Jacquie Lejbowicz. Psicoanalista
Hay un trabajo necesario de las generaciones para que haya sujeto, un trabajo simbólico que excede ampliamente la mera reproducción. La constitución del sujeto está ligada a la inscripción en un linaje, y a lo que circula y se transmite a través de las generaciones.
Para que pueda crecer el cachorro humano es necesario un deseo que no sea anónimo, es necesario que se pongan en juego nombres, e historias. Es lo simbólico, lo que organiza la trama de las generaciones, ligando historias, entretejiendo lazos, armando el lugar en el mundo al que el sujeto adviene. Lo simbólico organiza los modos de vivir, de disfrutar, los modos de producir, de enfermar, de morir.
Lo simbólico arma cuerpo, da dimensiones a la vida. Lo histórico es un recurso fundamental del sujeto, poder historizarse para estar en el mundo.
Poder contarse, situarse como uno en la estructura del parentesco, solo es posible en tanto hay por lo menos tres.
Abuelos, padres, hijos. Situar el propio lugar, la propia letra desde la cual leer y leerse, desde la cual orientarse en el mundo, y esto solo es posible a partir de esos nombres primeros, que son nombres de lazos: madre, padre, hijo, hermano. Y a partir del modo en que esos nombres son transmitidos, lo que esos nombres nombran en cada familia, en cada sujeto.
Lazos de nombres diferentes que ordenan el mundo, sobre la base de la diferencia de los sexos.
Poder inscribirse en la propia familia, en la escuela, escribir, obtener un lugar en el mundo, son actos fundantes del sujeto sólo posibles a partir de lo que se pone en juego en la transmisión entre generaciones.
Poder contarse entre otros, contar con un nombre, un apellido, estar inscripto en la lista de los alumnos del grado tal, de la escuela tal.
Poder alojarse entre otros, contarse entre otros, armando una relación con los semejantes que permita incluir lo particular, los rasgos propios, los estilos, los credos propios; porque existe de entrada una tensión entre lo propio y lo colectivo, y a veces se hace necesario por ejemplo, agujerear la escuela, producir un agujero en el Otro para poder entrar y encontrar lugar.
En unas Jornadas con docentes, en una localidad de la provincia de Buenos Aires, se hablaba del caso de un niño al que se consideraba “irregular social”. Por sus graves problemas de conducta, se había decidido entonces que concurriera a la escuela menos horas. La respuesta del niño ante esto fue romper puertas y vidrios de ventanas para agujerear una escuela que se le presentaba como un muro impenetrable, que no le hacía lugar.
Lo bestial del caso no debería hacernos olvidar que a veces hay muros mas sutiles, y el niño, o el adolescente con su síntoma, su problema de conducta intenta agujerearnos para demostrarnos que tal vez no estamos ahuecándonos lo suficiente para producirle un lugar, para alojarlo.
También en relación a escuelas del conurbano, escucho a diario, como chicos que terminaron el colegio, pasan el día tirando cosas hacia adentro, o pasando cosas a quienes están dentro, desde arrojar objetos contundentes hacia adentro, hasta algún tráfico de sustancias. No se trata desde luego de desresponsabilizarlos; pero sin duda los adultos tenemos algo que preguntarnos si la escuela es un eslabón de una cadena que no sigue. Si el chico termina la escuela para acceder a otros lugares sociales, o si se cae de la escuela y queda en la nada.
Porque no debemos olvidar que si no hay escuela, si la escuela fracasa, lo que queda es la calle, o algún modo de lo asilar: reformatorios, institutos de rehabilitación de adicciones, lo penal.
Para preguntarnos por nuestros adolescentes, por lo que transmitimos, por los puentes que logramos armar o no; es necesario recordar, que somos nosotros, los adultos, en primer lugar quienes debemos interrogarnos nuestro papel, en lo que sucede con la adolescencia de hoy.
Y eso requiere necesariamente de una lectura de la época y de nuestra inserción en ella, de nuestra posición en ella.
Es una época de una pregnancia de hedonismo tal, que el mandato generalizado parece ser a “a gozar como sea”. Sin reparar en los medios de obtención de goce. Lo que impera es el objeto de consumo y su acceso a él.
Consumo de sustancias, consumo de cirugías estéticas que borren los pliegues, los surcos en que la vida se alojaba, borramiento de las diferencias.
Lo más propio de cada sujeto, incluida su historia, queda rechazado en un ideal de todos iguales ante un único patrón estético, todos iguales ante el consumo.
Las diferencias generacionales se borran, el consumo produce una infantilización generalizada. La dimensión de la temporalidad se pierde, y con ella la posibilidad de historizarse.
La vida transcurre ante pantallas que exhiben lo que antes se reservaba al territorio de lo íntimo.
Lo privado se pierde, lo erótico se degrada, lo singular se evita. La vida queda aplanada: todo a la vista, pero en 2D.
El estar vivo pierde consecuencias si se rechaza lo particular, las diferencias, las diferencias de los sexos, las diferencias generacionales.
Para armar puentes entre generaciones tiene que haber diferencia de lugares entre una generación y otra.
Si los adultos nos infantilizamos, aplanamos los territorios, condenando a nuestros adolescentes a recluirse en lo peor.
Entonces hay que reconsiderar la función del no, del límite, porque el “no” también es uno de los nombres que fundan lugares. El “no” es posibilitador porque al nombrar lo que “no”, se abre el campo de lo posible. En cambio, si todo es posible, nada tiene gracia. Fijense que en estos tiempos en que nada parece velado, todo se expone, nada se reserva, el goce se expone sin velos; paradójicamente el efecto es un aplastamiento del deseo. El síntoma habitual es el aburrimiento, las sensaciones de hastío y depresión que acompañan el consumo. Y lo que se evitan son los encuentros. El sujeto queda con su pequeño objeto de consumo, sustancia, celular o pantalla. Y lo que queda obstaculizado son los verdaderos encuentros.
Entonces se impone de nuestro lado la pregunta por nuestra relación con el no. No se trata sólo de si podemos sostener alguna prohibición ante nuestros hijos; se trata también de interrogarnos nuestros modos de gozar. Si nos plantamos con alguna decisión personal ante la época, o si nos plegamos a su cosmética.
Tuve en tratamiento psicoanalítico a una adolescente que se debatía entre atracones, vómitos autoprovocados y abstinencias alimentarias prolongadas, patologías del consumo típicas de esta época.
Sólo después de algún tiempo pudo hablar de la compulsión de su madre, que se jugaba en el bingo el dinero que el ex marido pasaba para la manutención de las hijas, llegando incluso a inventar situaciones de robo para justificar la desaparición del dinero.
Establecer la relación entre su síntoma alimentario y lo que la madre hacía con la cuota de los alimentos que su padre pasaba, fue el primer paso en esa cura.
Pero, cómo tienen que trabajar a veces los hijos para sobrevivir al goce loco de los padres!
Doy ejemplos tal vez extremos pero reales, que me hacen pensar que los adultos tenemos que replantearnos nuestros modos de gozar y de vivir en esta época. Podemos abstenernos. No hace falta que dejemos siempre la pantalla prendida, ni la que vemos, ni la que nos mira. Podemos bajarnos del “acting” y la “performance”. O del consumo desmedido de lo que sea, o de loockearnos para competir con nuestras hijas. Y si no podemos, podemos pedir ayuda.
Es necesario, precisar entonces la función de las instituciones y las condiciones para que puedan ser un lugar vivible para los niños, para los adolescentes y para los adultos, ubicando para ello, un poder hacer con la locura de cada uno.
Es necesario entonces sintomatizar las instituciones en que transcurren nuestras vidas. Sintomatizar nuestra época, para que pueda haber pregunta.
Y situar también las marcas locales, donde el desamparo y la falta de textos enteros del tejido social -tejido roto porque hay nombres cuyos cuerpos faltan, o están adosados a nombres falsos- no pueden ser desconocidos a la hora de intentar dar cuenta de lo que entre generaciones circula constituyendo país.
Es difícil pensar que no vaya a tener efectos sociales y a producir catástrofes subjetivas, el que haya todavía nietos circulando con nombres falsos, jóvenes otrora niños expropiados de sus padres. Desalojados de deseos que no eran anónimos e incrustados perversamente en familias de apropiadores(1).Tenemos como generación una responsabilidad. Porque es en la trama de lo colectivo donde se cuenta cada sujeto.
Notas
(1) Referencia a la política de desaparición y exterminio de personas y robo de bebés y niños, llevada adelante en la Argentina por la dictadura militar, entre 1976 y 1983, para implementar un plan económico.