Segundo Moyano Director del Grado de Educación Social. Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Educador Social y Doctor en Pedagogía
Una primera pregunta que procede, en tanto que puede orientar una posible conversación es ¿de qué hablamos cuando hablamos de riesgo en las prácticas de protección a la infancia? Inmediatamente surge un elemento a considerar: estamos hablando de un tema muy importante si hacemos caso de toda la literatura alrededor de, por ejemplo, los llamados factores de riesgo y su incidencia en el campo social y educativo.
De todas maneras, aparte de este lugar común habitual, hay que poder situar que cuando hablamos de riesgo en nuestras prácticas, las de protección a la infancia en un sentido amplio, estamos, por un lado, ante una palabra con un uso muy frecuente y que, sin duda, habilita sentidos diversos; y, por otro lado, cada vez más, constatar que cuando hablamos de riesgo estamos hablando, fundamentalmente, de riesgo social. Hace unos años, de riesgo de exclusión social. Pero nos hemos ido acostumbrando a utilizar la palabra ‘riesgo’ y ya hay una suerte de convención, con más o menos matices, que parece que no tiene que ser excesivamente explicada. Que ya nos entendemos todos.
Y creo que hemos ido abandonando el adjetivo social porque, también este, ha sufrido un cambio importante de sentido. Hemos pasado de pensar la cuestión social como estructura que contempla las condiciones de vida o de existencia de la población, a pensarla, “gestionarla” desde un cierto enfoque reduccionista centrado en el segmento más vulnerable/vulnerado(1) de la sociedad. Así, las políticas sociales, casi sin darnos cuenta, están centradas cada vez más en una de sus partes, la de los servicios sociales. En los mismos términos, y tal y como indica Rosanvallon (1995: 85) “la ‘cuestión social’ se desplazó(2): se pasó de un análisis global del sistema (en términos de explotación, repartición, etcétera) a un enfoque centrado en el segmento más vulnerable de la población”.
Vuelvo a la pregunta que nos hacía Susana Brignoni acerca de qué hablamos cuando hablamos de riesgo. Para orientarme, tengo la antigua manía de ir al diccionario, donde riesgo se define como “contingencia o proximidad de un daño”. Es algo que me esperaba, por lo que busqué algunos sinónimos: peligro, lance, inseguridad… y también algunos contrarios: evidencia, convencimiento y certeza. Esta última palabra llamó mi atención y su definición dice que se trata de un “conocimiento seguro y claro”, y también la “firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar”(3). La verdad es que si comparamos ambas definiciones se habilita un espacio interesante, una hipótesis con cierta vinculación al campo de la protección a la infancia: dos palabras, definidas como contrarias, analizadas en un mismo escenario pueden provocar lugares comunes de articulación. Es decir, se dibujan perspectivas y trazos paradójicos (pero bien relacionados) de situaciones de respuesta compartida, de efecto contrario al planteado, o bien elementos de una misma serie. De una cierta retroalimentación en el análisis de la actualidad de la protección a la infancia. En términos de las políticas sociales, la certeza puede aparecer como una suerte de respuesta paradójica a las situaciones denominadas de riesgo social. Así, frente a atribuciones de riesgo, peligro, contingencia, lance o inseguridad, se están planteando acciones, propuestas y actuaciones con ciertas cargas de certidumbre, de evidencia, de convencimiento, certeza o seguridad. Es curioso, porque creo firmemente que eso tiene efectos en las prácticas, en las consideraciones sobre los niños y adolescentes que atendemos y educamos.
Veamos esa relación paradójica mediante una ejemplificación. En el campo de las acciones en política social existe un espacio que toma forma en las políticas de protección a la infancia. Me refiero, en efecto, a los “menores en riesgo social”, una infancia en muchas ocasiones sojuzgada al carácter invisibilizador de las estadísticas sociales. Una categoría, ésta de “menores en riesgo social”, que, si bien no ha estado sometida a un análisis exhaustivo, no podemos negar que campa a sus anchas en los discursos sociales y educativos definiendo, proponiendo y proyectando políticas, técnicas y protocolos de actuación de carácter preventivo.
Sin duda, frente a situaciones sociales de maltrato, negligencia o abandono de la infancia cabe poner en marcha actuaciones que reduzcan, eviten o eliminen aquellas. Ahora bien, la categoría de “menores en riesgo social” no viene aquí a señalar exactamente un peligro sino más bien a indicar ya una situación evidente. Un niño maltratado no puede estar, pues, en riesgo de maltrato. Por lo que las preguntas que uno puede hacerse en este caso es ¿en qué viene a redundar el “riesgo”? ¿Qué viene a indicar? El riesgo social como contingencia, con su carga de incertidumbre parece haber caído, y lo que ha venido a ocupar ese vacío es el riesgo como estado (estar en riesgo). Cae, pues, el riesgo como una contingencia o como la proximidad de un daño y aparece el riesgo como certeza y seguridad (sus antónimos) de ese daño. Esta certidumbre se concreta en la yuxtaposición de categorías de riesgo social en categorías poblacionales, atribuyendo a estas una serie de características que van más allá de las definidas en las situaciones de riesgo. Algo así como una “anticipación escenificada” de la que habla Beck (2008: 29 y ss.); pasando del “peligro a estar en” al “estar ya en”. Lo mismo sucede en un término también vinculado en las últimas épocas al campo social: el riesgo de exclusión social y las situaciones de exclusión social.
El riesgo social, pues, se convierte en atributo, aparece y se dibuja como tal, por lo que la imagen mental de un sujeto en riesgo, en peligro, tiene visos de convencimiento sobre a lo que nos estamos refiriendo. La convicción, en tanto certeza advertida, de que hablar de personas en riesgo social supone una representación social con una dimensión cognitiva, respecto de cómo se problematiza lo social, y con una dimensión también de acción, acerca de cómo se pretende actuar en lo social (Autès, 2004:15). Estas apreciaciones, no obstante, suponen vincular la noción de riesgo social que habitualmente se utiliza en la nomenclatura de lo que venimos definiendo como campo social, en torno a la noción de necesidad social. Así, tal y como indica Podetti (1997), ese tránsito de la contingencia o riesgo hacia la necesidad supone habilitar el acaecimiento. Es decir, los mecanismos de protección se disponen no tanto por lo que pueda pasar sino por lo que pasa. Pese a ese matiz, las categorías que circulan en el campo social siguen ubicadas alrededor de señalar como colectivos en riesgo social a aquellos que interminables listas de indicadores sociales designan como sujetos en dificultad o vulnerabilidad social. En definitiva, con necesidades sociales. Según Beck (1998:10): “la sociedad del riesgo comienza […] cuando […] ya no podemos dar por supuestas las certidumbres tradicionales”. Aparece, pues, la incertidumbre característica de esta época. Ahora bien, esa incertidumbre se muestra como certeza en el ámbito paradójico del campo social. El ya señalado «estar en riesgo» no califica un proceso, sino más bien un estado, por lo que lo tradicionalmente ubicado como noción de riesgo en el campo de las ciencias sociales, con sus consiguientes cálculos de probabilidades de acaecimiento, es utilizado en el campo de las prácticas sociales y educativas como meros indicadores de las certidumbres a acaecer, en una suerte de destino prefijado socialmente. Podría atreverme a afirmar que, en estos términos, el riesgo social en el uso cotidiano de los profesionales de la acción social y educativa prefigura un efecto de recorrido ya trazado. De ahí se puede inferir que las políticas denominadas de prevención social no son sino políticas de tratamiento puntual de las consecuencias y los efectos, y no tanto acciones dirigidas a las causas que provocan la desprotección o la dificultad social.
Por lo tanto, también estaremos de acuerdo que el riesgo social es atribuido ahora a los seres humanos y no tanto a circunstancias o situaciones coyunturales. Esto, al hablar de infancia, me parece definitivo para explicar las derivadas de las acciones de protección a la infancia. Conviene armarse de un cierto aparato de reflexión para preguntarse qué puedo trabajar (desde el punto de vista social, educativo o clínico) cuando digo que voy a trabajar con un niño o un adolescente en riesgo social. ¿Con él? ¿O con el riesgo social que se le atribuye?
La certeza del riesgo, entonces, aparece como categoría de destino social. Esto, sin duda, repercute de manera directa sobre la propia percepción del desamparo. Algo así como la implacable influencia de la certeza en la consideración subjetiva. O como uno es explicado por los otros.
Es por ello que, en el caso de los mecanismos de protección, estos se disponen no tanto por lo que pueda pasar sino por lo que pasa. Pese a ese matiz, las categorías que circulan en el campo social siguen ubicadas alrededor de señalar como colectivos en riesgo social a aquellos que interminables listas de indicadores sociales designan como sujetos en dificultad o vulnerabilidad social. En definitiva, con necesidades sociales.
Muchos autores(4) que han trabajado esta cuestión del riesgo, acaban coincidiendo en su mayoría en decir que el riesgo “comienza […] cuando […] ya no podemos dar por supuestas las certidumbres tradicionales” (Beck, 1998:10). Aparece, según ellos, la incertidumbre característica de esta época. Ahora bien, esa incertidumbre se muestra como certeza en el ámbito paradójico del campo social. El “estar en riesgo” ya no califica un proceso, sino más bien un estado, por lo que lo tradicionalmente ubicado como noción de riesgo en el campo de las ciencias sociales, con sus consiguientes cálculos de probabilidades de acaecimiento, es utilizado en el campo de las prácticas sociales y educativas como meros indicadores de las certidumbres a acaecer, en una suerte de destino prefijado socialmente. Podría atreverme a afirmar que, en estos términos, el riesgo social en el uso cotidiano de los profesionales de la acción social y educativa prefigura un efecto de recorrido ya trazado. De ahí se puede inferir que las políticas denominadas de prevención social no son sino políticas de tratamiento puntual de las consecuencias y los efectos, y no tanto acciones dirigidas a las causas que provocan la desprotección o la dificultad social.
¿Qué supone, entonces, y vistas todas cuestiones acerca del riesgo y la certeza, su manejo en el campo de las prácticas de la protección a la infancia?
Estas prácticas han recibido el encargo social, mayoritariamente, de llevarse a cabo en entornos definidos como desfavorables, para poblaciones con dificultades sociales y planteadas alrededor de premisas de atención y protección social(5). Ese encargo tiene una relación directa con la noción de riesgo social: conductas de alto riesgo social, menores en situación de riesgo, familias en riesgo… Y, ante ello, en términos de autocrítica, los profesionales del campo social y educativo nos hemos mostrado acríticos con la asunción de ese concepto. Sin duda, no es un concepto con raigambres pedagógicas. Sin embargo, en el campo de intersección en el que nos estamos manejando entre la educación y la atención social, la palabra ‘riesgo’ tiene una gran aceptación. Incluso en formación de los educadores sociales existen materias y asignaturas con el añadido “riesgo social”, así como manuales de actuación profesional, trabajos académicos, protocolos de acción, listados de indicadores de riesgo, etc. Es decir, el riesgo social está presente, es intrínseco, e incluso se postula como condición necesaria para la puesta en marcha de acciones socioeducativas. Esto plantea una dimensión del trabajo educativo que se ancla en un oxímoron o, si lo prefieren en un juego de palabras: el riesgo de la certeza o la certeza del riesgo. Una articulación de contrarios que, en las prácticas educativas apelan, sobretodo, a la necesidad de un posicionamiento ético frente al propio concepto de educación y de atención a las infancias.
Si entendemos la educación como proyecto, tanto por su dimensión de intención como por su dimensión de futuro, convendremos que el riesgo existe. La certeza, en cambio, se difumina en tanto la apuesta educativa no parte de la seguridad que aquella ofrece. El trabajo educativo, no obstante, se pone en marcha con la convicción de que es posible la transmisión, la enseñanza, la muestra de un mundo que pertenece al sujeto de la educación. En toda acción humana, y la educación lo es, existe el riesgo de no conseguir lo proyectado. Pero, pese a ello, coexiste la posibilidad de producir efectos educativos en el sujeto a partir del aprendizaje. Se asume, pues, el riesgo. En definitiva, podemos afirmar que educar es, en el fondo, arriesgarse, tomar un riesgo y apostar por la consecuencia del acto educativo, pese a (o precisamente por eso) la incertidumbre que comporta.
Ahora bien, la noción de riesgo que se maneja en la actualidad en las prácticas en educación social no se toma en ese sentido. Totalmente al contrario, ya que es la noción de certeza la que viene a ocupar la significación pedagógica del trabajo educativo. Es decir, la educación es tomada como la certidumbre de la solución frente a las situaciones denominadas como de riesgo social. Así, la educación se presenta como la salvación de la llamada “infancia en riesgo social”. Como es posible vislumbrar, la diferencia notable entre ambas maneras de acercarse al hecho educativo radica, insisto, en la posición ética frente a la consideración de lo que supone el riesgo. Esto es, cómo se entiende ese riesgo, dónde reside la atribución del riesgo, en qué términos de responsabilidad se toma a cargo y con qué consecuencias.
La utilización indiscriminada, acrítica e indefinida de la noción de riesgo en las prácticas en educación social ha potenciado un eje de cierta naturalización del concepto, adherido a una atribución personal de “sujeto en riesgo”, promocionando una correlación de causas y efectos donde la educación se ha ubicado en términos de compensación. Esta cuestión ya fue tratada por Donzelot (1998), para ilustrar los recorridos de esas infancias minorizadas y adjetivadas a las que he venido haciendo referencia. Estas infancias, en definitiva desprotegidas y desamparadas, suponen para ciertas políticas sociales, educativas y asistenciales las “otras” infancias; unas infancias como “población diana”, como “sectores en riesgo”, abandonando la consideración de infancia para centrarse en el adjetivo que la acompaña. Donzelot (1998:84), decía, sitúa a finales del siglo xix la confluencia de dos concepciones de la infancia. Por un lado, la idea de una infancia en peligro, desprotegida y amenazada; y por otro, una infancia peligrosa que resulta amenazante. Donzelot sostiene que ambas concepciones tienden a diluirse, considerando finalmente a la infancia en peligro como realmente peligrosa. Esa misma reunión que se realiza en términos más actuales en relación a una infancia en riesgo social; un riesgo referido al “riesgo que suponen las condiciones de vida del sujeto y al riesgo potencial que éste representaría para la sociedad” (Tizio, 1997:97).
Es así que podemos comprobar cómo aquello que aparece como peligroso, en riesgo, es atribuido a un sujeto (no a sus condiciones de vida), apareciendo como certeza el recorrido social de ese sujeto en tanto sujeto en riesgo. La trampa, pues, del ejercicio educativo como prevención supone proponer a la educación como excusa para no ejercer las políticas sociales adecuadas que alejen, eviten o palien las condiciones de vida de ese sujeto. No hay niños en riesgo; el riesgo, posiblemente, reside en dejar a esos niños que transiten por circuitos establecidos difíciles de abandonar, para que acaben recorriendo los circuitos de la minoridad, y en ningún caso los circuitos de la infancia, de la sociedad y de la cultura.
La mayor aportación que Meirieu (1998:73) ha hecho a mi trayectoria en el campo pedagógico es aquella en la que: “[…] hay que admitir que lo ‘normal’, en educación, es la que la cosa ‘no funcione’”. Evidentemente, esa no suele ser nuestra intención como educadores, pero en ella reside el efecto de la posibilidad, el incansable y arduo trabajo educativo que contempla que hay otro humano que puede resistirse, que tomará lo dado (o no), que lo resignificará, lo modelará, lo cambiará o, si cabe, lo desechará. Sin duda, esa es la apuesta de la educación, el riesgo que se toma contemplando una separación de la certeza de lo por conseguir. Es así, posiblemente, como se puede producir el alejamiento de entender la educación como una poiesis, como una actividad en sí misma que se detiene en cuanto, por fin, alcanza su objetivo.
Así pues, la educación indefectiblemente se maneja entre el riesgo y la certeza, entre la posibilidad y la imposibilidad del trabajo educativo, asumiendo el riesgo que comporta y con la certeza de que los efectos educativos promuevan la oportunidad de estar en el mundo.
Para ello, habrá que arriesgarse a educar.
Notas
(*) Texto presentado en las XIII Jornadas de la Fundació Nou Barris: Riscos i desemparaments en les infàncies i adolescències: Quins reptes pels professionals.
(1) Para profundizar en esta cuestión que se plantea, recomiendo la lectura de Solé, J. y Pié, A. (2018): Políticas del sufrimiento y la vulnerabilidad. Sobre todo, y al respecto de lo comentado, el capítulo de Antonio Madrid “Vulneración y vulnerabilidad: dos términos para pensar hoy la gestión socio-política del sufrimiento”, pp. 55-72.
(2) El autor sitúa este desplazamiento en torno a los años ochenta del siglo xx, tras las crisis económicas y el cambio en las economías occidentales, apareciendo fenómenos como el desempleo de larga duración, la nueva pobreza, etc.
(3) Todas las definiciones empleadas pertenecen a entradas del Diccionario de la Lengua Española. Real Academia española. Vigésima Segunda Edición. 2001.
(4) Entre ellos, Ulrick Beck, Del Moral y Pita, López Cerezo, Rodríguez Martínez, Prygogine, Podetti, por ejemplo. Todos ellos están citados convenientemente en la bibliografía.
(5) La actualidad de las prácticas de la educación social remite a la ampliación del concepto de educación, yendo más allá del ámbito escolar. Así, ya existen propuestas como la defendida por el Consejo General de Colegios de Educadores Sociales, que en su definición de educación social plantea esta como un derecho de la ciudadanía, más allá del señalamiento de poblaciones específicas. Autores como J. Sáez, J. García Molina o J. Núñez ya han señalado en diversas publicaciones la generalización del término educación social, ubicando sus prácticas en entornos, contextos y territorios diversos y huyendo de la estigmatización en referencia, sobretodo, a diferentes categorías poblacionales. Pese a todos estos intentos, en las acciones de las políticas sociales (en el sentido restringido señalado por Rosanvallon) se sigue, cuasi de manera analógica, circunscribiendo las prácticas de educación social (y todo aquello que se califica como social) a la atención y educación de población en dificultad social.
Bibliografía
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Beck, U. (1998): ¿Qué es la globalización? Barcelona. Paidós.
– (2002): La sociedad del riesgo global. Madrid. Siglo XXI.
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Castel, R. (2010): El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo. Buenos Aires. FCE.
Del Moral, L.; Pita, M. F. (2002): “El papel de los riesgos en las sociedades contemporáneas”. En Ayala-Carcedo, F. J.; Olcina, J. Riesgos naturales. Barcelona. Ariel.
Donzelot, J. (1998): La policía de las familias. Valencia. Pre-Textos.
García Molina, J. (2013) (coord.): Exclusiones. Discursos, políticas, profesiones. Barcelona. Editorial UOC.
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Podetti, H. (1997): “Los riesgos sociales”. En Buen, N. Instituciones del derecho del trabajo y de la seguridad social. México. UNAM.
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