Ahora bien, lo que se constituye como causa no es siempre tan evidente. Dado un hecho, no siempre su causa es material sino que ésta puede convertirse en rehén de una causalidad inconsciente.
Podríamos evocar en ese sentido la cuestión del traumatismo, como paradigma esencial en el campo de la prevención. El acontecimiento traumático no es por sí mismo una causa.
Un traumatismo psíquico puede implicar consecuencias muy diferentes según la historia previa del sujeto, su estructura psíquica, el medio familiar, el modo de reacción inmediata luego del suceso, y algunos factores más.
Finalmente el traumatismo no puede ser definido más que a partir de sus efectos.
Saber lo que está en posición de causa en el efecto traumático es entonces una cuestión compleja. Contentarse con hacer del suceso traumático una causa, cosificarla como tal sería negar la determinación inconsciente que justamente es activada, descubierta, propulsada por delante de la escena en la efracción traumática.
Si se admite la teoría del traumatismo como efracción de la para-excitación, tal como Freud la ha construido en su «Más allá del principio del placer» es necesario considerar al traumatismo como una hiancia en la que se precipita eso que está a priori. Desde entonces, ese a priori es el responsable de los efectos que se constatan a posteriori.
Una vez más nos damos cuenta que es difícil escapar a la determinación inconsciente. Es justamente ésta la que da forma a la particularidad de los efectos traumáticos que no pueden ser de este modo más que específicos a cada caso particular.
Para ser más precisos en este punto es necesario introducir la cuestión del tiempo. El efecto traumático parece seguir una evolución donde se pueden distinguir varias fases.
Para comenzar, hay un primer tiempo, aquel del horror, inasimilable psíquicamente, que rubrica el encuentro con lo real puesto en juego por el traumatismo, lo real en tanto que es «dominio de eso que subsiste fuera de la simbolización». Es el tiempo del asombro. Dejado como tal, ese tiempo no hace más que repetirse, abriendo cada vez más la fractura traumática.
Es pues en un segundo tiempo que lo que precede se precipita en la hiancia traumática, en el lugar del apabullamiento. Lo que revela este segundo tiempo es que, lo que rige al traumatismo es el descubrimiento de lo real y no la realidad del suceso. Lo real es lo que se impone sigilosamente.
La efracción traumática conduce a un agujero en la red simbólica. Lo primigenio viene a alojarse allí, en el lugar de eso que fue sustraído por el traumatismo. El fantasma del sujeto puede de este modo convertirse en la causa de lo que presentará luego el sujeto. Pasamos entonces del traumatismo al fantasma, ya sea aquel del niño o el de sus padres. El fantasma entra desde entonces en juego, como causa.
Esta fase constituye una primera tentativa de asimilar subjetivamente lo real puesto en juego por el traumatismo, transformándolo en historia, al poner en acto un escenario fantasmático. Este tiempo nos conduce del horror a la angustia. El sujeto da un sentido a lo real traumático al modo de su fantasma.
Pero ese efecto de sentido puede constituir también una trampa para el sujeto, una manera de eternizar el traumatismo produciendo una fijación traumática. El traumatismo adviene como nueva identidad, como segundo nacimiento. La historia anterior se borra. El sujeto entrampado en un efecto de fascinación, puede ser inducido a gozar paradojalmente del traumatismo. Esta es una situación frecuente en los niños víctimas de maltratos o de abuso sexual. Sucede como si el sujeto fuese fijado por el traumatismo. El traumatismo puede así evolucionar del sin sentido hacia un sentido fijo, un comodín.
Si un acompañamiento es necesario para cada uno de los dos primeros tiempos, la apuesta del tratamiento psicoanalítico del traumatismo reside en lo que podríamos designar como un tercer tiempo. Es el del corte, el cual pasa por una puesta en relación del sentido con el acto del sujeto para salir de la repetición, para separarse de la fascinación del traumatismo.
Ese acto moviliza el sentido. Esa es la verdadera apuesta de la intervención clínica en una situación traumática. Cuando el destino del sujeto se reduce a la historia del traumatismo, fijo en el tiempo, el tratamiento del traumatismo consiste en ir en contra de ese movimiento desubjetivante. Que el sujeto pueda volver a ser autor de su porvenir en todos sus componentes, y sobre todo que él pueda ir más allá de eso que se fijó en la repetición a partir de la efracción traumática.

Esos tres tiempos no son sólo cronológicos. Podemos verlos a partir del paradigma del tiempo lógico tal como es enunciado por Lacan, distinguiendo el instante de ver, el tiempo para comprender y el momento de concluir. Es al momento de concluir que apunta el tratamiento psicoanalítico. Lo mismo para la prevención, es necesario velar para no fijar al sujeto en el acontecimiento, no fijarlo en el trayecto que inscribe su determinación, sino, por el contrario, permitirle encontrar una salida, inventar el acto que le libere. Se trata de no reducir al sujeto exclusivamente a las coordenadas de las estrategias de prevención. Estar atento a eso que le determina y al mismo tiempo, ambicionar que el sujeto pueda liberarse de eso implica una paradoja en el corazón del proceso de la prevención y la intervención precoz. Es necesario velar en este proceso para que la prevención no sea fascinante por sí misma y por lo que la justifica.

Notas
(*) Fragmento de la conferencia realizada en la Jornada de la «Asociación Catalana de Atención Precoz». Barcelona, 7-8 mayo 1999.
Traducción del francés: Patricia Lombardi (no revisada por el autor).
1 Biol.Teoría opuesta al preformismo (siglos XVI y XVII) que sostenía que el embrión se encontraba totalmente conformado en el óvulo como un adulto en miniatura.
2 El Seminario, Libro V, p. 253, Ed. Paidós, Barcelona (1999).

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