Clara Bardón. Psicoanalista. Miembro de la ELP. Psiquiatra. Centro de Salud Mental Infantil y Juvenil de Nou Barris.
¿Por qué hablar de la transferencia al referirnos al TMG, tratado en el marco institucional, cuando es un concepto psicoanalítico? Puede resultar sorprendente para algunos. Pero, a pesar de que no podemos hablar de un psicoanálisis en sentido estricto, que el ámbito institucional no permitiría, el psicoanálisis aplicado a la terapéutica sí nos orienta en algunas cuestiones fundamentales en cualquier práctica asistencial que tenga que ver con la salud mental. Me voy a referir en esta ocasión a dos de ellas: el diagnóstico diferencial a partir de la estructura clínica y la oferta de la transferencia que puede hacer un analista al paciente y a la familia que consultan.
La realidad de la psiquiatría actual (sintetizada en los manuales de diagnóstico DSM o ICD) es que hay un rechazo a evaluar el diagnóstico de psicosis y grandes dificultades para reconocerla como tal hasta que no están varios de los síntomas clásicos bien instalados y expresados claramente por el paciente: el delirio, las alucinaciones, las alteraciones del pensamiento y del lenguaje, o graves trastornos del humor.
Antes del desencadenamiento de estos síntomas o de su verbalización por el paciente, la pluralidad de fenómenos que pueden observarse en la adolescencia lleva a veces al diagnóstico de estados límite, fobia social, depresión, trastornos del comportamiento, etc. Subrayo este punto de la verbalización de sus síntomas por el paciente porque un fenómeno característico en las diferentes psicosis es el de la reticencia. Reticencia del sujeto a expresar los fenómenos psicóticos que padece y que detecta perfectamente, hasta el punto de ocultarlos a la familia o a su terapeuta, porque su desconfianza del otro le hace pensar, bien que no le creerán o bien que va a ser considerado un loco.
Por otro lado, es un hecho de experiencia que la paranoia para desplegar un delirio bien construido precisa de varios años y, por ello, es poco diagnosticada en la adolescencia. Sin embargo en los antecedentes de pacientes adultos se pueden encontrar fenómenos interpretativos en la infancia o adolescencia, momentos de certeza de que alguien en particular le vigila, le persigue, le quiere hacer daño o se burla de él. Lo que se encuentra depende de lo que se escucha, de la atención que se presta a pequeños detalles que pueden orientarnos sobre la estructura clínica de la que se trata.
Hay también, en algunos ámbitos profesionales, muchas reservas a la hora de hacer un diagnóstico de psicosis o esquizofrenia en la adolescencia, como si eso fuera a ser un estigma que llevaría el sujeto el resto de su vida. Sin embargo, un diagnóstico precoz de psicosis puede hacerse antes del desencadenamiento del cuadro más grave, la experiencia clínica lo demuestra todos los días, y va a permitirnos modular de otra manera la orientación del tratamiento. No se sostiene, ni se orienta, ni se interpreta en la psicosis como en la neurosis. Tampoco se medica igual. Es más, en la psicosis se trata de no interpretar los síntomas ni los dichos del paciente pues se corre el riesgo de producir un desencadenamiento. Por tanto, ante la duda diagnóstica es incluso más prudente hacer la hipótesis (en reserva) de psicosis para maniobrar con cautela y cuidar al paciente de una posible descompensación.
He dicho en reserva, porque no debemos confundir el diagnóstico que hace el profesional clínico para orientar adecuadamente el tratamiento, en la confidencialidad del consultorio, con una etiqueta que se le colocaría en lo social al paciente para el resto de su vida. No es lo mismo.
La posición del terapeuta en la transferencia le es otorgada por el paciente, por el solo hecho de colocarse en posición de escucharle, y desde ese lugar debe maniobrar dependiendo del estilo particular de cada paciente. Pero con frecuencia, cuando la psicosis está desencadenada, el terapeuta suele ser, en algún momento, situado por aquél entre dos polos: el de la persecución y el de la erotomanía. En ambos casos se produce un obstáculo al desarrollo de la cura que puede llevar a situaciones muy complicadas o al abandono del tratamiento por el paciente.
Para el sujeto psicótico no hay una pregunta por el deseo del Otro como se da en la neurosis. Cuando para el psicótico se abre el enigma del deseo del Otro, en lugar de producirse una pregunta –por ejemplo “qué esperan mis padres de mí”, “qué quiere mi jefe”, “qué desea un hombre de una mujer”, etc. son algunas de las preguntas típicas del sujeto neurótico- en lugar de producirse una pregunta subjetiva por el deseo del Otro, en la psicosis se abre un vacío que viene a ser rellenado por una certeza delirante con relación a los fenómenos de malestar que padece. Entonces el sujeto los interpreta en términos de goce del Otro, es decir: el compañero, el jefe, el vecino, el grupo, el terapeuta, o todo el mundo, es vivido como un sujeto animado por una voluntad de goce respecto al paciente, por una voluntad de hacerle daño, burlarse, matarlo, gozar sexualmente de él. Así es interpretado el malestar que sufre, lo identifica como causado por el otro y tiene, además, la certeza de que es así. Lo mismo ocurre con las alucinaciones que padece, cuyo emisor para el sujeto es el Otro. Se siente tratado como objeto, como cosa suya, por un Otro malvado y la entrada en la relación transferencial le otorga ese lugar.
El fenómeno de la certeza no pertenece al registro de la creencia caracterizado, en general, por algo de enigmático e indeterminado. La certeza queda fuera de esta problemática que es la del saber y de la necesidad de verificación. Por eso, cuando la transferencia psicótica se asienta en una certeza delirante eso introduce una importante dificultad en la cura.
Conviene preguntarse qué se pretende obtener en la cura de un psicótico. Porque no se trata de la curación en sentido médico, ni de obtener un ideal prefijado de normalidad, sino más bien de desalojar al sujeto de su posición de objeto para el Otro del delirio que le lleva también a colocar en ese lugar al terapeuta.
Pero no siempre es así, no todo es erotomanía o persecución mortificantes. El sujeto puede hacer del terapeuta el soporte de una búsqueda de los significantes adecuados para organizar el desorden de su mundo, elaborar soluciones a su malestar y lograr estabilizar la realidad y el sentido para él.
Las maniobras del terapeuta, en la transferencia, apuntan específicamente a desplazarse de ese lugar al que tiende a llevarle el paciente, interviniendo con gran prudencia, mediante una calculada neutralidad, incluso aparente desinterés, sin oponérsele con juicios de realidad, ni tampoco responderle desde un saber. Se trata de poder crear las condiciones para que éste pueda testimoniar sobre su experiencia y elaborarla.
Hay estabilizaciones que se producen mediante una ortopedia imaginaria, el acoplamiento a una especie de doble: la madre, un hermano, un compañero, una pareja… A veces son espontáneas, pero son lábiles pues dependen de la presencia de ese soporte imaginario. Pero el tratamiento debe apuntar a una modificación de la posición subjetiva, para que el paciente pueda desplazarse de ese lugar de objeto. En este proceso no nos orienta nada preestablecido sino apoyar los recursos que pone en marcha el sujeto mismo a partir de lo que le pasa, en el marco del vínculo transferencial y que constituyen diferentes formas, según el caso, de poner barreras de contención al Otro.
No hay que olvidar que, aunque el delirio se presente como un síntoma en las diferentes psicosis, no es un fenómeno primario sino una tentativa de curación, un esfuerzo del sujeto por orientarse en lo que concierne a sus fenómenos elementales introduciéndolos en un orden y con un sentido. Estos fenómenos pueden ser risas, voces, irrupción del discurso de los otros, fenómenos en el cuerpo, distorsión espacio-temporal, extrañeza, vivencias de significación personal y, el más característico, la certeza de que eso que únicamente él percibe le concierne particularmente a él.
Los cambios que pueden producirse en el delirio sólo tienen lugar mediante una elaboración interna, nunca a partir de una crítica exterior, porque el origen de las ideas delirantes no se encuentra en los razonamientos. Tampoco se puede influir sobre el psicótico a partir de la lógica común sino que es preciso introducirse en la lógica del sujeto, de su delirio. Esto no implica ponerse a delirar con él o darle la razón consolidando sus certezas. Pero si el terapeuta se opone frontalmente a sus convicciones, lo que suele ocurrir es una pérdida de confianza en él. Tampoco se trata de confirmarlas, sino de acoger la problemática y lo que el paciente tiene que decir sobre ella, tolerando la certeza delirante, para que le sea posible hablar de ello y elaborarlo.
En este trabajo de acompañamiento del sujeto, dando una orientación a la elaboración que él mismo va produciendo, no se trata de lo que uno desea ni de creer que uno podría saber a priori lo que le conviene. Por el contrario, ayudarle a situar sus ideales, las respuestas que pueda inventar con sus propias palabras, puede permitirle producir la significación de un límite frente a lo que es vivido de forma insoportable como las pretensiones del Otro sobre su cuerpo o su vida y consolidar una organización viable.
En el trabajo con adolescentes hay que tener en cuenta a los padres o personas que cumplen una función equivalente para ellos. No es la biología lo que opera al nivel de la subjetividad sino la función que el Otro tiene para el sujeto. Hay que contar con la transferencia de los padres, trabajando con ellos, porque son los que van a sostener, o no, el vínculo del paciente en muchos momentos. Darles también un lugar, no sólo como padres de nuestro paciente sino como sujetos, para que puedan expresar, a su vez, su problemática subjetiva con relación al hijo, que puedan historizar los avatares que ha tenido la relación y puedan movilizar sus fantasmas, más o menos inconscientes. También para producir, correlativamente, un desplazamiento de la posición de los padres respecto a los síntomas del hijo y ayudarles a entender otras cosas de él.
Cada caso es distinto. Hay casos de familias muy enfermas en las que predomina el rechazo a tratarse y a ocuparse del tratamiento del hijo. Pero hay otros casos en que los padres sí están preocupados por lo que le pasa a su hijo, por la distorsión familiar que existe y se interrogan acerca de su futuro y de su función como padres. Es decir, pueden establecer, a partir de sus preguntas, una relación transferencial con el terapeuta que facilita su colaboración en el tratamiento del hijo.
La instauración de un tratamiento farmacológico que es necesaria en muchos casos, cobra un valor distinto para el adolescente y la familia, cuando se incluye en el tratamiento, en el marco de la transferencia, como algo que puede favorecer el trabajo subjetivo al apaciguar los síntomas más invasores. Por esta razón, en algunas ocasiones conviene esperar un poco a afianzar la transferencia y haber creado un clima de confianza para conseguir su aceptación. De lo contrario, si aparece como una imposición del exterior, puede ser vivido como algo que le va a “lavar el cerebro”, a “dejarlo tonto” o hacerle daño de un modo u otro. En estos casos, la continuidad en la toma de la medicación, como sabemos, queda comprometida desde el inicio.
El objetivo de la medicación, en el contexto de la transferencia, no es hacer callar la sintomatología en general. Hay síntomas que son útiles para el paciente porque son los modos que ha encontrado espontáneamente para situar su malestar y organizar su vida a partir de los fenómenos psicóticos que padece y constituyen, más bien, una respuesta a esos fenómenos que amenazan su estabilidad. Por eso, en el diagnóstico y orientación del tratamiento es importante discernir la función que cumple cada uno de sus síntomas antes de intentar tratarlos.
La oferta de la transferencia será ayudarle a construir un síntoma propio que le estabilice de la mejor manera posible, es decir, que le permita ordenar su mundo y sostenerse en él de una forma autónoma. Esto no siempre es posible y a veces se trata sólo de estabilizaciones transitorias y, sujetas a las diversas circunstancias y encuentros que se sucederán en distintos momentos de la vida del paciente. Por último, la experiencia clínica nos muestra en el trabajo cotidiano que el vínculo transferencial, en sí mismo, puede ser estabilizador en tanto proporciona un acompañamiento del paciente con un TMG, orientado en la lógica descrita más arriba, en su difícil trayecto de la edad infantil a la edad adulta.
Notas
(*) Ponència presentada en la VIII Jornada de Debat de la Fundació Nou Barris “Formes clíniques del Trastorn Mental Greu en l’adolescència”, octubre 2005.