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Eugenio Díaz Psicoanalista (AMP-ELP). Director Técnico y de los Programas para adolescencias en riesgo de la Fundació Cassià Just Psicopatología de la vida cotidiana

Al comienzo mismo del siglo xx, en 1901, Freud escribe su “Psicopatología de la vida cotidiana”(1). Allí desarrolla –en un escrito en apariencia sencillo pero de gran trascendencia–, la siguiente idea: los olvidos, los lapsus, los actos fallidos, como formas (juntos a los sueños) de manifestarse el inconsciente, tienen un sentido que una vez sea descifrado dará algunas ideas de las lógicas que habitan, que mueven las conductas de los seres hablantes que somos los humanos.

Hoy los medios de comunicación y las conversaciones suelen hacerse eco de los lapsus de algunos políticos y personajes públicos(2). Se puede leer y escuchar que esos lapsus apuntan a una verdad que sale sin querer, pero que es una verdad al fin y al cabo. Otra cosa, sin duda, es hacerse responsable de ella.

En todo caso, lo importante a efectos de lo que les quiero plantear, es que Freud (y éste es el punto capital), al dar a los actos fallidos el estatuto de verdad oculta que se manifiesta más allá de la voluntad, le da también un lugar privilegiado a la subjetividad. En tanto que lo que falla en los humanos no es considerado por él como un problema a solucionar, más bien como algo a descifrar, clave de lo particular de cada uno y que, en última instancia, nos hace “no como todo el mundo”.

Hablar de interrogante, de la cuestión, de algo a descifrar, es la base de cualquier posibilidad de aprendizaje y también de rectificación. Pues para aprender es necesario partir de lo que no se sabe. Poner en primer plano lo que se sabe, convoca, me parece, más bien al rechazo de saber. Eso ocurre muchas veces en el vínculo con los adolescentes, en el que cierta infatuación, cierta suficiencia de los adultos de proximidad, facilita el rechazo. Obviando no sólo la pasión por la ignorancia estructural al ser hablante, también los momentos de impases en relación con el saber en el tránsito adolescente y aún más, al hecho fundamental, que hoy el saber circula de otro modo que el de antaño (no hace mucho, por cierto). Circula por la red y es de acceso para todos, lo que plantea una nueva relación entre el enseñante y el supuesto enseñado.

Además, una pregunta, una cuestión, requiere para comprender, entre otras cosas, la dimensión del tiempo. Sin él, estamos avocados al prejuicio y, por lo tanto, a la segregación.

Son sin duda dos lógicas bien distintas (la lógica problema-solución y la lógica cuestión-respuestas)(3) con consecuencias también distintas. Si en la primera el prejuicio comanda la acción, en la segunda la ética está en primer plano.

Entonces con esta invención, creo que podemos llamarla así, Freud da a la subjetividad una dimensión de dignidad que en el trabajo educativo, social y sanitario, es toda una declaración de principios y una orientación, siempre que estemos dispuestos a escucharla y a darle un lugar preponderante.

En los centros educativos, los profesores y demás profesionales que allí ejercen, saben, sabéis de ello, de lo que orienta la subjetividad y de la importancia de orientarse con y en ella o, claro está, de no hacerlo.

Psicopatologización en la Escuela

Más de 100 años después, asistimos –no sin la resistencia de algunos, y aquí me parece que hay algunos que resisten–, a lo que podemos llamar una psicopatologización de la vida cotidiana en y de la escuela. Que no es lo mismo, más bien es lo contrario que la psicopatología freudiana de la vida cotidiana.

Asistimos a una psicopatologización generalizada de casi todo lo cotidiano, haciendo del más mínimo malestar subjetivo un síndrome, un trauma o un trastorno.

Cada emoción, cada particularidad, cada elección, cada asunto en que el ser humano, el niño, el adolescente manifiesta su humanidad, pasa a ser considerado un error cognitivo, un problema a corregir, y cuanto más rápido mejor. El tiempo aquí queda casi abolido. Ver y concluir se confunden. El sujeto está, en esta lógica implacable, siempre bajo sospecha.

Sabemos también de las consecuencias de ello en las escuelas, que no se libran de este empuje de época, incluso podríamos decir que en ocasiones es actor primordial de ella, o al menos es su banco de pruebas privilegiado. Se acaba viendo, “tratando” trastornos y transtornados, donde lo que hay es niños y adolescentes que sufren y que manifiestan su sufrimiento cómo pueden. Niños y adolescentes que transitan con sus particularidades, por más que a veces éstas sean incómodas, incluso, por qué no decirlo, insoportables. Por mi parte creo que conviene no olvidar que la función de proximidad de los adultos, padres, educadores, etc., es tratar de colaborar para que lo insoportable no acabe siendo un factor de segregación. Que en el tiempo de la más delicada de la transiciones, como P. Lacadée ha llamado a las adolecescencias(4), algo se construya como propio para la vida.

Así, podemos ubicar esta especie de holofraseado, de condensación, de nudo, si quieren, donde la evidencia –sea científica, prejuiciosa, del sentido común o de unos ideales de salud mental o pedagógicos que pasan por encima del sujeto– no deja (la evidencia) lugar a la palabra, al tiempo para comprender sobre lo más propio y la responsabilidad que cada cual tiene en ello. Tiempo al que podrían seguir los momentos para aprender y, eventualmente, rectificar en una segunda oportunidad.

Condensación entonces, entre las conductas que calificadas como desafiantes, disruptivas y/o hiperactivas, por un lado, y, por otro, como autísticas y sin conexión; es decir, consideradas errores a corregir que convocan al etiquetaje, al diagnóstico clínico (en una clínica mal entendida y que en realidad no lo es), al diagnóstico social (por ej.: ni, nis) o educativo (por ej.: absentistas, trastornos del aprendizaje), y de ahí al pronóstico cerrado y, casi sin darnos cuenta, al fracaso, al estigma y a la segregación.

Entonces, así vemos cómo entre la psicopatología freudiana de la vida cotidiana y la psicopatologización de la vida contemporánea hay un abismo en el cual se juega la dignidad de la subjetividad y el derecho ciudadano del alumno a la equivocación, a la suposición de una capacidad para aprender y a la elección de un lazo propio con la vida.

La responsabilidad y la libertad en riesgo

Asistimos, no por casualidad, a un proyecto reduccionista del sujeto a la genética, proyecto que configura un ideal educativo donde está en riesgo la cuestión fundamental de la responsabilidad y la libertad en el futuro de la personas y de la civilización. Cualquier desequilibrio, cada movimiento, cada palabra, es producto de un adoctrinamiento feroz.

Como señala el psicoanalista Eric Laurent: “los algoritmos del cálculo masivo de lo íntimo … matan al sujeto”(5).

En nombre del derecho del hombre a la salud –una salud, eso sí, que no incluya el “daño” que implica la subjetividad– todos podemos, debemos, ser evaluados, clasificados, protocolarizados, tratados preventivamente, controlados en una gestión normalizadora del cuerpo. Aquí estamos en el campo de la biopolítica, que ha sustituido a la religión en el intento de control de lo humano.

Asistimos a una sanitarización, al menos a una tendencia a la sanitarización de la escuela. Una omschool –palabra inventada, un neologismo que tomo de Francesc Vilà–, y que apunta a la fiscalización de la escuela por parte de la Organización Mundial de la Salud, en su mandato de que todos los alumnos deben ser organismos controlados y sanos. Omscholl, que promueve la tendencia a reconvertir el espacio escolar en una especie de hospital de día, en lugar de un espacio de hospitalidad para el proyecto de adulto que hay en el niño.

Pequeña invención

Dentro de las actuaciones que desde la Fundació Cassiá Just hacemos en el ámbito de las adolescencias, participamos y colaboramos en la puesta en acto de una Escuela de 2.ª oportunidad; la que la Fundació El Llindar lleva a cabo desde hace ya años en Cornellà de Llobregat.

Una Escuela para alumnos (desde la obligatoria hasta la postobligatoria, entre 14 y 20 años) que por razones diversas no han podido seguir la escolarización estandarizada.

El espacio central de nuestras actuaciones –no el único–, es una construcción de casos quincenal en el que participa todo el equipo de la institución, tanto docente como administrativo, etc., y en la que encarno una función que, alejándose de la supervisión, se ubica más bien como garante de que la conversación produzca un saber entre los participantes y unas consecuencias a partir de las acciones que se realicen.

El espacio de construcción del caso toma su lógica de la teoría y la epistemología del discurso analítico, que supone que el sujeto mismo es una construcción y que construir el caso es tratar de poner nombre a lo que resulta imposible de decir(6).

¿Qué se hace en la construcción de casos?

1. Se conversa, buscando encontrar lo que es más particular de cada alumno. En cada ocasión de un solo alumno.

2. Se instala un tiempo para comprender que sea previo al momento de concluir sobre la política del caso, sobre las acciones y las estrategias a realizar. No son las urgencias ni el pronóstico las que mueven la experiencia.

3. Se pone en el centro la corresponsabilidad. A contracorriente del clásico, el otro, no hace lo que debe, no sabe, lo hace mal. Pero también a contracorriente de, por ejemplo, “este chico problemático es del especialista”, derivación realizada desde un “puedo más”.

Una trampa que hay que sortear, porque el especialista que sabe lo que hay que hacer muy pronto será destronado y, por lo tanto, se acreditará que tampoco él sabía y que en consecuencia no hay nada que hacer, con consecuencias nefastas para el adolescente.

4. Es una experiencia de no-saber compartido. Interesa lo que no se sabe, lo que nos interroga, lo que implica la construcción de un nuevo saber y, además, de hipótesis que generan estrategias de intervención en el aula, en el patio, en las tutorías, en conversaciones que son formales o no.

5. Se trata de pasar de lo que es una dificultad a una ganancia de saber que será más operativa.

6. Pasar de lo oral a lo escrito es fundamental en la formalización de un espacio, para que de este modo se considere una experiencia.

Algunos efectos

Se ha observado, como efecto del trabajo en este espacio que complementa a otros de la escuela, que un cambio en la mirada de los profesionales sobre los actos de los adolescentes propicia la posibilidad de pequeñas, y no por ello menos importantes, rectificaciones.

Así, por ejemplo, ocurrió en un caso, al precisar que el incumplimiento de los pactos que se le proponían en relación con las tareas, las somatizaciones que aparecían en los momentos de atravesamiento de una dificultad, o que la desmotivación por el aprendizaje no se daban porque el chico no quería trabajar, era un vago, o tenía tal o cual trastorno, sino que algo encarnaba el orden de una dificultad al elaborarse todo lo que supone una pérdida. Y los deberes y esfuerzos se ubicaban, al menos de entrada, y de manera muy radical para él, siempre en el terreno de la pérdida.

Descubrir que realizaba una actividad privada, como coleccionar cosas, que requería de una gran organización, descompletó la mirada sobre él  mismo respecto a la imposibilidad de organizarse.

En otro caso, la construcción permitió dejar de nombrar con el término absentista a un alumno –aún considerado no alumno, pues alumno no se es sólo por estar matriculado administrativamente– que acudía regularmente pero a su manera, tarde y cojeando, como la verdad.

Eso se hizo al mirar su presencia como un deseo de lazo (a partir de la pregunta “¿por qué viene?”), allí donde desde siempre hubo un desamparo que no lo ligaba a nada. Lo que permitió, a su vez, una pacificación de sus llamadas de atención.

En un tercer caso –un alumno que destrozaba los trabajos de los compañeros, que contestaba agresivamente y mentía–, saber que sus actos respondían a un sentimiento de no ser nada en la vida para el otro y de desposesión, permitió un acercamiento no del lado sancionador, menos aún de la justificación, como hacían los padres, sino respecto a otorgarle un lugar, cuidador de los objetos del aula. Lo cual colaboró a reducir su sentimiento de desposesión.

Casi siempre el hecho de descubrir algo sobre los intereses y los límites de las invenciones de cada adolescente, de que “cada alumno toca su instrumento”, colabora en posibles rectificaciones.

Para finalizar

Creo que estamos inmersos en un deslizamiento –con consecuencias en el hecho y en el acto educativo– que nos implica desde lo que se juega en el terreno de las imposibilidades, o mejor, de la exploración de las imposibilidades, de los límites, que siempre se hallan en el epicentro de todo proceso educativo, a una impotencia cuyas vías automáticas de salida, sea el abandono –en sus diversas formas, por ejemplo, desde el no puedo familiar, hasta una derivación a los expertos mal entendida–, o el sadismo que, en forma de sanciones improductivas, convoca a la repetición en su vertiente más mortificante.

En lo que va de la impotencia a la exploración de las imposibilidades, se juega el acto educativo mismo. La posibilidad del acto educativo y de la cura.

Finalizaré, apelando de nuevo a Freud, no por casualidad denostado por los higienistas de viejo y nuevo cuño.

Diez años después de su Psicopatología de la vida cotidiana, en un brevísimo comentario titulado “Contribuciones para un debate sobre el suicidio, particularmente entre escolares” (aunque en el título en español no aparece esta segunda parte, quizá porque el suicidio juvenil es aún un asunto tabú), señala Freud, en tres líneas, tres orientaciones fundamentales: “la escuela, para los educandos tiene que conseguir… instalar en ellos el deseo de vivir… No puede olvidar –continúa Freud– que trata con personas todavía inmaduras, a quienes no hay derecho a impedirles permanecer en ciertos estadios de su desarrollo, aunque sean desagradables. La Escuela, no puede asumir el carácter implacable de la vida, ni querer ser otra cosa que un juego o una escenificación de ésta(7).

Entonces, apostamos por una escuela cuya función principal sea la de transmitir el deseo por la vida, incluso aunque, y aún más por ello, sepamos que la vida es implacable.

Aspiramos a una salud mental que esté a la altura de ello, que se ocupe de ciudadanos que sufren, más que de enfermos de lo mental entendido como un error a corregir.

Nota

(*) Texto presentado en las Jornadas de Debat FNB 2016.

Notas bibliográficas:

(1) S. Freud (1989): “Psicopatología de la vida cotidiana” (1901), en Obras Completas, vol. VI. Amorrortu editores. Buenos Aires.

(2) Un ejemplo: El “saquear el país” en lugar de “sacar al país” de la entonces portavoz del gobierno, María Dolores de Cospedal.

(3) Para un desarrollo más amplio de estas dos lógicas, ver, por ejemplo, el artículo “Los intratables de la conducta”, de Eugenio Díaz, publicado en Freudiana, n.º 54, RBA editores, 2008, pp. 111-114.

(4) Ph. Lacadée (2010): El despertar y el exilio. Lecciones psicoanalíticas sobre la transición más delicada, la adolescencia. Gredos. Barcelona.

(5) E. Laurent. La ilusión del cientifismo, la angustia de los sabios, en http://blog.elp.org.es/all/cat15/la-ilusion-del-cientificismo-la/

(6) E. Berenguer. Seminario “¿Cómo se construye un caso?”, dictado en Caracas en el CID Las Mercedes en el año 2006, publicado en Capitón.

(7) S. Freud (1989): “Contribuciones para un debate sobre el suicidio” (1910), en Obras Completas, vol. XI. Amorrortu editores. Buenos Aires, p. 232.

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