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François Gonon Neurobiólogo. Director de Investigación Emérito del CNRS, Instituto de Enfermedades Neurodegenerativas de la Universidad de Burdeos

En estos últimos años, la psiquiatría biológica ha adquirido una gran influencia en el tratamiento de los trastornos mentales: pero, tras anuncios prometedores, el balance parece limitado y discutible. Se impone, por tanto, reexaminar la biologización de la salud mental, no sólo en lo que se refiere a los tratamientos de pacientes, sino también en lo referente a las críticas formuladas contra otros métodos psiquiátricos.

El discurso de la psiquiatría biológica afirma que todos los trastornos mentales pueden y deben ser entendidos como enfermedades del cerebro. Por ejemplo, un tumor de hipófisis puede producir los síntomas de una depresión bipolar. Los progresos de la neurobiología, de las técnicas de imagen cerebral y de la neurocirugía permiten tratar estos casos que antes parecían pertenecer al campo de la psiquiatría y que ahora muestran formar parte de la neurología. ¿Se puede deducir de esto que, en un futuro próximo, todos los trastornos psiquiátricos podrán ser descritos en términos neurológicos y luego tratados gracias a estos nuevos conocimientos?

Si esta ambición estuviera fundada, la psiquiatría biológica representaría efectivamente una ruptura epistemológica en la historia de la psiquiatría. Para que así fuese, se debería poder constatar un aporte sustancial de la neurobiología a la práctica psiquiátrica o, al menos, una perspectiva realista de un aporte de esta clase en lo que concierne a los trastornos mentales más frecuentes. La primera parte de este texto presenta las dudas que los expertos reconocidos de la psiquiatría biológica expresan en la actualidad en las más importantes revistas norteamericanas en lo que a esta ambición se refiere.

Diversos abordajes, que no son mutuamente excluyentes, permiten situar las causas de los trastornos mentales: neurobiología, psicología y sociología. Sin embargo, de acuerdo con un estudio norteamericano reciente(1), el gran público adopta cada vez más una concepción exclusivamente neurobiológica de los trastornos mentales. El periodista Ethan Watters escribió recientemente en The New York Times un largo artículo donde muestra que la psiquiatría norteamericana tiende a imponer al resto del mundo su concepción estrechamente neurobiológica de las enfermedades mentales(2). Destaca que esta difusión no se debe, sin embargo, a los éxitos de la psiquiatría norteamericana: el número de pacientes no ha disminuido en los EE.UU., muy al contrario. El discurso que privilegia la concepción neurobiológica de los trastornos mentales parece, por tanto, evolucionar independientemente de los progresos de la neurobiología.

Daniel Luchins fue por mucho tiempo la primera autoridad medica en psiquiatría clínica en el Estado de Illinois. Según él, este discurso reduccionista sólo sirve para dejar de lado las cuestiones sociales y las medidas de prevención de los trastornos mentales más frecuentes(3). Teniendo en cuenta su aportación, nos interrogaremos sobre los modos de producción de este discurso, sus consecuencias sociales y su interpretación sociológica.

 

Las preguntas de la psiquiatría biológica

De la esperanza a la duda

La clasificación de las enfermedades mentales propuesta por la American Psychiatric Association (APA) en 1980 en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-III) rompía con las clasificaciones anteriores, pretendiendo ser ateórica con el fin de mejorar la fiabilidad y la validez de los diagnósticos. Se trataba también de facilitar las investigaciones biológicas y clínicas definiendo grupos de pacientes homogéneos. El objetivo era hacer entrar la psiquiatría en el campo de la medicina científica elaborando una neuropatología que vinculara causalmente disfuncionamientos neurobiológicos con trastornos mentales. En aquel entonces esta esperanza podía parecer razonable: las neurociencias ya habían obtenido resultados en neurología (por ejemplo, el tratamiento de la enfermedad de Parkinson), y el descubrimiento de medicamentos psicótropos eficaces, de resultas de observaciones clínicas fortuitas, demostraba que era posible actuar sobre el funcionamiento cerebral mediante la química apropiada.

Treinta años más tarde, la esperanza deja paso a la duda. En un artículo publicado el 12 de febrero de 2010 por la muy célebre revista, Science, dos redactores escriben: “Cuando la primera conferencia de preparación del DSM-5 tuvo lugar en 1999, los participantes estaban convencidos de que pronto sería posible basar el diagnóstico de numerosos trastornos mentales en indicadores biológicos tales como test genéticos u observaciones mediante imagen cerebral. Ahora que la redacción del DSM-5 está en curso, los responsables de la APA reconocen que no hay ningún indicador biológico suficientemente fiable como para merecer ser incluido en esta nueva versión”(4). Varios artículos publicados recientemente en las más importantes revistas científicas norteamericanas han desarrollado esta misma constatación. Todavía más radicalmente, en un artículo del 19 de marzo de 2010, la revista Science da a conocer una nueva iniciativa del National Institute of Mental Health (Nimh), principal organismo norteamericano de investigación en psiquiatría biológica(5). El Nimh propone financiar investigaciones al margen del DSM con el fin de “cambiar el modo en que los investigadores estudian los trastornos mentales”, porque, según Steven Hyman, antiguo director del Nimh, “la clasificación de estos trastornos de acuerdo con el DSM ha dificultado la investigación”.

Los avances en materia de medicamentos psicótropos han sido igualmente decepcionantes. En el número de octubre de 2010 de la revista Nature Neuroscience, Steven Hyman y Eric Nestler, otro gran nombre de la psiquiatría norteamericana, escriben: “Las dianas moleculares de las principales clases de medicamentos psicótropos actualmente disponibles han sido definidas a partir de medicamentos descubiertos en los años 1960 como resultado de observaciones clínicas”(6). La constatación actual es, por tanto, clara: las investigaciones en neurociencias no han conducido ni a la puesta a punto de indicadores biológicos para el diagnóstico de las enfermedades psiquiátricas ni a nuevas clases de medicamentos psicótropos.

 

Las incertidumbres de la genética

En un editorial publicado del 12 de octubre de 1990 en la revista Science, se podía leer: “La esquizofrenia y las otras enfermedades psiquiátricas tienen probablemente un origen poligenético. La secuenciación del genoma humano será un útil esencial para comprender estas enfermedades”. Sin embargo, aunque esta secuenciación se completó más deprisa de lo previsto, el análisis del genoma entero de más de setecientos cincuenta esquizofrénicos no ha bastado para descubrir anomalías genéticas(7). No se encontró el gen defectuoso que, sin embargo, se había identificado previamente en una familia escocesa. En cuanto a los trastornos más frecuentes, como el TDAH, los estudios iniciales en los años 1990 habían aportado resultados muy prometedores, pero que no han sido confirmados. Actualmente, el desarrollo rápido de las tecnologías genéticas, enrolando a miles de pacientes, conducen a la constatación inversa: los efectos genéticos parecen cada vez más débiles. Como dice Sonuga-Barke, uno de los líderes de la paidopsiquiatria inglesa, “incluso los defensores más encarnizados de una visión genética determinista revisan sus concepciones y aceptan un papel central del entorno en el desarrollo de los trastornos mentales”(8).

En suma, la genética no ha identificado más que algunas anomalías genéticas cuyas alteraciones solo explican un porcentaje muy reducido de casos y únicamente referidos a los trastornos psiquiátricos más severos: autismo, esquizofrenia, retraso mental y trastorno bipolar de tipo I (o sea, con episodio maniaco que requiere hospitalización). De hecho, el porcentaje de casos explicados por anomalías genéticas más elevado se halla en el autismo y no supera un 5%. Aparte de estos casos infrecuentes de vínculo causal, la genética solo ha identificado factores de riesgo que siempre son débiles. El alcance de estas observaciones, tanto desde el punto de vista del diagnóstico como de la investigación de nuevos tratamientos es, por tanto, limitado(9).

Algunos de esos estudios genéticos recientes han sido publicados en revistas científicas de mucho renombre. Los medios de comunicación los han presentado como descubrimientos de primer orden. Resulta curioso entonces constatar que estos famosos estudios se basan a menudo en otros más antiguos, que demuestran que el trastorno psiquiátrico en cuestión es altamente “heredable”. Es evidente desde hace mucho tiempo que los trastornos psiquiátricos son más frecuentes en algunas familias. Los estudios que comparan verdaderos y falsos gemelos permiten medir la heredabilidad de un trastorno. De acuerdo con la mayoría de estos estudios, la heredabilidad parece a menudo bastante fuerte en psiquiatría: del 35% en el caso de la depresión unipolar, hasta el 70-90% en el caso del autismo y la esquizofrenia(10). Sin embargo, una heredabilidad elevada no implica necesariamente una causa genética. En efecto, los estudios de heredabilidad no pueden distinguir entre puros efectos de genes e interacciones entre genes y entorno, lo cual explica que numerosas enfermedades microbianas como la tuberculosis representen igualmente una heredabilidad del 70 al 80 %(11).

 

Para una jerarquización de los trastornos  mentales

Las enfermedades muy invalidantes (autismo, esquizofrenia, retraso mental) no afectan cada una de ellas a más del 1% de la población, sin grandes diferencias entre culturas distintas(12). Su heredabilidad es importante y los defectos genéticos explican ya algunos casos, mientras que las mutaciones ex novo desempeñan algún papel, ya que su prevalencia aumenta con la edad del padre. Es pues probable que la contribución de defectos genéticos a su etiología sea sustancial. A la inversa, la prevalencia de los trastornos más frecuente varía en función de las culturas. Por ejemplo, los trastornos del humor parecen de dos a tres veces más frecuentes en Francia y en los EE.UU. que en Italia o Japón(13). Los factores ambientales influyen fuertemente en la aparición de estos trastornos. Por ejemplo, la depresión y los trastornos ansiosos son más frecuentes en familias de bajos ingresos. Los genes no contribuyen a su etiología, eventualmente, más que en interacción con el ambiente(14).

Estas consideraciones condujeron a Rudolph Uher a distinguir entre enfermedades muy invalidantes, poco frecuentes y de fuerte componente genética probable, por un lado, y, por otro, trastornos genéticos con fuerte componente ambiental(15). En este segundo grupo (por ejemplo, depresión y ansiedad) la mayoría de pacientes padecen diversos trastornos. Es pues muy difícil establecer grupos de pacientes homogéneos, lo cual complica la investigación de disfuncionamientos neurobiológicos asociados a un trastorno específico. Además, es evidente que un estado crónicamente hiperactivo, depresivo o ansioso afecta a numerosas redes neuronales, por no decir a todo el cerebro. En el estado actual de los conocimientos, por tanto, parece ilusorio esperar descubrir una diana molecular específicamente responsable de los trastornos frecuentes.

En el caso de las enfermedades psiquiátricas severas, los medicamentos psicótropos descubiertos en los años 1950 y 1960 representaron un progreso fundamental. Por otro lado, los tratamientos medicamentosos son poco eficaces a largo plazo para los trastornos frecuentes. Por ejemplo, los psicoestimulantes son eficaces a corto plazo para aliviar los síntomas de la hiperactividad (TDAH), pero no protegen contra los riesgos aumentados de toxicomanía y fracaso escolar, que son más elevados (de dos a cuatro veces) en los niños que sufren de TDAH(16). Además, tras un tratamiento con antidepresivos, la tasa de recaída es del 70%(17), y la diferencia respecto a un tratamiento placebo solo es débilmente significativa en las depresiones más severas(18). Por el contario, las psicoterapias son consideradas eficaces en los EE.UU.(19), incluidas las relacionadas con el psicoanálisis(20).

 

Los progresos de la epigenética

La acción de los genes sobre la actividad celular no depende solo de la secuencia de ADN. El ADN programa la síntesis de las proteínas, pero la intensidad de esta transcripción de la información genética es influida por numerosos factores ambientales. La epigenética consiste en estudiar las alteraciones de actividad de los genes que no se deben a variaciones de la secuencia de ADN. Busca los mecanismos moleculares que explican que un factor ambiental, por ejemplo, un maltrato severo durante la infancia, pueda acarrear modificaciones de la actividad genética profundas, duraderas y a veces transmisibles a la siguiente generación. En el dominio de las neurociencias, los estudios de epigenética están en auge: el número de artículos se ha multiplicado por diez entre 2000 y 2010. Sin embargo, los estudios de Víctor Denenberg habían mostrado ya en 1963 que el comportamiento de ratas adultas podía ser influido por las experiencias vividas por su madre durante los primeros días(21). Trabajos más recientes han confirmado que la calidad de los cuidados de la madre a sus cachorros influye en su comportamiento en la edad adulta y mostraron que diversos parámetros neurobiológicos, como la respuesta hormonal al estrés, quedan afectados de forma duradera(22). Los efectos del entorno precoz se ejercen tanto negativamente como positivamente: cuidados maternales de mejor calidad o bien situaciones de estrés moderadas durante los primeros días favorecen en el animal adulto la sociabilidad y la resiliencia al estrés(23). Los mecanismos moleculares correlacionados con estas modificaciones epigenéticas, como la metilación de los genes, empiezan a ser descritos en el animal, pero también en el hombre. Por ejemplo, el examen del gen que codifica el promotor de un receptor de las hormonas glucocorticoides, en un grupo de hombres muertos por suicidio, mostró una metilación incrementada de dicho gen y un descenso de su actividad en aquéllos que habían sido severamente maltratados durante su infancia(24).

En un artículo de síntesis firmado por Eric Nestler, Thomas Insel (actual director del Nimh) y otros grandes nombres de la psiquiatría norteamericana, los autores destacan que los estudios epigenéticos empiezan a revelar las bases biológicas de lo que era conocido desde hace tiempo por los clínicos: las experiencias precoces condicionan la salud mental de los adultos(25). Tras tres decenios decepcionantes en la búsqueda de las causas genéticas de los trastornos psiquiátricos, este nuevo eje de investigación de la psiquiatría biológica tiene el mérito de volver a poner en primer plano los factores de riesgo ambientales de los periodos pre y postnatales. De este modo, los estudios epidemiológicos, que evidenciaron factores de riesgo sociales y económicos, recuperan su crédito, así como las acciones preventivas dirigidas a los niños pequeños y sus padres. Un artículo notable, publicado en septiembre de 2010 en la prestigiosa revista Nature Reviews Neuroscience, comenta el vínculo entre pobreza y salud mental a partir de una gran diversidad de estudios (sociología, economía, psicología, psiquiatría y neurobiología). Los autores concluyen: “En consecuencia, debería darse prioridad a las políticas y programas que reducen el estrés parental, aumentan el bienestar emocional de los padres y les aseguran los recursos materiales suficientes”(26).

Para Nestler, Insel y sus coautores, las nuevas tecnologías permitirán “sin duda en un futuro próximo identificar nuevos grupos de genes y mecanismos epigenéticos implicados en el desarrollo de las enfermedades psiquiátricas”, lo cual conducirá al descubrimiento de “nuevas dianas terapéuticas”(27). Este optimismo es moderado por Greg Miller, redactor de la revista Science(28). En primer lugar, el camino que va de la observación de correlaciones puntuales al desciframiento de cadenas causales será sin duda muy largo, ya que las metilaciones y otras alteraciones de la expresión genética se producen simultáneamente en numerosos genes. En segundo lugar, lo que puede ser observado en el animal en situación experimentalmente controlada no será tan fácilmente observable en el hombre en condiciones naturales. Miller señala que diversos grupos han invertido muchos esfuerzos y dinero en investigaciones con sujetos humanos sin alcanzar un resultado positivo. Acaba su artículo citando la exasperación de Darlene Francis, una de las pioneras de la epigenética, “frente a quienes, a partir de algunas observaciones en el animal, deducen que la metilación [de los genes] sería ahora la causa y la solución para un montón de problemas existenciales”(29).

 

Las promesas de la psiquiatría biológica: tentativa de evaluación

En el número de 16 de octubre de 2008 de la revista Nature, Steven Hyman titulaba su artículo: “Un destello de esperanza para los trastornos neuropsiquiátricos”(30). El artículo empieza por las constataciones que ya hemos presentado más arriba: “Ninguna nueva diana farmacológica, ningún mecanismo terapéutico nuevo, han sido descubiertos desde hace cuarenta años”. Steven Hyman ve, sin embargo, un destello de esperanza en la identificación de algunas identificaciones génicas que explican ciertos casos raros de trastornos bipolares y de esquizofrenia y, menos raros, de autismo (5% de los casos). Reconoce que hay un largo camino por delante antes de los primeros resultados y la implementación de las primeras posibles terapéuticas. Podemos estar de acuerdo cuando dice esperar progresos significativos en lo que concierne a la neuropatología de algunos casos de autismo, esquizofrenia y retraso mental. Pero su optimismo me parece exagerado cuando lo extiende al conjunto de los trastornos psiquiátricos.

Para dar una idea de las dificultades, puede ser interesante considerar el progreso de las investigaciones sobre el dolor físico. Las virtudes antálgicas de los opiáceos son conocidas desde la Antigüedad. Sin embargo, los dolores crónicos plantean problemas considerables, mal resueltos por los medicamentos opiáceos. El descubrimiento, en 1975, de las redes de neuronas relacionadas con los opiáceos endógenos había despertado inmensas esperanzas y algunos autores predijeron en aquel entonces el rápido desarrollo de nuevos medicamentos más eficaces(31). Por desgracia, de momento no ha ocurrido nada parecido, y los investigadores recién empiezan a comprender por qué: la percepción dolorosa resultaría de la actividad de al menos dos sistemas neuronales antagónicos. La estimulación de los receptores de los opiáceos endógenos por los medicamentos antálgicos alivia a corto plazo el dolor, pero desregula el sistema pro-álgico, en el que intervienen otros péptidos todavía mal conocidos(32). Es evidente que numerosos circuitos neuronales están simultáneamente implicados en los trastornos mentales, incluso en los más corrientes. Por ejemplo, el TDAH no se reduce, contrariamente a lo que se suele decir, a un déficit de dopamina: en este trastorno parecen estar implicadas muchas redes corticales y subcorticales(33). Si treinta y cinco años de intensas investigaciones no han permitido a la neurobiología del dolor conducir a nuevos tratamientos, se entiende el largo camino a recorrer en lo que se refiere a los trastornos mentales más corrientes, que son sin duda los más complejos.

Otro modo de evaluar la credibilidad de las promesas de la psiquiatría biológica consiste en compararlas con las que se han llevado a cabo en el domino del cáncer. Cuando el presidente Kennedy lanzó en 1961 el proyecto Apolo de conquista de la Luna, el desafío tecnológico era considerable. Sin embargo, ocho años y doscientos cincuenta mil millones de dólares bastaron para conseguirlo. Siguiendo este ejemplo, Nixon lanzó en 1971 la cruzada contra el cáncer, con la ambición de vencer esta plaga en un decenio. Cuarenta años más tarde y a pesar de mil millones de dólares en gastos de investigación solo en los EE.UU., los progresos han sido más lentos de lo previsto(34). Se han producido avances únicamente en algunos cánceres (por ejemplo, leucemia en el niño). En términos de población, la disminución de la mortalidad ha resultado sobre todo de la prevención (como la lucha contra el tabaquismo) y el diagnóstico precoz. La biología de los cánceres ha evidenciado ser mucho más compleja y multifactorial, y nadie puede decir cuándo la investigación conducirá a innovaciones terapéuticas radicales.

La complejidad del cerebro humano es tal, que los desafíos a los que se enfrenta la psiquiatría biológica supera muy probablemente los que supone la biología de los cánceres. Las dificultades identificadas por Steven Hyman se relacionan con la ausencia de marcadores biológicos, la debilidad de los modelos animales y la complejidad de la genética de las enfermedades mentales(35). Por el momento, la mayoría de las investigaciones han intentado vincular causalmente pares de observaciones, por ejemplo, un gen y una patología. Según John Sadler, este modo de proceder de la genética molecular tiene pocas posibilidades de conducir al descubrimiento de nuevos tratamientos(36). Como ocurre en la investigación sobre el cáncer, se impone un cambio de paradigma. Será preciso desarrollar nuevos conceptos y útiles de cálculo potentes para dar cuenta de la complejidad y del carácter multifactorial de las enfermedades mentales.

 

El discurso de la psiquiatría biológica y sus consecuencias

Mientras que todos los líderes de la psiquiatría biológica reconocen que la investigación neurobiológica ha aportado poco, por el momento, a la práctica psiquiátrica, la mayoría de ellos siguen prediciendo progresos importantes en un futuro cercano. Esta retórica de la promesa empieza a recibir críticas. Un artículo publicado el 18 de febrero de 2011 en la revista Science habla de “burbuja genómica” y critica la inflación de promesas irrealistas en la literatura científica en lo relativo a determinantes genéticos de las enfermedades(37). La retórica de la promesa en psiquiatría biológica plantea tres preguntas: ¿cómo se ha producido este discurso abusivo, cómo se explica el impacto que tiene sobre el público y cuáles son sus consecuencias sociales?

La deformación de las conclusiones en la literatura científica

Los investigadores constatan que a menudo hay una distancia considerable entre las observaciones neurobiológicas y las conclusiones abusivas extraídas por los medios de comunicación. Entonces se indignan ante la falta de profesionalismo de los periodistas. Sin embargo, un examen atento muestra que los neurobiólogos contribuyen a esta deformación del mensaje, ya que en primer lugar se encuentra numerosos artículos científicos. Hemos distinguido tres tipos de deformaciones que hemos estudiado en el marco de un análisis de la literatura relativa a la neurobiología de la hiperactividad (TDAH)(38). El primer tipo, felizmente infrecuente, consiste en incoherencias flagrantes entre resultados y conclusiones.

En el segundo tipo de deformación, una conclusión fuerte se afirma en el resumen del artículo, pero omitiendo mencionar igualmente los datos que relativizan el alcance de la conclusión. Para ilustrar esta deformación, hemos analizado el conjunto de los resúmenes que mencionan una asociación significativa entre el TDAH y los alelos del gen que codifica el receptor D4 de la dopamina. Según los metaanálisis recientes, esta asociación es estadísticamente significativa, pero le asigna un riesgo débil: un 23% de los niños que sufren de TDAH son portadores del alelo 7-R, pero también lo son el 17% de los niños que están bien de salud. De entre los resúmenes que afirman una asociación fuerte, el 80% omiten mencionar que el riesgo que esto supone es débil. Por lo tanto, no debe producir sorpresa que, en ciertos textos escritos para el público general, el gen del receptor D4 sea presentado como un marcador biológico del TDAH(39).

El tercer tipo de deformación consiste en afirmar abusivamente que los resultados de estudios preclínicos abren nuevas pistas terapéuticas. Para cuantificar este sesgo, hemos analizado el conjunto de estudios realizados en ratones en relación con el TDAH(40). Hemos considerado que las perspectivas terapéuticas se afirmaban abusivamente cuando el vínculo entre estos ratones y el TDAH se basaba tan solo en similitudes de comportamientos. En efecto, el TDAH es un trastorno complejo, muy a menudo asociado a otros trastornos (por ejemplo, ansiedad, depresión) y el comportamiento observado en el ratón no puede captar su complejidad. Nuestro análisis muestra que en un 23% de artículos se afirmaban abusivamente perspectivas terapéuticas. Además, la frecuencia de estas afirmaciones abusivas aumenta con el renombre de la publicación. Al ser los artículos publicados en las revistas más prestigiosas los más citados por los media, estas perspectivas terapéuticas abusivas alimentan esperanzas ilusorias en el gran público.

El sesgo de la publicación

Un sesgo muy frecuente en los artículos científicos consiste en citar preferentemente los estudios que están de acuerdo con las tesis de los autores. Este sesgo ha sido estudiado recientemente en un caso particular: la relación entre la proteína ß amiloide muscular y la enfermedad de Alzheimer. Greenberg analizó la red de citaciones relacionadas con el tema(41). Según su análisis, “la distorsión de las citaciones es tan considerable que genera dogmas infundados”.

Por otra parte, desde hace mucho tiempo se sabe que los resultados positivos se publican mucho más a menudo que los resultados negativos. Este sesgo es particularmente flagrante en el caso de los ensayos clínicos de los medicamentos como, por ejemplo, los antidepresivos(42), pero concierne a todos los dominios de la biología. En efecto, cuando varios equipos que compiten entre ellos se interesan en el mismo tema, el primero que encuentra una relación estadísticamente significativa entre dos acontecimientos se esforzará por publicar lo antes posible, mientras que los que no han observado una relación significativa solo lo harán en respuesta a la primera publicación(43). Por ejemplo, el primer estudio sobre la relación entre el TDAH y la tasa de expresión de la proteína que transporta la dopamina se publicó en 1999 en The Lancet y mostró un aumento del 70% de esta tasa en los pacientes(44). Los estudios ulteriores han comunicado efectos más débiles y luego nulos(45). Un estudio longitudinal de varias decenas de metaanálisis reveló que se trata de un fenómeno generalizado: el primer estudio informa muy a menudo de un resultado más espectacular que los estudios ulteriores(46). Desde el punto de vista científico, no tiene nada de chocante constatar que la mayoría de las relaciones supuestas entre dos observaciones no se confirman(47). El problema surge con la mediatización: como los estudios iniciales son publicados más a menudo en revistas prestigiosas (48), adquieren mayor difusión en los medios de comunicación que los estudios posteriores. Así, el público, médicos incluidos, oye hablar de estos descubrimientos iniciales espectaculares, pero no de que a menudo son ulteriormente invalidados.

Un vocabulario que se presta a confusión

El vocabulario utilizado en los artículos científicos produce por sí mismo interpretaciones erróneas. Por ejemplo, en el diario Le Monde del 2 de octubre de 2010, se podía leer un artículo titulado: “La genética implicada en la hiperactividad”. Este artículo se hacía eco de un estudio publicado el 30 de septiembre de 2010 en The Lancet, que observaba una mayor frecuencia de deleciones y duplicaciones en los cromosomas de los niños que sufren TDAH(49). Los autores habían observado estas anomalías en un 12% de los niños afectados y en un 7% de niños sanos. Como nada prueba que estas deleciones y duplicaciones hayan causado el TDAH en los niños que eran portadores de ellas, se trataba, por lo tanto, de una pura correlación. El término “implicado” utilizado por el diario Le Monde es la traducción de uno de esos términos imprecisos tan a menudo utilizados en la literatura científica, como involved, play a role o take part. Ninguna de estas expresiones afirma abiertamente un vínculo causal, sino que sugieren la posibilidad de que exista, mientras que los hechos observados no son, lo más a menudo, más que correlaciones. Estas imprecisiones de vocabulario afectan a la comprensión por parte del público general, mal formado para distinguir una posibilidad de la prueba científica de un vínculo causal.

 

Las consecuencias sociales de
la distorsión del discurso

Un estudio en la población general mostró que entre 1996 y 2006, el porcentaje de norteamericanos convencidos de que los trastornos mentales como la depresión o el alcoholismo son enfermedades del cerebro de origen genético pasó del 54% al 67%(50). Las autoridades de salud pública lo celebraron, porque se suponía que esta concepción neurobiológica reduciría la estigmatización de los pacientes. Los estudios sobre el terreno en los EE.UU. muestran que lo que sucede es lo contrario: las personas que comparten esta opinión tiene una mayor reacción de rechazo contra los enfermos y son más pesimistas en cuanto a sus posibilidades de curación(51).

Aunque las investigaciones más recientes en neurociencias permiten entrever el modo en que los factores ambientales modifican la neurobiología, el público en general parece interpretar “una base neurobiológica” de un trastorno mental como excluyente de causas psicológicas o sociales. En consecuencia, el hecho de enfatizar causas neurobiológicas supuestas de estas enfermedades conduce a minimizar sus determinantes ambientales y a ignorar las medidas de prevención correspondientes. Por ejemplo, si el TDAH es considerado una enfermedad debida a un déficit en la dopamina de origen principalmente genético, no hay acción preventiva posible. Pero resulta que hay muchos factores ambientales que son factores de riesgo para el TDAH: nacimiento prematuro, madre adolescente, pobreza, nivel educativo bajo de los padres(52). Cuanta más desigualdad hay en una sociedad, más aumentan estos factores de riesgo. Así, la prevención del TDAH resulta, al menos en parte, de decisiones políticas.

 

La psiquiatría biológica en el contexto norteamericano

El discurso reduccionista de la psiquiatría biológica no es patrimonio exclusivo de la sociedad norteamericana, pero es allí donde encuentra su más amplia expresión. Para aprehender las fuerzas subyacentes de este discurso, puede resultar útil situarlo en su contexto. La OMS estudió en 2003 la prevalencia de los trastornos mentales en distintos países, gracias a un estudio de la población general mediante un cuestionario estandarizado. Los resultados se publicaron en la famosa publicación y revelan una prevalencia más elevada en los EE.UU. que en los países europeos(53). Esta diferencia es particularmente clara si se consideran los trastornos severos, que previsiblemente han sido mejor identificados por los autores del estudio. Su prevalencia era de un 7,7% en los EE.UU., de un 2,7% en Francia y de un 1,6% de media en seis países europeos (Bélgica, Francia, Alemania, Italia, Holanda, España). Dos tipos de causas podrían contribuir a esta importante diferencia. En primer lugar, la salud mental de los norteamericanos podría ser en verdad peor que la de los europeos. En segundo lugar, factores sociales y culturales podrían favorecer que en los EE.UU. los problemas psíquicos sean abordados en mayor medida desde un punto de vista médico.

La salud mental de los norteamericanos,
¿es realmente peor que la de los europeos?

Para responder a esta pregunta, habría que llevar a cabo estudios de otros índices relativos a la salud mental y relacionarlos entre ellos, lo cual no se ha hecho. Un índice que merece ser mencionado es el de la tasa de encarcelamientos: en 2008 era de un 7,6/1.000 de habitantes en los EE.UU. y de un 0,96/1.000 en Francia, con un 1,07/1.000 en la media de los seis países europeos mencionados. Y hay que tener en cuenta que el porcentaje de personas encarceladas que padecen trastornos psiquiátricos es muy elevado. Según James Gilligan, profesor de psiquiatría en Harvard que ha trabajado durante veinticinco años en las cárceles de los EE.UU., el aumento de la tasa de encarcelamientos en ese país refleja principalmente la disminución de oferta pública de cuidados psiquiátricos para los más desfavorecidos(54).

Otro planteamiento consistiría en considerar las causas de los trastornos mentales. Tampoco en este caso parece haber estudios que comparen Europa con los EE.UU. Las reflexiones siguientes no deben ser pues consideradas más que como pistas provisionales. En primer lugar, los niños prematuros tienen una mayor probabilidad de desarrollar trastornos mentales. Y la tasa de nacimientos prematuros es más elevado en los EE. UU (12,7%) que en Europa (de 5 a 9%)(55). En segundo lugar, según estudios norteamericanos, los niños nacidos de madres adolescentes presentan un riesgo mucho más elevado de trastornos mentales(56). Y en 2007, la tasa de nacimientos de madres adolescentes era de un 45/1.000 en los EE.UU., de un 10,5/1.000 en Francia y de un 9,2/1.000 en los seis países europeos mencionados. La diferencia entre los EE.UU. y la Europa continental es todavía más flagrante (factor 10) si se tiene en cuenta solo a madres muy jóvenes (15 a 17 años). Tanto en los EE.UU. como en Francia, las madres adolescentes acumulan hándicaps: pobreza, soledad, nivel de educación bajo(57). Por lo tanto, es muy difícil saber si el riesgo elevado de trastornos mentales en sus hijos se debe intrínsecamente a su inmadurez o a su nivel socioeconómico. En tercer lugar, finalmente, en los países ricos la pobreza incrementa el riesgo de trastornos mentales(58).

El epidemiólogo Richad Wilkinson ha mostrado que existe una correlación positiva entre la amplitud de las diferencias de ingresos y las diferencias en la esperanza de vida entre los más ricos y los más pobres, al igual que en la tasa de homicidios(59). Esta relación es particularmente significativa cuando se comparan entre sí los distintos estados norteamericanos. Basándose en numerosos ejemplos, Wilkinson sostiene la idea de que en los países ricos las desigualdades demasiado fuertes producen, en quienes viven en la parte inferior de la escala social, un fuerte sentimiento de inseguridad y humillación. Esta situación de estrés crónico comporta trastornos mentales (ansiedad, depresión, paranoia) y sus consecuencias somáticas (enfermedades cardiovasculares, etc.), lo cual explica el vínculo entre pobreza relativa y menor esperanza de vida(60). Por las mismas razones, James Gilligan, cuando era consejero del presidente Clinton, recomendó la disminución de las diferencias de ingresos como primera medida de lucha contra la violencia(61). En total, como las desigualdades sociales son más marcadas en los EE.UU. que en los países de Europa continental(62), podrían contribuir a la diferencia de prevalencia de los trastornos mentales.

 

El sufrimiento psíquico,
¿está más medicalizado en los EE.UU.?

Varios autores norteamericanos han denunciado la influencia de la industria farmacéutica en la medicalización excesiva del sufrimiento psíquico(63). Por ejemplo, la revista PLOS Medicine consagró su número de abril de 2006 a la “fabricación” de las enfermedades y, de entre los cinco ejemplos presentados, cinco estaban relacionados con algún tratamiento con medicamentos psicótropos. Por otra parte, la intensidad de la medicalización depende también de las reglas sociales: en los EE.UU. el diagnóstico otorga derechos. Por ejemplo, si un niño norteamericano tiene dificultades escolares, puede acceder a una asistencia personalizada, con la condición de que haya sido diagnosticado de un trastorno que supone un hándicap, como el TDAH.

Se puede entonces formular una hipótesis: la intensidad de la medicalización de los trastornos psíquicos podría depender también del tipo de democracia. La igualdad de los ciudadanos es inherente a la democracia y François Dubet distingue dos concepciones de la igualdad. Los países anglosajones la conciben como igualdad de oportunidades en el nacimiento, mientras que los países de Europa continental la consideran más bien como una igualdad de acceso a los lugares donde la diferencia de las condiciones socioeconómicas es reducida por la redistribución(64). Como el acceso de los niños desfavorecidos a las clases superiores de la sociedad es todavía más improbable en los EE.UU. que en Europa(65), el ideal norteamericano choca con una realidad cada vez más insostenible. En este contexto, la psiquiatría biológica sería utilizada con el fin de demostrar que el fracaso social resulta de un hándicap neurobiológico.

Para sostener mi hipótesis, de acuerdo con la cual se trata de un punto de vista más anglosajón que europeo, he examinado la literatura científica relacionada con las dos teorías que desde hace mucho tiempo se enfrentan para explicar la mayor prevalencia de trastornos mentales en las familias de nivel socioeconómico bajo. O bien las condiciones sociales generan los trastornos (social causation) o bien el individuo que sufre de un hándicap mental tiene menos éxito en la competición social y trasmite este hándicap a sus hijos (social selection). Resulta chocante constatar que de entre los 195 artículos(66) que se refieren a estas últimas teorías desde 1967, 101 han sido producidos por equipos norteamericanos. La contribución de los otros países anglosajones (39 artículos) supera a la de los países de Europa continental. Hay que señalar que estas investigaciones han ido precisando progresivamente los campos respectivos de validez de estas dos teorías. La segunda (selección social) se aplicaría a las enfermedades psiquiátricas más severas (esquizofrenia), mientras que la primera (causación social) explicaría los trastornos frecuentes(67).

 

La psiquiatría biológica frente a los desafíos de la sociedad norteamericana

En su editorial de enero de 2004, Julio Licinio, redactor en jefe de la importante revista Molecular Psychiatry, se inquietaba ante el contraste entre una investigación en neurociencias en plena expansión y la degradación de la oferta de cuidados en salud mental en los EE.UU.(68). En clínicas equipadas con las técnicas más sofisticadas, el número de camas y la duración de la admisión de los pacientes no dejan de disminuir, mientras que “el sistema penal [norteamericano] es ahora la primera fuente de cuidados psiquiátricos”(69). En particular, “la disminución del tiempo de hospitalización impide la evaluación de los efectos terapéuticos de los medicamentos psicótropos”, lo cual es tan dañino para “la calidad de los cuidados y la formación de los estudiantes en psiquiatría”(70) como para la investigación clínica.

Como dice François Dubet, “las desigualdades hacen daño” y la política norteamericana de salud mental no hace nada para remediarlas. Por el contrario, parece estar cargada de amenazas a largo plazo para los más desfavorecidos. En efecto, varios autores se han inquietado ante el aumento rápido de la prescripción de antipsicóticos en niños en los EE.UU.(71). En 1993 afectaba al 0,27% de los niños y en 2003 al 1,44%. Pero esta tasa de prescripciones está repartida de un modo muy desigual: en 2004 era inferior al 0,90% en niños cuyas familias tenían medios para pagarse un seguro privado y aumentaba hasta un 4,2% en aquellos cuyas familias, menos afortunadas, estaban aseguradas por Medicaid(72). En Francia, esta tasa era en 2004 del 0,33%(73). 

Los antipsicóticos son una clase de medicamentos destinados a los esquizofrénicos. Presentan numerosos e importantes efectos secundarios, en particular en el niño: aumento de peso, diabetes, problemas motores de tipo parkingsoniano, somnolencia(74). Sus efectos a largo término sobre el desarrollo psíquico e intelectual del niño son mal conocidos, también porque su prescripción en pediatría solo ha sido aprobada por la autoridad reguladora norteamericana (FDA) para unas pocas indicaciones (esquizofrenia precoz, manía, irritabilidad asociada al autismo). Sin embargo, tres cuartas partes de las prescripciones de antipsicóticos a niños norteamericanos no están relacionadas con estos diagnósticos infrecuentes(75). ¿Qué futuro les espera? ¿Conseguirán asumirse como adultos autónomos o corren el riesgo de ser dejados de lado, como víctimas de este sistema?

Treinta años después de la llegada de Ronald Reagan a la presidencia, las desigualdades sociales han aumentado mucho en los EE.UU.(76) y la tasa de encarcelamientos se ha multiplicado por más de cinco. Al mismo tiempo, la oferta pública de cuidados en salud mental y, en términos generales, todas las ayudas sociales públicas, se han reducido. Estos factores han contribuido probablemente a aumentar la prevalencia de los trastornos psiquiátricos en los EE.UU., en particular entre los más desfavorecidos. Por otra parte, a pesar de unos presupuestos expansivos, en particular durante el “decenio del cerebro” en los años 1990, las investigaciones en psiquiatría biológica han tenido pocos beneficios para la práctica clínica. Considerada en conjunto, esta política global sobre los cuidados y la investigación en salud mental parece ser, por lo tanto, más bien ineficaz y su persistencia a lo largo de tres decenios sugiere que está menos guiada por los hechos que por la defensa implícita del ideal anglosajón que privilegia la igualdad de oportunidades.

Las causas de los trastornos mentales pueden considerarse desde diversos puntos de vista que no son mutuamente excluyentes y cada uno de los cuales tiene su pertinencia: neurobiológico, psicológico y sociológico. Toda enfermedad, incluso la más somática, afecta al paciente de un modo único. A fortiori, el sufrimiento psíquico solo puede encontrar su sentido y su superación en la historia singular de la persona. Como decía el neurobiólogo Marc Jeannerod: “la paradoja es que la identidad personal, aunque se encuentra claramente en el dominio de la física y la biología, pertenece a una categoría de hechos que escapan a la prescripción objetiva y por lo tanto parecen quedar excluidos de un abordaje científico. No es cierto que sea imposible comprender cómo el sentido se enraíza en lo biológico. Pero el hecho de saber que tiene allí sus raíces no garantiza que se pueda acceder a él”(77).

Los promotores de una neurobiología reduccionista afirman la superioridad de su planteamiento porque sería más científico. Por mi parte, me opongo a esta pretensión, porque la sociología y la psicología, aunque sean menos objetivas, no son menos racionales. En cuanto a su pertinencia en lo que se refiere a las enfermedades mentales y el sufrimiento psíquico, la comparación con la neurobiología no se decanta por el momento en favor de esta última. Asumo, por lo tanto, en lo que se refiere a la psiquiatría biológica, las mismas recomendaciones de quienes denuncian la “burbuja genómica”(78). En primer lugar, la financiación de la investigación debe respetar un equilibrio entre ciencias biológicas y ciencias humanas. En segundo lugar, los investigadores son tan responsables como los periodistas y deben respetar una ética de la comunicación científica. Más allá de esta conclusión, me parece que estas reflexiones podrían alimentar dos debates más políticos.

 

Salud mental y modelo democrático

Para realizar el ideal de igualdad de los ciudadanos, las democracias pueden favorecer, ya sea la igualdad de oportunidades, ya sea la igualdad de lugares. Como ha mostrado François Dubet, cada opción tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Sin embargo, para que esta elección pueda ser asumida con conocimiento de causa, es importante conocer sus costes a largo plazo. Me parece que la opción “igualdad de oportunidades” es más patógena desde el punto de vista de la salud mental. Además, por el hecho de que los trastornos mentales tienen tendencia a transmitirse de una generación a otra, una diferencia mínima en el carácter patogénico de una sociedad puede tener efectos a largo término considerables. En consecuencia, es de desear que el vínculo entre salud mental y sistema democrático sea objeto de estudios sistemáticos. En todo caso, mi punto de vista añade un argumento al alegato de François Dubet en favor del modelo democrático que favorece la igualdad de lugares. En efecto, dado que “la igualdad es la salud”, una política que limite la amplitud de las desigualdades bien podría, a largo plazo, ser “la mejor forma de realizar la igualdad de oportunidades”(79).

Por la independencia de la psiquiatría
respecto de la neurología

Para Jacques Hockmann, la especificidad del psiquiatra reside en que debe afrontar en la cotidianidad dos paradojas. En primer lugar, aunque el psiquiatra esté formado en la medicina somática –y esta formación es necesaria–, la neurobiología actual no le es de utilidad en esta tarea. En segundo lugar, mientras que para la medicina somática la frontera entre el enfermo y el sano es clara, en el paciente psiquiátrico, incluso el más loco, siempre hay una parte sana, una conciencia al menos parcial de su locura. Finalmente, en tercer lugar, en sus decisiones terapéuticas, el psiquiatra debe preservar no solo los intereses del paciente, sino también los de su entorno y la sociedad. Esta especificidad del psiquiatra justifica su separación respecto de la neurología y no deber ser cuestionada mientras la primera paradoja no esté resuelta. Pero nada indica que se vayan a producir progresos fundamentales en psiquiatría biológica durante los próximos decenios.

 

Traducción del francés: Alfonso Díez

 

 

Notas

(1) Pescosolido, B. A.; Martin, J. K.; Long, J. S. et al. (2010): “‘A Disease Like any Other’? A Decade of Change in Public Reactions to Schizophrenia, Depression, and Alcohol Dependence”. American Journal of Psychiatry, vol. 167, n.º 11, pp. 1321-1330.

(2) E. Watters, E. (2010): “The Americanization of Mental Illness”. The New York Times, 8 enero.

(3) Luchins, D. J. (2004, 2010): “At Issue: Will the Term Brain Disease Reduce Stigma and Promote Parity for Mental Illnesses?”. Schizophrenia Bulletin. 2004, vol. 30, n.º 4, pp. 1043-1048. Id., “The Future of Mental Health Care and the Limits of the Behavioral Neurosciences”. Journal of Nervous and Mental Disease, 2010, vol. 198, n.º 6, pp. 395-398.

(4) Miller, G.; Holden, C. (2010): “Proposed Revisions to Psychiatry’s Canon Unveiled”. Science, vol. 327, pp. 770-771.

(5) Miller, G. (2010): “Beyond DSM: Seeking a Brain-Based Classification of Mental Illness”. Science, vol. 327, p. 1437.

(6) Nestler, E. J.; Hyman, S. E. (2010): “Animal Models of Neuropsychiatric Disorders”. Nature Neuroscience, vol. 13, n.º 10, pp. 1161-1169.

(7) Abbott, A. (2008): “The Brains of the Family”. Nature, vol. 454, pp. 154-157.

(8) Sonuga-Barke, E. J. (2010): “Editorial: ‘It’s the Environment Stupid !’ On Epigenetics, Programming and Plasticity in Child Mental Health”. Journal of Child Psychology and Psychiatry, vol. 51, n.º 2, pp. 113-115.

(9) Evans, J. P.; Meslin, E. M.; Marteau, T. M. et al. (2011): “Deflating the Genomic Bubble”. Science, vol. 331, pp. 861-862. Sadler, J. Z. (2011): “Psychiatric Molecular Genetics and the Ethics of Social Promises”. Bioethical Inquiry, vol. 8, pp. 27-34.

(10) Hyman, S. E. (2008): “A Glimmer of Light for Neuropsychiatric Disorders”. Nature, vol. 455, pp. 890-893. Uher, R. (2009): “The Role of Genetic Variation in the Causation of Mental Illness: An Evolution-Informed Framework”. Molecular Psychiatry, vol. 14, n.º 12, pp. 1072-1082.

(11) Visscher, P. M.; Hill, W. G.; Wray, N. R. (2008): “Heritability in the Genomics Era-Concepts and Misconceptions”. Nature Reviews Genetics, vol. 9, n.º 4, pp. 255-266.

(12) Hyman, S. E. “A Glimmer of Light…”. Art. citado, y Uher, R. “The Role of Genetic Variation…”, art. citado.

(13) Demyttenaere, K.; Bruffaerts, R.; Posada-Villa J. et al. (2004): “Prevalence, Severity, and Unmet Need for Treatment of Mental Disorders in the World Health Organization World Mental Health Surveys”. Journal of the American Medical Association (JAMA), vol. 291, n.º 21, pp. 2581-2590.

(14) Uher, R. “The Role of Genetic Variation…”, art. citado.

(15) Ibid.

(16) Gonon, F.; Guilé, J.-M.; Cohen, D. (2010): “Le trouble déficitaire de l’attention avec hyperactivité: données récentes des neurosciences et de l’expérience nord-américaine”. Neuropsychiatrie de l’enfance et de l’adolescence, vol. 58, pp. 273-281.

(17) Trivedi, M. H.; Rush, A. J.; Wisniewski, S. R. et al. (2006): “Evaluation of Outcomes with Citalopram for Depression Using Measurement-Based Care in STAR*D: Implications for Clinical Practice”. American Journal of Psychiatry, vol. 163, n.º 1, pp. 28-40.

(18) Kirsch, I.; Deacon, B. J.; Huedo-Medina, T. B. et al. (2008): “Initial Severity and Antidepressant Benefits: A Meta-Analysis of Data Submitted to the Food and Drug Administration”. PLoS Med, vol. 5, n.º 2, p. e45. Fournier, J.-C.; DeRubeis, R. J.; Hollon, S. D. et al. (2010): “Antidepressant Drug Effects and Depression Severity: A Patient-Level Meta-Analysis”. JAMA, vol. 303, n.º 1, pp. 47-53.

(19) Davidson, J. R. (2010): “Major Depressive Disorder Treatment Guidelines in America and Europe”. Journal of Clinical Psychiatry, vol. 71, suppl. E1, p. e04.

(20) Leichsenring, F.; Rabung, S. (2008): “Effectiveness of Long-Term Psychodynamic Psychotherapy: A Meta-Analysis”. JAMA, vol. 300, n.º 13, pp. 1551-1565. Knekt, P.; Lindfors, O.; Laaksonen, M. A. et al. (2011): “Quasi-Experimental Study on the Effectiveness of Psychoanalysis, Long-Term and Short-Term Psychotherapy on Psychiatric Symptoms, Work Ability and Functional Capacity During a 5-Year Follow-up”. Journal of Affective Disorders, vol. 132, pp. 37-47.

(21) Denenberg, V. H.; Rosenberg, K. M. (1967): “Nongenetic Transmission of Information”. Nature, vol. 216, pp. 549-550.

(22) Francis, D.; Diorio, J.; Liu, D. et al. (1999): “Nongenomic Transmission Across Generations of Maternal Behavior and Stress Responses in the Rat”. Science, vol. 286, pp. 1155-1158. Liu, D.; Diorio, J.; Day, J. C., et al. (2000): “Maternal care, Hippocampal Synaptogenesis and Cognitive Development in Rats”. Nature Neuroscience, vol. 3, n.º 8, pp. 799-806.

(23) Bale, T. L.; Baram, T. Z.; Brown, A. S. et al. (2010): “Early Life Programming and Neurodevelopmental Disorders”. Biological Psychiatry, vol. 68, n.º 4, pp. 314-319.

(24) McGowan, P. O.; Sasaki, A.; D’Alessio, A. C. et al. (2009): “Epigenetic Regulation of the Glucocorticoid Receptor in Human Brain Associates with Childhood Abuse”. Nature Neuroscience, vol. 12, n.º 3, pp. 342-348.

(25) Bale, T. L.; Baram, T. Z.; Brown, A. S. et al., “Early Life Programming…”, art. citado.

(26) Hackman, D. A.; Farah, M. J.; Meaney, M. J. (2010): “Socioeconomic Status and the Brain: Mechanistic Insights from Human and Animal Research”. Nature Reviews Neuroscience, vol. 11, n.º 9, pp. 651-659.

(27) Bale, T. L.; Baram, T. Z.; Brown, A. S. et al., “Early Life Programming…”, art. citado.

(28) Miller, G. (2010): “Epigenetics. The Seductive Allure of Behavioral Epigenetics”. Science, vol. 329, pp. 24-27.

(29) Ibid.

(30) Hyman, S. E. “A Glimmer of Light…”, art. citado.

(31) Kerr, F. W.; Wilson, P. R. (1978): “Pain”. Annual Review of Neuroscience, vol. 1, pp. 83-102.

(32) Simonin, F.; Schmitt, M.; Laulin, J. P. et al. (2006): “RF9, a Potent and Selective Neuropeptide FF Receptor Antagonist, Prevents Opioid-Induced Tolerance Associated with Hyperalgesia”. Proceedings of the National Academy of Sciences, U.S.A., vol. 103, n.º 2, pp. 466-471.

(33) Gonon, F. (2009): “The Dopaminergic Hypothesis of Attention-Deficit/Hyperactivity Disorder Needs Re-Examining”. Trends in Neuroscience, vol. 32, pp. 2-8.

(34) Gapstur, S. M.; Thun, M. J. (2010): “Progress in the War on Cancer”, JAMA, vol. 303, n.º 11, pp. 1084-1085.

(35) Hyman, S. E. “A Glimmer of Light…”, art. citado.

(36) Sadler, J. Z. “Psychiatric Molecular Genetics…”, art. citado.

(37) Evans, J. P.; Meslin, E. M.; Marteau, T. M. et al. “Deflating the Genomic Bubble”, art. citado.

(38) Gonon, F.; Bézard, E.; Boraud, T. (2011): “Misrepresentation of Neuroscience Data Might Give Rise to Misleading Conclusions in the Media: The Case of Attention Deficit Hyperactivity Disorder”. PLoS ONE, vol. 6, n.º 1, p. e14618.

(39) Gonon, F.; Bézard, E.; Boraud, T. (2011): “Misrepresentation of Neuroscience…”, art. citado.

(40) Ibid.

(41) Greenberg, S. A. (2009): “How Citation Distortions Create Unfounded Authority : Analysis of a Citation Network”. BMJ, vol. 339, p. b2680.

(42) Kirsch, I.; Deacon, B. J.; Huedo-Medina, T. B. et al. “Initial Seventy…”, art. citado.

(43) Ioannidis, J. P. (2005): “Contradicted and Initially Stronger Effects in Highly Cited Clinical Research”. JAMA, vol. 294, n.º 2, pp. 218-228.

(44) Dougherty, D. D.; Bonab, A. A.; Spencer, T. J. et al. (1999): “Dopamine Transporter Density in Patients with Attention Deficit Hyperactivity Disorder”. The Lancet, vol. 354, pp. 2132-2133.

(45) Gonon, F. “The Dopaminergic Hypothesis…”, art. citado.

(46) Ioannidis, J. P.; Panagiotou, O. A. (2011): “Comparison of Effect Sizes Associated with Biomarkers Reported in Highly Cited Individual Articles and in Subsequent Meta-Analyses”. Journal of the American Medical Association, vol. 305, n.º 21, pp. 2200-2210.

(47) Ioannidis, J. P. (2005): “Why Most Published Research Findings are False”. PLoS Med, vol. 2, n.º 8, p. e124.

(48) Id., “Contradicted and Initially Stronger Effects…”, art. citado.

(49) Williams, N. M.; Zaharieva, I.; Martin, A. et al. (2010): “Rare Chromosomal Deletions and Duplications in Attention-Deficit Hyperactivity Disorder: A Genome-Wide Analysis”. The Lancet, vol. 376, pp. 1401-1408.

(50) Pescosolido, B. A.; Martin, J. K.; Long, J. S. et al. “‘A Disease Like any Other’?…”, art. citado.

(51) Hinshaw, S. P.; Stier, A. (2008): “Stigma as Related to Mental Disorders”. Annual Review of Clinical Psychology, vol. 4, pp. 367-393. Pescosolido, B. A.; Martin, J. K.; Long, J. S. et al. “‘A Disease Like any Other’?…”, art. citado.

(52) Gonon, F.; Guilé, J.-M.; Cohen, D. “Le trouble déficitaire de l’attention avec hyperactivité…”, art. citado.

(53) Demyttenaere, K.; Bruffaerts, R.; Posada-Villa, J. et al. “Prevalence, Severity, and Unmet Need for Treatment…”, art. citado.

(54) Gilligan, J. (2001): “The Last Mental Hospital”. Psychiatry Quarterly, vol. 72, n.º 1, pp. 45-61.

(55) Goldenberg, R. L.; Culhane, J. F.; Iams, J. D. et al. (2008): “Epidemiology and Causes of Preterm Birth”. The Lancet, vol. 371, pp. 75-84.

(56) Black, M. M.; Papas, M. A.; Hussey, J. M. et al. (2002): “Behavior Problems Among Preschool Children Born to Adolescent Mothers: Effects of Maternal Depression and Perceptions of Partner Relationships”. Journal of Clinical Child and Adolescent Psychology, vol. 31, n.º 1, pp. 16-26.

(57) Singh, S.; Darroch, J. E.; Frost, J. J. (2001): “Socioeconomic Disadvantage and Adolescent Women’s Sexual and Reproductive Behavior: The Case of Five Developed Countries”. Family Planning Perspectives, vol. 33, n.º 6, pp. 251-258 y 289.

(58) Muntaner, C.; Eaton, W.W.; Miech, R. et al. (2004): “Socioeconomic Position and Major Mental Disorders”. Epidemiologic Reviews, vol. 26, pp. 53-62. Hackman, D. A.; Farah, M. J.; Meaney, M. J. “Socioeconomic Status and the Brain…”, art. citado.

(59) Wilkinson, R. (2010): L’égalité c’est la santé. París, Demopolis.

(60) Ibid.

(61) Gilligan, J. (2000): “Violence in Public Health and Preventive Medicine”. The Lancet, vol. 355, pp. 1802-1804.

(62) Wilkinson, R. L’égalité c’est la santé, op. cit.

(63) Valenstein, E. S. (1988): Blaming the Brain, Nueva York, The Free Press. Horwitz, A.V.; Wakefield, J. C. (2007): The Loss of Sadness: How Psychiatry Transformed Normal Sorrow Into Depressive Disorder. Oxford, Oxford University Press.

(64) Dubet, F. (2010): Les Places et les Chances: repenser la justice sociale. París, Le Seuil.

(65) Ibid.

(66) Estos artículos han sido reunidos en enero de 2011 a través de la base de datos PubMed con las palabras claves: social, causation, selection, mental disorders.

(67) Dohrenwend, B. P.; Levav, I.; Shrout, P. E. et al. (1992): “Socioeconomic Status and Psychiatric Disorders: The Causation-Selection Issue”. Science, vol. 255, pp. 946-952. Uher, R. “The Role of Genetic Variation…”, art. citado.

(68) Licinio, J. (2004): “A Leadership Crisis in American Psychiatry”. Molecular Psychiatry, vol. 9, n.º 1, p. 1.

(69) Ibid.

(70) Ibid.

(71) Olfson, M.; Blanco, C.; Liu, L. et al. (2006): “National Trends in the Outpatient Treatment of Children and Adolescents with Antipsychotic Drugs”. Archives of General Psychiatry, vol. 63, n.º 6, pp. 679-685.

(72) Crystal, S.; Olfson, M.; Huang, C. et al. (2009): “Broadened use of Atypical Antipsychotics: Safety, Effectiveness, and Policy Challenges”. Health Affairs (Millwood), vol. 28, n.º 5, pp. 770-781.

(73) Acquaviva, E.; Legleye, S.; Auleley, G. R. et al. (2009): “Psychotropic Medication in the French Child and Adolescent Population: Prevalence Estimation from Health Insurance Data and National Self-Report Survey Data”. BMC Psychiatry, vol. 9, pp. 72-78.

(74) Correll, C. U. (2008): “Assessing and Maximizing the Safety and Tolerability of Antipsychotics Used in the Treatment of Children and Adolescents”. Journal of Clinical Psychiatry, vol. 69, supl. 4, pp. 26-36.

(75) Crystal, S.; Olfson, M.; Huang, C. et al. “Broadened use of Atypical…”, art. citado.

(76) Dubet, F. Les Places et les Chances…, op. cit.

(77) Jeannerod, M. (2002): La Nature de l’esprit, París, Odile Jacob,.

(78) Evans, J. P.; Meslin, E. M.; Marteau, T. M. et al. “Deflating the Genomic Bubble”, art. citado.

(79) Dubet, F. Les Places et les Chances…, op. cit.

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