Montserrat Puig Sabanés. Psiquiatra. Psicoanalista. CSMA Dreta de l’Eixample. Docente del Instituto del Campo Freudiano en España
Con esta intervención sólo pretendo poner sobre la mesa algunos elementos para la reflexión. No son todos los elementos que nos pueden ayudar a reflexionar sobre qué estamos haciendo como agentes de salud mental; sin embargo, sí son los que me han parecido más llamativos en la actualidad. Puede ser porque algunos de éstos se tienen tan asumidos en la dinámica de nuestro trabajo que ya ni pensamos en ellos. Después podemos discutirlos.
La sanidad para todos es cara, muy cara. Tanto que se empieza a decir que es insostenible para los estados. Por otro lado, junto con la educación, es uno de los pilares fundamentales del estado del bienestar, que es el fundamento de nuestra actual concepción del Estado. Si no es por la distribución adecuada del estado del bienestar, se podría empezar a cuestionar el actual status de los gobiernos: se entiende como gobierno de la cosa pública cuando éste ha reducido la gestión, restringiendo el discurso político al de la gestión.
Para qué queremos el Estado, el gobierno, sino es para poder conseguir un nivel que consideramos adecuado del bienestar; es decir, un Estado que contemple compensar la exclusión social que, en razón de su propia lógica, provoca —como ya se sabía y estamos constatando— el funcionamiento del mercado libre.
Así, pues, estamos en un momento histórico en el que se pone encima de la mesa mucho más que una simple reducción —en términos economicistas— de lo que estamos haciendo como agentes de salud (que es tal como se nos denomina).
Gran parte del gasto sanitario se lo llevan los fármacos. Los fármacos son la principal herramienta terapéutica de la medicina actual, de la medicina que se llama científica. El uso de los fármacos lo podemos cuestionar, lo tenemos que poner en debate. No sólo la parte del dinero público, que por ética tenemos que averiguar dónde va, además de constatar si allí donde lo gastamos está justificado en un cálculo de eficiencia que, estaremos de acuerdo, siempre ha de guiar el uso del dinero público.
Una mirada un poco atenta ha llevado a muchos investigadores a ser críticos con la situación actual.
Los expertos en salud pública alertan de la “excesiva medicalización” del sistema sanitario. España es el segundo país del mundo en consumo de fármacos por habitante y no podemos olvidar que sobremedicar al paciente provoca efectos adversos y aumenta el gasto.
En los últimos años han aparecido numerosos libros analizando los impasses a los que ha llegado la investigación farmacológica. Puede sorprender que los autores de estos libros no formen parte de las llamadas “medicinas alternativas” sino que los libros más interesantes son los escritos precisamente por investigadores que durante muchos años han trabajado en laboratorios farmacéuticos, o en la investigación hospitalaria y universitaria.
Tal es el caso, por ejemplo de Philippe Pignarre que trabajó diecisiete años como investigador en la industria farmacéutica y es actualmente encargado de cursos sobre psicótropos en la Université de Paris-VIII. Pignarre ha publicado en diversas editoriales títulos de gran impacto como: Las dos medicinas. Medicamentos, psicótropos y sugestión terapéutica, ¿Qué es un medicamento? Un objeto raro entre ciencia, mercado y sociedad, Cómo la depresión se ha convertido en una epidemia y, por último, El gran secreto de la industria farmacéutica, traducido al castellano.
¿Qué recuerda Pignarre? Que el terreno que explotan las investigaciones farmacéuticas es cada vez menos fértil, que los avances terapéuticos que aportan las nuevas moléculas son cada vez más imperceptibles y, por ello, es cada vez más difícil ponerlas en evidencia; que la investigación farmacológica ha entrado en un impasse; que la época de la revolución terapéutica, de forma muy llamativa en el campo de los psicótropos, se terminó hacia el año 1975.
Analiza las causas del estancamiento actual y de la “espiral” en la que ha caído la investigación en este campo, hasta quedar reducida más a la necesidad económica-financiera de las grandes corporaciones de colocar nuevos productos en el mercado, alejándose de lo que se entiende clásicamente como investigación innovadora. Es de especial interés el análisis que realiza del mecanismo en el que, casi exclusivamente en la actualidad, se basa la investigación farmacológica: los ensayos clínicos y con ellos la reducción de la investigación al simple cálculo estadístico de probabilidades.
En no pocas ocasiones se trata, simplemente, de una nueva presentación, apoyada en la biotecnología, lo que se vende como novedad terapéutica, como ha sucedido, con un éxito comercial espectacular, con el metilfenidato prescrito para el “epidémico” TDAH.
La llamada a agrupar síntomas en nuevos síndromes está servida y la lucha por incluirlos en las clasificaciones nosográficas es feroz. Este funcionamiento del fármaco-mercancía implica algo más. Si no se puede seguir siendo el único fármaco indicado para un “segmento de mercado”, se trata de ampliar el mercado a nuevos consumidores. Éstos pueden ser nuevas personas o las mismas durante más tiempo.
La prevención de recaídas tanto de brotes psicóticos o de episodios maniacos tanto como de síntomas depresivos o de angustia, sin olvidar los cuadros “subclínicos”, son los nuevos “segmentos de mercado” en los que se quiere ampliar la población susceptible de ser medicada y cada vez por más tiempo.
El peligro de la medicación preventiva ya empieza a ser cuestionada, incluso dentro de la medicina clínica. ¿Cuándo medicar de forma preventiva?, ¿con qué dosis?, ¿con qué criterios? Y, lo más importante, ya que la situación plantea preguntas desde la propia ética médica: ¿cómo saber cuándo se puede retirar la medicación sin abocar al paciente a un nuevo episodio de la enfermedad? En la medicina defensiva actual, no hay otra respuesta a estas preguntas que: “más tiempo”. De modo que el número de las personas medicadas de por vida se expande y parece no tener fin.
Pero aun se ha dado un paso más en la expansión de la medicalización preventiva: Medicar antes de la enfermedad. Me refiero a un nuevo síndrome nacido en los países escandinavos y sistematizado en Melbourne y que se está extendiendo por Europa: los EMAR (estado mental de alto riesgo). Se han establecido tres subtipos de estados mentales de alto riesgo: 1. Presencia de síntomas psicóticos atenuados (subumbrales); 2. Historia de síntomas psicóticos breves y limitados (brief limited intermittent psychotic symptoms); y 3. Historia familiar positiva de psicosis y disminución persistente del nivel funcional previo. En esta fase, el objetivo del tratamiento es “evitar, demorar o minimizar el riesgo de transición a psicosis”. Para ello, se aplican diferentes tipos de tratamiento combinación de tratamientos psicológicos (TCC) y farmacológicos (con antipsicóticos, antidepresivos y ansiolíticos).
A la sociedad del riesgo, de la que habla Ulrich Beck, le corresponde la consigna de la “vigilancia y la prevención”. La epidemiología en Salud mental ha entrado de lleno en estas consignas aplicando los métodos de control poblacional que se aplicaban anteriormente para determinar las leyes del orden social: cuantificación de las acciones de los individuos para poder extraer las regularidades. La epidemiología en salud mental parte de las acciones del individuo, de la multitud abigarrada de acciones individuales. Y considera que las normas e instituciones sociales resultan de esta multitud de acciones individuales, por lo que se busca, a través del cálculo estadístico, aislar las regularidades a partir de lo cuantitativo. La teoría del hombre medio (el de la media estadística) es la que guía las actuaciones de las políticas preventivas en salud mental. Se medica el síntoma antes de que aparezca. Se medica el riesgo. El uso preventivo del fármaco amplía el campo de la salud mental en su función de orden público.
Un ejemplo de ello son las guías de práctica clínica en el caso de los llamados EMAR. En ellas se puede leer, sin que ello se cuestione lo más mínimo, que en los estudios epidemiológicos realizados pasando cuestionarios de salud a gran número de jóvenes, para poder saber qué es un adolescente normal y establecer así cuándo se estaría en riesgo de psicosis, se diga que el 5 por ciento de la población general puede sufrir en algún momento de su vida alucinaciones o interpretaciones paranoicas de la realidad.
En la época actual, la prevención generalizada es uno de los ideales a conseguir y que nadie parece cuestionar; por su parte, la ciencia y el mercado aportan su objeto —el medicamento— para ayudar en esa tarea preventiva.
El uso del fármaco como objeto al servicio de la prevención introduce un nuevo uso que se añade a los ya clásicos, que siempre acompañan al efecto bioquímico: como tóxico, como placebo, como anestésico. Si tenemos en cuenta que, como recuerda Eric Laurent en su texto “¿Cómo tragarse la píldora?, “no se puede prescribir ni tragar un medicamento sin el discurso que lo acompaña ni sin el efecto en el sujeto que lo recibe”, el medicamento-preventivo introduce una variación en los usos que, hasta ahora, se han hecho de los fármacos.
Por una parte, varía el discurso que acompaña su prescripción. El médico que prescribe el fármaco (agente del discurso, sin saberlo) no trata el síntoma sino la posibilidad de sufrirlo. El “riesgo de síntoma” adquiere un valor patológico en sí, que debe ser medicado. El síntoma es el riesgo mismo. La práctica clínica psiquiátrica se encuentra, entonces, orientada por este síntoma-riesgo y el protocolo es la única guía posible. El fármaco deja de tratar síntomas francos y pasa a tratar indicios probabilísticos de desviación de la media establecida de forma cuantitativa. El estatuto mismo del síntoma construido por la psicopatología clásica está modificado.
Por parte del efecto en el paciente que lo recibe, nos encontramos con que este síntoma-riesgo se le presenta al paciente como un futuro a evitar. El medicamento se le propone como un objeto anulador, podríamos decir, del futuro que probablemente le espera. Como un neutralizador de las consecuencias de los malos encuentros. De modo que la respuesta del sujeto, siempre singular, queda anulada. Se espera que el sujeto aprenda a leer en los efectos del fármaco, y en su propia vida, la enfermedad futura probabilistamente anunciada.
Los efectos simbólicos, imaginarios y reales del fármaco en cada uno, uno por uno, no se pueden prevenir, cuantificar, medir. La indeterminación, la contingencia, lo irreductible del síntoma a la norma media, desdirá en cada caso la normalización esperada en el ideal imperativo de la prevención generalizada.
En el campo de la salud mental y de los trastornos psiquiátricos esto es mucho más evidente. El malestar cotidiano, el sufrimiento de vivir, las respuestas a los malos encuentros de la vida, a las elecciones que hace alguien en su recorrido vital, se han medicalizado, de manera que los psicofármacos son los fármacos que más se prescriben.
Hay muchos investigadores actuales que están estudiando algo que puede sorprender después de tantos años: el límite entre enfermedad y normalidad en campos como la depresión o la angustia, la llamada ansiedad. Es decir, que lo que es normal y lo que es patológico puede variar. Es cuestión de criterios de consenso. La evolución de trastornos como la depresión pone en cuestión las expectativas de los conocimientos terapéuticos tal como se habían conocido hasta los años ochenta.
Nunca antes había pasado que cuando se conoce el tratamiento farmacológico de una enfermedad, su alcance epidemiológico no para de crecer. Cada vez son más las personas que toman antidepresivos y ansiolíticos y por períodos de tiempo cada vez más largo. Esto nos debe hacer reflexionar tanto sobre lo que estamos diagnosticando cuando decimos que un paciente tiene una depresión, así como el abordaje farmacológico que le estamos proponiendo.
Ustedes saben que el DSM, el manual de agrupación de los trastornos psiquiátricos más utilizado, está una vez más en revisión. La V versión desde hace unos años que intenta ver la luz. Una de las cuestiones más interesantes de esta revisión es el debate abierto acerca de si es mejor un enfoque por categorías o un enfoque dimensional para el diagnóstico de los trastornos mentales. Es un debate de fondo que podría llevar a incluir o excluir a muchas personas como población susceptible de recibir atención en salud mental, sea en asistencia primaria o en atención especializada. En este debate, no concluido, se trata de poder determinar si mantenemos los criterios diagnósticos y cuantitativos actuales, donde la calidad del síntoma no se tiene en cuenta, o si, por el contrario, introducimos un criterio cualitativo en nuestro diagnóstico. Es decir, si la manera de entender el síntoma mental puede ser equiparable, como se ha dicho hasta ahora, a cualquier otro síntoma médico, como la fiebre o la tensión arterial, es a partir de un umbral a una medida que podemos decir, de forma objetiva, cuándo lo consideramos como patológico.
Hasta qué punto podemos objetivar cuantitativamente un sentimiento de tristeza es lo que, sin duda, podemos cuestionar. ¿Teniendo en cuenta el grado, el contexto, su expresividad, los elementos culturales, los tiempos, las repercusiones sobre la vida del paciente, la subjetividad de la persona que los sufre? Las preguntas no son banales. Hay investigaciones actuales, como la de Mario Maj en Italia, que intentan encontrar los criterios clínicos que serían más adecuados para determinar el diagnóstico de la depresión y lo que se está encontrando es que, por sólo dar un ejemplo de esta interesante línea de investigación, los cinco criterios mínimos que establece el DSM para poder diagnosticar un trastorno depresivo no solamente dan falsos positivos sino que con sólo cinco síntomas la respuesta a placebo y a antidepresivos no es significativamente diferente. Se podría, entonces, concluir que estamos medicalizando y sobremedicando a la población.
Si es legítimo preguntarse todo esto en el caso de la tristeza, para sólo coger uno de los síntomas que se consideran en el caso del cuadro depresivo, pensad que, por ejemplo, no nos podemos preguntar lo mismo en el caso de la sexualidad. Y no lo digo con ánimo de llevar las cosas al extremo. Ya que, como todos ustedes saben, se está intentando establecer, en una visión normalizadora que no tiene límite, lo que sería normal en la “respuesta sexual femenina” para, así, poder establecer los criterios diagnósticos y, por lo tanto, terapéuticos de la ya bautizada “disfunción sexual femenina”.
Por supuesto, es una investigación impulsada al mismo tiempo que el fármaco, por la patología que se pretende aislar. ¿Se imaginan ustedes lo que puede suponer que se incluya como normal o patológico la frecuencia, el modo y el nivel de placer en las relaciones sexuales? Todo se pretende medir cuantitativamente y buscar el umbral entre la normalidad y la patología.
Ya hace tiempo que el sexo ha dejado de ser un tabú social, ahora el siguiente paso es intentar reducirlo a un mero ejercicio físico. En este campo les anuncio, ya me lo dirán dentro de un tiempo, el fracaso más absoluto. No es la primera vez que las mujeres tendremos la posibilidad de tirar por tierra el intento de igualar la sexualidad femenina a la masculina (sexualidad masculina on-off y la femenina, más relacionada con la continuidad). Pero más allá de esto, podemos ver hasta dónde avanza el ideal de normativizar nuestras vidas en los ámbitos más íntimos.
Para concluir
Como he dicho, ya en los años sesenta, durante el pleno auge de los descubrimientos de nuevos fármacos, y más allá de la eficacia biológica de éstos respecto a quién medicar, también Jacques Lacan ponía el acento en cómo enfrentar esta cuestión y en su uso clínico. Le interesaba, sobretodo, la relación clínica y terapéutica con el paciente, sin cuestionar por ello la eficacia de los fármacos, en el sentido de su poder sobre la angustia, la agitación, las alucinaciones o el decaimiento depresivo; sin embargo, señalaba la función de “barrera” que podía generalizarse en la relación con el enfermo mismo. Es decir, respecto a los usos que se hacen de los fármacos en la práctica clínica, es el de “barrera” a la angustia del practicante el que él destacaba. De manera que el modo en cómo se medica es incluso más importante que el síntoma que se quiere modificar con el tratamiento farmacológico.
El campo de la salud mental se ha extendido tanto, que ya no se sabe dónde termina. El ideal terapéutico actual parece no tener límites y sobrepasa el campo médico. Los centros educativos, los centros de rehabilitación, las empresas (France Telecom inició un estudio tanto de la detección de los trabajadores más vulnerables al estrés, como del grado de estrés de los puestos de trabajo, para poder asegurar la salud mental de sus trabajadores, plan de riesgos psicológicos, programa de antiestrés laboral), la economía (se habla de una economía deprimida, estresada, angustiada), el ocio (equilibrado, para rebajar la ansiedad, equilibrar cuerpo y alma, ayudar a gestionar las emociones), el ejército, la Iglesia… Paradójicamente, los centros psiquiátricos, que parecería que están en el centro del campo y serían los que más deberían encarnar este ideal de salud, son los que, al estar más cercanos a lo real del síntoma, al límite de lo que puede ser reabsorbido en lo normal, lo común, son los que menos esgrimen este ideal. Contrariamente a lo que podría parecer, son los que asumen más pronto una especie de resignación terapéutica que tiende a la cronificación (no hay curación).
La salud mental: ¿Cómo conseguirla? ¿Cómo definirla? ¿La infelicidad es patológica o es condición del ser humano? ¿Podemos, hemos de terapeutizarla?
La salud mental es un asunto público, nosotros decimos de “orden público”. ¿Pero cuál es el “orden” al que nos referimos? En la actualidad, el orden es un ideal de producción, ser productivo por ser consumidor como manera de conseguir los objetos a través de los cuales conseguir una satisfacción prêt-à-porter. Promesa de felicidad que ahora se está cuestionando y que cada uno de nosotros se resiste a abandonar…
Ideales de salud mental colectivos que sabemos que chocan con lo que es inclasificable, incalculable, impredecible, irreducible y que provoca el malestar de cada uno de los humanos que no es ajeno a los ideales de cada época ni de cada uno de los individuos. Por lo tanto, no podemos pretender dar una respuesta objetivada igual para todos sino que, necesariamente, tendremos que estar atentos a cada caso particular, para así poder incluir a cada paciente en la solución de aquello que nos muestra como su problema.
Nuestra respuesta, en cada caso, nos da una responsabilidad. Es en cada caso individualizado donde hemos de asumir, solos, como no puede ser de otra manera, y en cada consulta, pero también colectivamente en espacios de reflexión, de debate y conversación. A veces me parece que los agentes de salud nos hemos dejado ganar por un discurso que nos ha atrapado en sus consecuencias, en sus efectos como ciudadanos y en nuestra propia práctica clínica; sin embargo, ahora hemos de poder volver a coger las riendas de nuestra acción clínica para no perder la orientación de nuestra función clínica y social.
Nota
(*) Trabajo presentado en el VII Congrés de Salut Mental i Atenció Primària.