Dolors Tohà. Pedagoga en un Equipo de Asesoramiento Psicopedágogico (EAP). Barcelona. Miembro del grupo de investigación: “¿Clínica o Evaluación?”
Hace dos años, asistí a unas jornadas tituladas: “Si la inclusión es la respuesta, ¿cuáles son las preguntas?”(1). Sugerente título, cuando andamos tan sobrados de respuestas y escasos de preguntas.
Una aplastante lógica neoliberalista nos atiborra de respuestas y soluciones, sin un tiempo previo para formular ni la pregunta ni el problema. ¿A qué responden realmente tantas respuestas, tantas soluciones, tanta precipitación? ¿Qué fue de las preguntas?
Hay enunciados que se pretenden preguntas, se entonan como si lo fueran: “¿Dónde ponemos la cruz en el protocolo?, ¿cómo funciona el nuevo aplicativo?, etc.”.
El mundo de los protocolos, formularios y aplicativos —a pesar de sostenerse en la ignorancia y la escasez de inteligencia— es fértil, prolífero y tiene muy buena acogida. Su dinamismo mantiene viva la espera de la feliz llegada del “gran protocolo definitivo”.
“No lo entiendo, hago una pregunta y me repiten lo mismo y de la misma manera. Entonces, ¿para qué preguntar?”, se quejaba un niño. ¿Hay preguntas de verdad? Me refiero a las que abren la posibilidad de lo enigmático. ¿Es posible la elaboración de un saber sin un lugar para la pregunta?
Si no hay lugar para la pregunta, tampoco lo hay para la dimensión subjetiva. Se habla mucho de la subjetividad de los niños, de darles un lugar como sujetos. Pero, ¿y la subjetividad del profesor?, ¿podrá dar un lugar como sujeto a los niños si su propia subjetividad está apisonada?
Jorge Larrosa, en un texto titulado Aprender de oído nos habla de la subjetividad y de la voz. Dice: “Al sujeto, al que habla, al que está presente en lo que dice, le tiembla la voz”. Hay una emoción en lo que dice: desprecio, odio, amor, indignación, una particular manera de vincularse al texto, es decir, hay un texto que pasa por el alma del profesor junto a una voz que lleva su marca subjetiva.
Un texto que ha pasado por el alma del profesor despierta el deseo de saber en el alumno. Así es como entiendo la función mediadora del profesor entre el saber y el alumno. Justamente, que un contenido lleve el sello de la singularidad del profesor, es lo que hace posible que la función mediadora sea auténtica. Esta autenticidad tiene efectos de pacificación social y hace más probable que disminuyan las dificultades disciplinarias del aula. El profesor, al no renunciar a su compromiso con el deseo, se autoriza, y los alumnos le otorgan la autoridad.
La función mediadora comporta “estar” en lo que uno hace y en lo que uno dice. Hace referencia a ocupar un lugar. Es el lugar desde el cual un profesor hace frente a la incomodidad que produce no estar en posesión de un saber absoluto e incuestionable. Jorge Larrosa lo expresa así: “Estar presente en lo que se dice, implica al que habla en la dimensión de que es más importante aquello que no se sabe que lo que se sabe”. Este aspecto contempla la dimensión del interrogante.
Para un alumno será más sencillo vincularse subjetivamente con un saber, hacerlo propio —para poder reformulárselo—, si lleva implícito la dimensión interrogativa, si no está cerrado, y, por lo tanto, puede ser interpretado, leído. El alumno puede fabricarse sus respuestas, apropiarse el saber a su manera. Esta operación permite la transmisión, que es lo que ocupa o debería ocupar la práctica docente.
La transmisión no es sencilla. Históricamente ha sido problemática(2), ya que llama al profesor a un compromiso con el deseo de transmitir y a un consentimiento del alumno a aprender. Profesor y alumno quedan convocados a hacerse responsables de un trayecto que los implica como sujetos.
El discurso de la evaluación y el control, con sus pretensiones de todo-saber-objetivable, invita a profesor y alumno a desentenderse de lo que implica la transmisión. En su lugar, el profesor queda cargado de ocupaciones al servicio de la burocracia y del control. El alumno queda abocado a burlar el control o a obedecer a ciegas.
El reduccionismo neoliberalista importado a la educación ya deja sentir las primeras consecuencias. Tras la aplicación a la educación del discurso de “la excelencia y la calidad” —propio del mundo de la empresa—, vemos un progresivo vaciamiento de la dimensión humana. Se pretende un supuesto saber objetivo acerca de las técnicas de aprendizaje y, más grave aún, acerca de cómo supuestamente es el mundo y cómo deben ser las personas que lo habitan. Un mundo diseñado ¿a medida de quién?, ¿para quién?
Vemos, con estupor, cómo se afianza un discurso que habla en nombre de una supuesta ciencia, se disfraza de precisión, de rigor y nos transmite que todo es traducible y reducible a una cifra.
Por ejemplo, a partir de que las “agencias evaluadoras” (cuya veracidad diagnóstica nadie se cuestiona) realizan las pruebas de competencias básicas a los alumnos de sexto, han nacido unos problemas artificiales: “¿cómo hacemos?, ¿entrenamos a los niños dos meses antes para las pruebas?, ¿diseñamos los programas escolares en función de estas pruebas?”. El escenario educativo ha quedado invadido de soluciones artificiosas a problemas inventados.
Este discurso transversal y totalizador lo tiñe todo de verdad única y de medida. Nos intimida, nos priva de nuestra propia voz. Pretende una única voz, la de las cifras. ¿Por qué vivimos esta situación como un discurso verdadero e incuestionable? ¿Quién lo dice? ¿Quién evalúa la evaluación?
Es impactante escuchar a los maestros, hablando desde la abnegación, decir: “No puedo prestar atención a tal cosa, o tal otra… ¡tengo que terminar todo el libro!”. Algunos ni siquiera se atreven a decidir si cambian el orden de algunos temas. Hay maestros absolutamente desterrados de su práctica, se ha producido una dimisión interior en ellos. ¿Cómo se puede transmitir en estas condiciones?
Este pretendido saber objetivo, el que nos deja afuera y nos destierra, ¿realmente es científico? No lo es, en realidad, es un acto mítico. No importa ni el procedimiento ni el proceso mediante el cual algo, o alguien, será evaluado. En realidad, lo que importa es que se evalúe, sin más. Un producto, o persona (sin distinción), entra a la evaluación en un “estado salvaje” y sale “purificado”, medido, con un valor equivalente a una cifra. A esta cifra se le otorga una atribución de verdad objetiva(3).
La evaluación, para lograr su existencia, necesita crear problemas. Paradójicamente, algo que se presenta como la solución, en realidad es el problema. En el universo de problemas y soluciones, del paradigma “problema-solución”, algo adquiere la categoría de problema por convenio arbitrario. Ésta es la lógica: “Tenemos una solución, ahora busquemos el problema”. Las industrias farmacéuticas son un buen ejemplo de este funcionamiento(4).
Ahora bien, hay que preguntarse por aquello que se “de-valuó” tras la purificación evaluadora; lo que se ha quedado en el camino tras la conversión a una cifra.
La dimensión subjetiva brilla por su ausencia, una especie de zombificación invade todos los terrenos. La “de-valuación” aboca a una triste mediocridad que vacía la idea de profesor, de niño y de saber, en aras de una supuesta rentabilidad y excelencia.
Algunos ejemplos serían:
La función del profesor reducida a gestión. Hay cambios muy preocupantes en el lenguaje. Todo el mundo habla alegremente de gestionar. La gestión del aula, la gestión del conocimiento, la gestión de los conflictos, la gestión de las emociones… ¿Por qué no nos produce extrañeza una palabra que tradicionalmente ha estado vinculada al mundo empresarial, a la regulación de los stocks? ¿Acaso los niños y los maestros son stocks?
La idea de niño se reduce a un entramado de neuronas que hacen sus sinapsis sin la intervención de un deseo, de un psiquismo.
La autoridad se ve reducida a normas. El control y el poder hablan en su nombre y la suplantan. Las dificultades asociadas a la ausencia de autoridad se intentan solucionar con más normas y más control. Los expedientes disciplinarios invaden el día a día de los centros de secundaria.
La dimensión de la verdad se reduce a “evidencia científica”.
El “saber hacer” se convierte en el “hacer sin saber”.
El saber queda reducido a información, a utilidad y al desarrollo de competencias y habilidades en los niños. ¿Útil para qué y para quién?, ¿quiénes son los interesados en “fabricar individuos competentes”? Tal vez, si hubiera algún modo de desarrollar competencias en el vacío, se abolirían definitivamente los contenidos. Éste es el auténtico lugar que se le da al saber.
Jorge Larrosa alerta sobre la proliferación de una especie de lenguaje sin voz. “Una lengua de nadie, dirigida a nadie, inunda las aulas. Un lenguaje reducido a mera comunicación, sin marcas subjetivas, sin tono, vaciado.” Curiosamente, de forma paralela a este destierro de la voz y del saber, puede verse una proliferación de ruido, de opiniones, argumentaciones vacías.
A los desconcertantes fenómenos que viven nuestras ruidosas aulas, se aplican soluciones ingenuas. Nadie alude a la función pacificadora de la transmisión. La tendencia es responder a estos fenómenos de manera fragmentada, tratando a cada fenómeno con una supuesta especialización. Una proliferación de técnicas y estrategias (habilidades sociales, mediación de conflictos, técnicas de estudio, programas de aprender a aprender, etc.) llenan el vacío que dejó la voz y el saber.
Entonces, cabe suponer que una vez objetivado todo y a todos, y como resultado de esta destilación, obtendríamos un “saber inmaculado”. Libre, por fin, de tener que pasar por el alma del profesor, libre de la incómoda dimensión interrogativa (ya que se pretende todo-saber), libre de poder ser reformulado, de ser incompleto, de ser cuestionado. Sobre todo, susceptible de ser evaluado sin problemas. Un saber aplanado listo para ser reproducido por una voz sin matices, hueca, o por cualquier artilugio tecnológico: “en un lenguaje de nadie dirigido a nadie”. “No se me graba”, decía un chico. “Claro, no eres una grabadora”, pensé.
El saber inmaculado sólo admite una posibilidad: ser inculcado, es decir, sólo admite la reducción de la educación al adiestramiento. Deja a profesor y alumno sin lugar y mutila el deseo de ambos.
Ahora bien, ¿cómo nos las ingeniamos con unos saberes tan fósiles y petrificados ante un niño que trae su propio saber, sus propias preguntas y su curiosidad?
Es sorprendente cómo el niño, vivo aún, sabe acerca de lo fosilizado de los contenidos y de la dimisión interior del maestro. “Al profe no se le ve interés”, dicen algunos.
Para que un niño esté en disposición de aprender, es necesaria una operación: debe renunciar a parte de su satisfacción, hacer un recorte, una ablación. ¿Cómo va a estar el niño dispuesto a semejante renuncia ante tal panorama?
Quizás hay que preguntarse por la auténtica renuncia que se exige al niño en una educación reducida a adiestramiento: ¿Debe él renunciar a su deseo de saber?
Carlos Skiliar, cuando se refiere a la inclusión, dice que no son necesarias grandes hazañas. Más bien, se trata de estar disponible, bastan pequeños gestos. Ciertamente, pequeños gestos generan grandes cambios. Me refiero a esos pequeños detalles que permiten reintroducir el deseo.
Notas
(1) Jornada Tècnica Institució Balmes: “Si la inclusió és la resposta, quines són les preguntes?”.
(2) Reflexión extraída de una exposición de Anna Pagés en el grupo de investigación “¿Clínica o evaluación?”.
(3) Milner, J.-C.; Miller, J.-A. (2004): ¿Desea usted ser evaluado? Málaga. Miguel Gómez Ediciones.
(4) Bauman, Z.: La modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.