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José María Álvarez (1)Psicoanalista. Doctor en Psicología y especialista en Psicología Clínica del Hospital Universitario Río Hortega (Valladolid)

Calles y plazas de la vecchia Florencia fueron testigo este verano de una manifestación insólita. Varios centenares de personas se congregaron para gritar sus quejas. La cosa no tendría nada de particular si no fuera porque las proclamas y los lemas de las pancartas denunciaban la opresión psiquiátrica: “Psiquiatría… Peligro público n.º 1”, “Falso diagnóstico, falsos enfermos”, “La psiquiatría inventa enfermedades”, “Psiquiatría pseudociencia”, “Inventar enfermedades para vender medicamentos”, etc. A buen seguro que, tres o cuatro décadas atrás, nadie se hubiera extrañado de la pertinencia de ese clamor popular. Eran tiempos de reivindicación de libertades individuales y colectivas, de denuncias y protestas contra cualquier forma o instrumento del poder, entre ellos el llamado “poder psiquiátrico”. Pero ahora, en pleno siglo xxi, el alboroto de los denunciantes congregados en la hermosa capital de la Toscana exhalaba anhelos que a muchos resultarán anacrónicos.

Desconozco si los allí reunidos estaban al corriente de que, hace poco más de dos siglos, el médico florentino Vicenzo Chiarugi se hizo cargo de la dirección del manicomio de San Bonifacio, donde puso en marcha los grandes principios del tratamiento moral psicológico. En ese contexto de progreso social y libertad política, al amparo del reinado del gran duque Leopoldo, se promulgó la primera ley liberal sobre los alienados. Respeto al loco, evitación del castigo y del uso de la fuerza, prohibición de las cadenas, estimulación de las actividades y, por supuesto, la presencia permanente del médico en el asilo; tales eran las máximas que, según Chiarugi(2), debían presidir la asistencia a los alienados. Esta página de la historia de la clínica habría de quedar un tanto deslucida por el surgimiento, en París, de la figura de Philippe Pinel, el fundador del alienismo, esto es, de la primera psiquiatría. Lo cierto es que tanto la iniciativa de Chiarugi como el inmediato “gesto” liberador de Pinel, enmarcados ambos dentro de una corriente filantrópica, resultarían a la postre contraproducentes para el propio loco: de acuerdo con la interpretación foucaultiana(3), en el mismo acto de liberar al alienado de sus cadenas, se le encadenó a la psiquiatría. Dos siglos después de Pinel, la visión popular y la concepción especializada de la experiencia de la locura y de su tratamiento han cambiado notablemente. Hoy en día, cada vez con más insistencia, la prensa se hace eco de nuevos descubrimientos relativos a las bases genéticas de las enfermedades que nos matan o imposibilitan. Son noticias esperanzadoras, claro, porque nuestros descendientes podrían salvarse de malos trances. El entusiasmo –o cuando menos el respeto– que generan los conocimientos biológicos del organismo se vuelve recelo cuando se generaliza en forma de un determinismo extremo. Cuanto de saludable tuvo, por ejemplo, el hallazgo de la transmisión hereditaria de la enfermedad de Huntington, lo tiene también de descorazonador que la gula, la pereza o el vicio del juego obedezcan, según se nos dice, a un patrón genético. La reserva y limitación con que los científicos suelen plantear el alcance de sus descubrimientos contrasta con la tendencia generalizadora en la que incurren algunos practicantes al trasladar, de manera directa, las conclusiones de la investigación básica al enfoque del malestar que atienden a diario. De esta manera se expande una urdimbre de conocimientos que, a medida que se alejan del laboratorio, se convierten en una ideología cientificista que secundan con agrado muchos ciudadanos.

No es infrecuente escuchar en las consultas de salud mental sentencias como las dos que siguen: “Me han dicho que tengo una enfermedad de la serotonina”; “Lo mío de las drogas es genético”. Se trata de afirmaciones cerradas en sí mismas, a menudo muy difíciles de quebrantar, en las cuales el paciente sitúa la causa de su dolencia más allá de sí mismo. De esta manera el afligido elude el compromiso que ineluctablemente lo une a su pathos y, como contrapartida, deja gustoso en manos de otro su solución. En este medio propicio se expande la cada vez más pujante industria farmacéutica, la cual, sin duda, tiene en sus manos el futuro de la psiquiatría. Un cambio radical se observa, a este respecto, en las relaciones que tradicionalmente venían manteniendo la locura y la economía. Si hace un siglo cualquier loco suponía –como afirmó Emil Kraepelin–(4) un gravoso coste para la familia y el Estado, en la actualidad las tornas se han invertido. Después del descubrimiento de los psicofármacos, el horizonte de pobreza que aguardaba a todo alienado se ha convertido, con el capitalismo, en un filón inagotable de ganancias para las multinacionales farmacéuticas.

Mas no se trata de cuestionar la eficacia de los medicamentos psicotrópicos, sino de denunciar la inconveniencia de generalizar su administración bajo la engañosa promesa de curación. El peligro de esta tendencia se recrudece cuando, a consecuencia de un conocimiento parcial de la psicopatología, la orientación actualmente hegemónica de la psiquiatría se desliza hacia un absolutismo que excluye cuantos discursos le resultan discordantes. No deja de ser llamativa la soberbia que destilan algunos de sus textos, máxime cuando en un terreno tan resbaladizo como la psicología patológica parece más recomendable la templanza; máxime, también, cuando en el trato con el loco la experiencia aconseja prudencia y recato.

Arrastrado por el torbellino de esta ideología mercantilista, el hombre de hoy se despoja de algunos de sus atributos más valiosos, en especial el de la responsabilidad subjetiva. Cuanto más condesciende al determinismo biológico que la ideología cientificista se empeña en dar por cierto, menor es su capacidad de hacer frente a la desdicha que le aflige. Sintiéndose con todos los derechos a que otro le redima, se embosca en un mundo de promesas de felicidad que nunca llega; que jamás llegará porque ha declinado hacerse cargo de esos deseos y fracasos que sobre todo le conciernen a él. Ese mundo de felicidad y de objetos se convierte, a la postre, en su propia cárcel. Y desde la soledad de su mazmorra renueva sus quejas y reivindicaciones, cada vez más exigente con lo que el capitalismo y el cientificismo le dieron a probar. Cómo no va a tener razón quien afirma que su alcoholismo es genético o quien da por sentado que su ludopatía es una enfermedad que le gobierna, si es eso precisamente, de cuanto se les dice, lo más cómodo de asumir para anestesiar el mordisco de la culpabilidad o para calmar la punzada de saberse implicado en su desastre.

Si se contempla desde esta perspectiva, el determinismo biológico que propone la psiquiatría de las enfermedades mentales nos ningunea, maniata e incapacita. Que todo lo que ha habido, hay y habrá, y todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá, está previamente fijado, condicionado y establecido, sin que pueda haber ni suceder más que lo que está de antemano fijado, condicionado y establecido, tal como reza el determinismo radical, parece más una condena que una salvación liberadora. Quienes sigan esta orientación traicionan el ejemplo y el espíritu de la letra de aquellos primeros alienistas filántropos, empeñados en devolver la dignidad a aquellas “bestias” deshumanizadas que moraban en los manicomios. Bien les valdría recordar esa estampa en la que Couthon, un miembro de la Comuna, horrorizado por lo que veía en su visita al asilo, le dijo a Pinel: “Ciudadano, ¿no estás tú también loco al querer desencadenar a semejantes animales?”. “Tengo la convicción –respondió Pinel– de que estos alienados no son tan intratables como para privarles del aire y de la libertad”(5).

El determinismo neuroquímico y genético campa hoy día a sus anchas. Las enfermedades mentales se consideran ya terreno conquistado. Ahora sus tentáculos se extienden a las cosas más humanas y comunes, como la tristeza, la alegría o el amor. ¿Surgirá de aquí una nueva poesía que alabe las virtudes de esas arreboladas sinapsis que nos obligan al amor? Cuánto tiempo malgastaron los poetas en describir el hechizo de las sonrisas y miradas de sus amadas.

¿Cómo no se dio cuenta Dante de que el atractivo de aquella “santa sonrisa” no era sino física y química? Al paso que avanza, es difícil prever dónde se detendrá esta tendencia a explicarlo todo sin contar con el sujeto, es decir, con el primer implicado en su causa y sus efectos. Conforme a esta perspectiva se pueden sacar las más peregrinas conclusiones, como la de aquel renombrado psiquiatra al explicar la escasa frecuencia de neurosis de guerra: “El ambiente espiritual de la guerra española hallábase cargado de valencias positivas”(6). No falta ni un tris, por lo tanto, para que también las creencias religiosas caigan en las redes del determinismo. Está llegando la hora de corregir al mordaz Buñuel cuando afirmó: “Yo soy ateo, gracias a Dios”; más acorde con nuestro tiempo sería afirmar: “Yo soy ateo, claro; no heredé el gen de la creencia en Dios”.

El estudio de la psicopatología arrastra desde tiempo inmemorial el lastre de las relaciones mente-cuerpo. Por más que sepamos de su interrelación, de su recíproca afectación, se necesita mucha osadía para explicar cómo una alteración de la química cerebral hace a aquel loco oír tal palabra y no otra, o a ese fóbico angustiarse ante las cucarachas. Wilhelm Griesinger, a quien tanto mencionan los historiadores de la psiquiatría biológica, escribió en las primeras páginas de Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten(7): “Ni el materialismo, que pretende explicar todos los actos psíquicos por medio de la materia, ni el espiritualismo, que intenta explicar la materia por medio del alma, nos dan una idea exacta de lo que ocurre en el alma (Seele). Y, por otro lado, aunque llegásemos a saber todo lo que se produce en el cerebro (Gehirn) cuando está en plena actividad, aunque descubriésemos todos los secretos de la química, de la electricidad, etcétera, ¿de qué nos serviría? Oscilaciones y vibraciones, electricidad y mecánica, todo ello no es un estado del alma, ni un pensamiento. Pero ¿cómo podrían estos hechos transformarse en hechos mentales? Este problema no tendrá jamás solución para el hombre; ¡y creo que, aunque un ángel bajase del cielo para explicarnos este misterio, nuestra sola inteligencia no sería capaz de asimilarlo!”.

Ni siquiera Freud, atento lector de Griesinger, fue capaz en su Proyecto de psicología de resolver ese dualismo, al que por lo demás nunca renunció. Reanimado en la filosofía moderna por las tesis de Descartes, desde la Antigüedad el problema de la relación alma-cuerpo afianzó dos posiciones doctrinales enfrentadas, una materialista y otra espiritualista. Médicos del cuerpo y médicos del alma (filósofos morales), enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma; estas y otras divisiones se han mantenido en nuestra cultura a lo largo de los siglos. Ahora bien, si para los antiguos, en especial durante el período helenístico, estos dos ámbitos coexistían articulados, en el mundo actual el imperio de la biología apenas si deja espacio a lo que, a buen seguro, es más propio de la condición humana. Qué obsoletas le resultan al cientificismo aquellas palabras de Plutarco, según las cuales el filósofo moral debía estar comprometido con los problemas de salud, o las recomendaciones de Galeno a sus colegas para que recibieran una formación filosófica(8).

Pero esta sempiterna discordia no tendría trascendencia alguna si no fuera por los efectos que ocasiona en el doliente, muy distintos dependiendo de la posición que adopte el clínico. Aun a riesgo de incurrir en una reducción extrema, es posible limitar esas posiciones a dos: la psicología patológica y la patología de lo psíquico. La primera se ha especializado en analizar las experiencias singulares del trastornado, privilegiando el determinismo inconsciente de los síntomas, su sentido y su causalidad psíquica, los mecanismos patogénicos específicos y la particular conformación clínica que el sujeto imprime a su malestar; conforme a su elaboración epistemológica, esta orientación de la psicopatología es inseparable de una psicología general que dé cuenta del funcionamiento subjetivo y de las leyes que lo constituyen y rigen, por lo que resulta –como escribió Freud– “indispensable también para entender lo normal”(9). La patología de lo psíquico, en cambio, muestra mayor predilección por los procesos psíquicos conscientes y su soporte material; mas al concentrarse en la valoración de los datos semiológicos de cara a establecer un diagnóstico, prescribir un tratamiento y prever una posible evolución de la enfermedad, renuncia a una comprensión cabal y deja de lado la correlación entre las manifestaciones patológicas y los mecanismos generales del psiquismo humano.

De estas orientaciones divergentes derivan a menudo una visión más negativa y otra más positiva del pathos. La negativa destaca, por encima de todo, su dimensión deficitaria, característica principal del modelo de las enfermedades médicas; la positiva, por el contrario, tiende a acentuar la vertiente creativa o reconstructiva, concibiendo la locura como drama personal o como verdad trágica. Asimismo, la primera de estas visiones acostumbra a ir de la mano de aquella que concibe la locura como una desgracia inevitable, esto es, como un proceso que se pone en marcha sin contar con el sujeto. En la dirección opuesta caminan quienes consideran determinante la participación del loco en su locura, haciendo de esta alguna forma de insana defensa, de zigzagueante huida o de abrupta estrategia. Cuerpo y alma, naturaleza y cultura, cerebro y mente, materia y pensamiento, neurotransmisor y lenguaje, biología y biografía, sean cuales sean los términos que se usen, esta división de los modelos desde los que se han pergeñado las lucubraciones sobre la locura ha constituido una constante desde tiempos inmemoriales.

Bien conocida es la querencia de la psiquiatría hegemónica por el materialismo o la patología de lo psíquico. Un comentario del médico y psiquiatra Charles Lasègue ejemplifica esa afinidad. Al resumir un día de forma mística, inspirada en el Evangelio, el antagonismo de las dos escuelas médicas que desde hace tanto tiempo se disputaban la preeminencia, Lasègue exclamó: “El vitalismo es María cogida a los pies del Señor, absorta, ajena al resto del mundo; el materialismo es Marta, la que permanece en el mundo real y cumple con los cuidados de la casa”. Desde esa perspectiva se ha elaborado un amplio saber sobre las enfermedades mentales, primero transformando la locura tradicional en enfermedades, después, dando por hecho que estas son producto de la naturaleza, extendiendo sus dominios a cualesquiera que sean las modalidades del sufrimiento humano. Al examinar con detenimiento ese proceso, sin embargo, es fácil advertir que el trueque se ha hecho de espaldas al espectador, a quien se le crea la ilusión de equiparar los objetos o hechos de la naturaleza a los conceptos abstractos destinados a nombrarlos. A condición de situarse al margen de esta hipnosis colectiva, salta a la vista que los partidarios del naturalismo, uno tras otro, se precipitan al considerar enfermedades stricto sensu, lo que en realidad no son más que datos obtenidos mediante la observación. En este sentido, hay que dar la razón al neuropsiquiatra Paul Guiraud cuando afirma(9): “Desgraciadamente la psiquiatría no se ha beneficiado en las mismas proporciones que la medicina general de los descubrimientos hechos en el dominio de la etiología, de la anatomía y de la fisiología patológicas. Permanecemos confinados en el dominio de los síndromes clínicos, sobre todo en la parte más importante y más interesante de la psiquiatría, a saber, el grupo de las psicosis maníaco-depresivas, de la hebefrenia y de los delirios. […] Pues los psiquiatras clásicos, sobre todo Kraepelin y Bleuler, trabajando sobre síndromes clínicos los han considerado sin razón como enfermedades verdaderas”. Por esta razón no está de más una llamada al recato, la sensatez y la humildad. Solo a condición de considerarla un oxímoron, la expresión “enfermedades mentales” puede usarse de forma cabal. También, quizá, podría valer “enfermedades provisionalmente mentales”, pues si llegaran algún día a ser verdaderamente enfermedades, ipso facto dejarían de ser mentales y pasarían a engrosar alguno de los capítulos de la patología médica.

La otra corriente, hoy día en entredicho, se enraíza en la filosofía práctica de los antiguos, cuyas escuelas –en especial, la epicúrea, la estoica y la escéptica– eran dispensarios (iatreion) para atender a los afligidos. En este sentido puede observarse la continuidad de una trayectoria que, partiendo de la reflexión clásica sobre las pasiones, las enfermedades del alma y las propuestas para remediarlas, reaparece en las concepciones de los alienistas sobre la “alienación mental” y el “tratamiento moral”(11) –surgidas ambas en los albores del siglo xix–, siendo asimismo recuperada por Freud al conjugar en todos sus extremos el pathos y el ethos. Siguiendo este itinerario, me parece lícito articular, en lo que atañe a las reflexiones sobre el malestar subjetivo, el buen uso de la palabra y la responsabilidad subjetiva, las obras de Cicerón, Pinel y Freud. A diferencia de la corriente materialista, en esta se reconoce al loco su participación en el drama que lo aliena y, en consecuencia, se le compromete con su propio reequilibrio. Tales premisas están presentes en las Conversaciones en Túsculo de Cicerón(12), obra que constituye de por sí el primer tratado de psicopatología. El sabio romano, echando mano de múltiples argumentos, muestra que cualesquiera que sean los remedios para los males que afectan al alma, todos “se encuentran dentro de ella misma, mientras que los remedios corporales hay que ir a buscarlos al exterior”. También Pinel participó de esa máxima mediante su teoría de los “restos de razón”(13) que cohabitan con la alienación, indestructibles aunque esta sea extrema. De manera especial mediante su teoría del delirio, Freud se suma a esta tradición al afirmar taxativamente que “la formación delirante es, en realidad, el intento de restablecimiento (Wirklichkeit der Heilungsversuch), la reconstrucción(14). La rotundidad de esta conclusión ha ensanchado, más que ninguna otra, la separación entre las dos corrientes en litigio: esa que hurta al loco cualquier posibilidad interna de remedio y lo condena al destino que la naturaleza elige para él, y aquella que le confía la capacidad de reaccionar, reorientar y recomponer su cataclismo personal.

Estas tendencias asintóticas de la clínica mental se advierten igualmente en la polémica mantenida por Henri Ey y Jacques Lacan en el Coloquio de Bonneval. Contestando a la concepción organicista de Ey, Lacan propone desplazar la causalidad de la locura hacia una “insondable decisión del ser”(15), principio supremo que rubrica los anteriores desarrollos sobre la indisolubilidad del pathos y el ethos.

Bienvenidas sean las manifestaciones que, como la de Florencia, nos ayudan a sacudir la modorra. Pero a estas alturas, más que de la psiquiatría nos interesa hablar de la locura y del trato con los locos. Dejemos, por lo tanto, que la psiquiatría de las enfermedades mentales siga justificando con el cientificismo su renuncia a hablar con el loco. Como el filósofo moral de la Antigüedad, el clínico de hoy puede seguir dando por bueno el adagio que escribiera el emperador Marco Aurelio: “Nadie puede robar el libre albedrío”(16).

Notas

(*) Artículo publicado en el libro Las ciencias inhumanas, compilado por Gustavo Dessal. Agradecemos a la editorial Gredos la autorización para su publicación en nuestra revista

(1) Psicoanalista en Valladolid. AME de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. Asociación Mundial de Psicoanálisis. Doctor en Psicología. Especialista en Psicología Clínica. Hospital Universitario Río Hortega (Valladolid). Autor, entre otros, de La invención de las enfermedades mentalesEstudios sobre la psicosis y Estudios de psicología patológica.

(2) Chiarugi, V. (1991): Della pazzia in genere e in specie. Trattato medico-analítico con una centurin di osservazoni, 3 vols. Roma. Vecchiarelli (1793-1794).

(3) Foucault, M. (1964): Historia de la locura en la época clásica, 2 vols. México D.F. F.C.E.

(4) Kraepelin, E. (1995): Introducción a la psiquiatría clínica. Saturnino Calleja Fernández. Madrid, pp. 20-21.

(5) Bru, P. (1890): Histoire de Bicêtre. París. Lecrosnier y Babé, p. 454. El mismo texto en Pinel, S. (1836): Traité complet du régime sanitaire des aliénés, ou Manuel des établissemens qui leur sont consacrés. París. Mauprivez, p. 157.

(6) López Ibor, J. J. (1942): “Neurosis de guerra”. Actas españolas de Neurología y Psiquiatría, n.º 3, p. 125.

(7) Griesinger, W. (1871): Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten (4.ª ed.), Berlín, p. 6. “De modo que no se debe acusar a los filósofos de traspasar fronteras si discuten sobre salud; antes, por el contrario, se les debía acusar si no piensan que es necesario, aboliendo completamente las fronteras, como si estuvieran en un solo terreno, dedicarse a esos estudios en común, buscando en su discurso lo agradable y lo necesario” (Plutarco, 1986, “Consejos para conservar la salud”, en Obras morales y de costumbres (Moralia), tomo II. Madrid. Gredos, p. 125; Moralia, 122E).

(8) Cf. Galeno (2002): “Que el mejor médico es también filósofo”, en Tratados filosóficos y autobiográficos. Madrid. Gredos, pp. 81-92.

(9) Freud, S. (1976): “Presentación autobiográfica” (1925), en Obras completas. Buenos Aires. Amorrortu, p. 44. El citado comentario fue recogido por A. Ritti: “Éloge du professeur Ch. Lasègue”, Annales Médico-psychologiques, 1885, n.º 2, p. 117.

(10) Guiraud, P. (1950): Psychiatrie Générale. París. Le Francois, pp. 612-613 y 623.

(11) Foucault, M. (2005): La hermenéutica del sujeto. Curso del Collège de France (1982). Madrid, Akal, p. 108.

(12) Cicerón (2005): Conversaciones en Túsculo. Madrid. Asociación Española de Neuropsiquiatría, p. 167 (C. T., IV, 58).

(13) Pinel, Ph. (1800): Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie. París. Richard, Caile y Ravier (1.ª ed.); Ph. Pinel (1809): Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale. París. Brosson (2.ª ed.).

(14) Freud, S. (1976): “Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito autobiográficamente”. Obras completas, vol. XII. Buenos Aires. Amorrortu, p. 65.

(15) Lacan, J. (1999): “Propos sur la causalité psychique” en Écrits: París. Seuil, p. 177.

(16) Marco Aurelio (2002): Meditaciones. Barcelona. Círculo de Lectores, p. 162 (XI, 36).

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