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August Aichhorn

Capítulo I

Introducción(*)

En las siguientes páginas me propongo examinar la aplicación del psicoanálisis al tratamiento de la juventud delincuente. Se tratará, más bien, de una orientación en la materia que de una “última palabra”. Daré ejemplos, extraídos de mi propia experiencia, con pacientes, y, al mismo tiempo, algunas consideraciones teóricas pertinentes. Pero es mi deber advertir a los principiantes en este campo que no puedo establecer reglas estrictas ni rápidas formas de proceder. Mi intención es despertar consideraciones atentas sobre los problemas discutidos y estimular el esfuerzo independiente.

Presumo que el lector estará familiarizado con el psicoanálisis como método de tratamiento de ciertos disturbios nerviosos, principalmente las neurosis. Este libro tratará de la aplicación del psicoanálisis a una rama especial de la Pedagogía y mostrará cómo puede ayudar al que trabaja en el problema infantil, dándole la comprensión psicológica requerida para su tarea. El psicoanálisis capacita al educador para reconocer en las manifestaciones disociales el resultado de una interacción de fuerzas psíquicas, para descubrir los motivos inconscientes de tal comportamiento y para encontrar los medios de devolver la conformidad social al disocial.

Por “juventud descarriada” no entiendo meramente juventud delincuente y disocial, sino también los llamados “niños-problema” y otros que sufren de síntomas neuróticos. Es difícil una definición estricta o una delimitación de dichos grupos, porque tienden a imbricarse unos con otros. Quizá estéis familiarizados con los casos de observación diaria en el trabajo social, en la clínica de guía del niño, en el Tribunal de Menores y en lugares similares.

Al principio, importa que aprendamos a diferenciar las fases del comportamiento disocial. Cada niño es, al principio, un ser asocial, porque exige una satisfacción instintiva, primitiva y directa, sin preocuparse del mundo que le rodea. Este comportamiento, normal para un niño pequeño, es considerado asocial o disocial en el adulto. El fin de la educación es conducir al niño desde aquel estado asocial a uno social. Pero esta doma no puede tener éxito a menos que el desarrollo libidinoso del niño siga un curso normal. Al existir ciertos disturbios en la organización libidinosa, cuya naturaleza no puede ser discutida aquí, el niño permanece asocial, o bien se comporta como si hubiese llegado a ser social, pero sin un ajuste actual a las demandas de la sociedad. Esto significa que no ha repudiado por completo sus deseos instintivos, sino que los ha suprimido aparentemente, aunque, en realidad, continúan al acecho en el fondo, esperando la oportunidad de emerger a través de una satisfacción. Llamamos a este estado “delincuencia latente”; por provocación, puede convertirse en “manifiesta”. El cambio de la delincuencia latente en manifiesta ocurre, en general, gradualmente, durante un periodo en el cual no se advierten síntomas definidos, pero en el que ya se puede percibir la “susceptibilidad”.

Los padres observadores reconocen que el niño, en este estado, corre riesgos, y buscan la ayuda de la clínica de dirección. El niño que nos traen sufriendo la fase de susceptibilidad ofrece mejor pronóstico
para el tratamiento. Sin embargo, durante el tratamiento en este periodo debemos estar preparados para recibir sorpresas; por ejemplo, un síntoma puede desaparecer, de pronto. Este hecho engaña a menudo, principalmente en este campo, y se cree que ha terminado la cura. Pero puede ser que la desaparición del síntoma indique solamente su vuelta a la primera condición latente. El que se hayan suprimido los deseos instintivos puede ser debido al apego del niño por el educador o a cierta inquietud o temor que no ha sido descubierto. Nuestro trabajo alcanza finalmente el éxito cuando se hace imposible un retorno, es decir, cuando la supresión de los deseos instintivos es una total renuncia a estos deseos, por medio de un despeje de los parentescos inconscientes.

El tratamiento del delincuente es una cuestión de reeducación. Antes de examinar este especial aspecto de la doma y la aplicación de los principios psicoanalíticos, consideremos, en general, el propósito de la educación. Existen dos puntos de vista fundamentales. Una de las opiniones es que el desarrollo del niño es determinado, única y exclusivamente, por causas hereditarias, y que la educación no puede cambiarlo; la otra es que la educación puede llevar a cabo cualquier fin deseado y vencer, además, las dificultades hereditarias. Antes de decidirnos por una de esas dos actitudes, repasemos la historia del desarrollo humano. La primera preocupación del hombre primitivo era la de desarrollar cierta capacidad elemental para luchar contra la realidad, a fin de escapar a la aniquilación. ¿Qué significa esto en el desarrollo psíquico? El ser humano ha tenido que aprender a soportar el dolor, a aplazar la satisfacción, a renunciar a ella y a desviar sus primitivos deseos instintivos hacia canales socialmente aceptables. Así se ha desarrollado, a través de los siglos, una civilización dentro de la cual el hombre, gracias a su perfección técnica, avanza con firmeza, conquistando la naturaleza y creando continuamente obras artísticas, científicas y sociales.

De esto se deduce que el nivel cultural primitivo o inferior se caracteriza por una menor restricción de la inmediata satisfacción de los impulsos instintivos, y que la capacidad primitiva original de lucha contra la realidad aumenta con el desarrollo cultural. Consideremos esta capacidad aumentada para combatir la realidad como la que posee el individuo para tomar parte en la cultura general de su época, que nosotros llamamos capacidad cultural. Puede presumirse que ésta varía cuantitativamente, de acuerdo con el nivel cultural alcanzado. La primitiva y original capacidad, para la realidad, permanece constante. ¿Cómo ha de interpretarse esto? Dejando esta cuestión por el momento, consideremos que, en el curso de su desarrollo, el niño, cuanto más joven es, menos capacidad posee para denegarse la total satisfacción de sus deseos instintivos, para conformarse con los requerimientos de la vida social. Sólo cuando se encuentra bajo la presión de una experiencia dolorosa aprende, gradualmente, a moderar sus impulsos y a aceptar las demandas de la sociedad, sin conflictos, y así se transforma en un ser social. El sendero que el niño tiene que atravesar, a partir del mundo irreal de placer del periodo de su infancia, hasta llegar al mundo real del adulto, es semejante al que ha debido seguir la humanidad desde los tiempos primitivos hasta los actuales. Puede ser más o menos largo, según el nivel particular de cultura, pero debe ser atravesado por el niño en los pocos años que tarda en alcanzar la madurez. En análoga forma en la que el organismo inmaduro se desarrolla físicamente puede esto ser considerado como la repetición ontogénica de un determinado cambio filogenético. Aunque el niño recién nacido lleve en él rasgos de la experiencia acumulada por sus antecesores, este don no constituye un equipaje suficiente para su adaptación a la sociedad en la que se encuentra. Esta capacidad inherente debe ser aumentada a través de la educación y de la experiencia.

De esta forma el hombre llega a civilizarse gracias a la experiencia y el entrenamiento. La vida le fuerza a adaptarse a la realidad; la educación le capacita para alcanzar cultura. Observamos esto en la vida diaria. Un niño que se sube a una silla, se cae y se lastima aprende a ser precavido por el dolor sin ninguna intervención exterior. Esta tendencia a la autopreservación dirige al niño hacia una conformidad social ulterior. Para el niño que carece del don constitucional necesario de adaptarse a la realidad, la educación tiene poco qué ofrecer. La educación no es más que un medio para desarrollar las potencialidades ya existentes, y no puede añadir nada nuevo a lo individual. El niño que crece sin la doma apropiada no encaja en el orden social, y por eso entra en conflicto con la sociedad.

La demostración de esto podemos verla en el niño delincuente. Nuestro trabajo, como educadores reformadores, comienza cuando aparece una emergencia educacional, esto es, cuando los métodos educacionales usuales no han conseguido desarrollar en el niño, o en el joven, la capacidad social normal para su correspondiente edad. En cuanto a su propósito, nuestro trabajo inicial no difiere del de la educación en general, porque los dos intentan adaptar al niño a su puesto dentro de la sociedad. Por eso nos interesaremos primeramente en el método para aplicar los principios psicoanalíticos a los problemas implicados.

El psicoanálisis fue desarrollado por Sigmund Freud en el tratamiento de neuróticos. Demostró que la emoción, bloqueada en su salida directa, busca una salida por una vía desviada. Los medios de una descarga franca son variados, siguiendo la línea de menor resistencia. Por ejemplo, una persona puede descargar su emoción a través de una actividad secretora, verbigracia, llorando; otra, a través de una actividad motriz, como regañando, pegando, etcétera, y aun otros a través de respuestas vasomotoras, como enrojeciendo. Para el hombre civilizado, algunas de estas respuestas no son permisibles, y la situación afectiva debe ser reprimida, es decir, debe ser rechazada de la conciencia al inconsciente, por lo que busca expresarse de forma disfrazada. Esta misma fuerza que excluye de la conciencia el material inadmisible impide que el material reprimido se vuelva consciente. Llamamos a esto “resistencia”. Pueden intervenir otros factores en la represión, por ejemplo, una experiencia traumática cuyo grado de emoción es demasiado elevado para poder ser asimilado. Descubriremos cómo el comportamiento disocial puede ser una salida para la emoción reprimida.

La suposición de la existencia del inconsciente ha levantado muchas objeciones. Sin embargo, como Freud profundizó sus investigaciones en la vida mental inconsciente, llegó a ser claro, para él, que todos los procesos mentales estaban interrelacionados. Cada suceso mental, así como cada situación psíquica, son el resultado del interjuego de las fuerzas psíquicas. Esta concepción dinámica es fundamental para comprender la forma en que los mecanismos inconscientes determinan la conducta. Llega a ser posible para el educador-reformador descubrir las causas de la delincuencia y obtener, gracias a esto, un punto de ataque para el tratamiento. Una situación se esclarece a los ojos del educador solamente cuando conoce las fuerzas dinámicas que la producen. Su tarea es la de introducir en la conciencia estos procesos inconscientes que determinan el comportamiento indeseable. Debe ser claramente comprendido que ni el delincuente ni el neurótico tienen conciencia de la relación entre su comportamiento y las causas más profundas del mismo. El educador estará mejor capacitado para captar las dificultades de su tarea cuando comprenda con más claridad sus propios procesos mentales. Esta comprensión aumentará si él es, a su vez, psicoanalizado.

Los síntomas de delincuencia pueden proceder de un fondo neurótico. Cuando predominan los factores neuróticos, los métodos educacionales usuales son terapéuticamente inadecuados. En tales casos, la comprensión psicoanalítica de la neurosis ofrece a nuestro trabajo la más efectiva contribución. Cuando los síntomas de delincuencia no son determinados en forma predominantemente neurótica, la habilidad pedagógica es importante por ser necesario regular el ambiente que rodea al niño. Podría parecer superfluo subrayar la importancia del papel del educador en este campo, no debiendo existir ninguna tendencia a reservarlo al dominio médico. En cada caso, el educador debería consultar a un médico psicoanalíticamente entrenado, a fin de que la enfermedad no sea pasada por alto.

Aunque el psicoanálisis ha aportado una contribución inestimable a la comprensión de las principales motivaciones de la conducta, no debemos desdeñar el hecho de que la educación correctora alcanzaba muy buenos resultados antes de que tuviésemos ningún conocimiento psicoanalítico. El trabajo educacional es un arte en el cual la intuición es de primordial importancia. Esto contiene más verdad para la educación con fines de reforma que para la educación en general. Cuanto más intuitivamente capte el educador las dificultades de su labor, tanto más éxito obtendrá en su trabajo. Se debe admitir que la habilidad técnica derivada de un conocimiento definido del curso normal predecible de los procesos mentales realza la eficacia del trabajo. Cuando los mecanismos psíquicos revelados por el psicoanálisis son familiares al educador, lo que fue una comprensión intuitiva llega a ser un reconocimiento consciente de las fuerzas participantes.

Con frecuencia, el educador supervaloriza la significación de la psicología en la educación reformadora. Para un trabajo bien acabado, debe tomar en consideración muchos otros factores psiquiátricos, sociológicos, económicos y culturales.

Nota

(*) Capítulo extraído del libro Juventud desamparada. Editorial Gedisa. Barcelona. 2009.

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