Juan Pablo Mollo Psicoanalista
Al finalizar la Primera Guerra Mundial y por iniciativa del Ministerio de acción social, August Aichhorn quedó a cargo del campo de refugiados de Oberhollabrunn, situado al nordeste de Viena, que albergaba más de mil jóvenes a la deriva. En el ascenso del nazismo se niega a emigrar, con el objetivo de intentar la liberación de su hijo detenido en un campo de concentración.
Sin formación previa comienza a ocuparse de niños huérfanos indagando en la fisiología de William Wundt, y luego en tratados neurológicos y psiquiátricos hasta encontrarse con el psicoanálisis. Seguidamente, Aichhorn programa una educación sin violencia y un establecimiento no militarizado guiado desde la teoría psicoanalítica de Freud, que ofrece una mirada nueva de aquellos jóvenes que incurrían en transgresiones a la ley. En efecto, el encuentro inaugural del analista y el delincuente surge en la tarea institucional con niños y jóvenes que no obedecen a modelos ideales de la infancia y la adolescencia construidos por la pedagogía de principios del siglo pasado.
A partir de su experiencia clínica e institucional en Oberhollabrunn, Aichhorn publica su obra principal, en alemán: Verwahrloste Jugend, en 1925, que mereció un prólogo escrito por Freud. Las ideas expresadas en el libro también constituyeron un punto de partida del grupo de Viena (junto con Anna Freud, Siegfried Bernfeld y Wilhelm Hoffer), para tomar posición contra la concepción de Melanie Klein, quien a partir del análisis de niños consideraba las tendencias agresivas como rasgos neuróticos en general.
Según Aichhorn, el abandono y la carencia se integran en una categoría psicopatológica específica: el Verwahrlostung, que le sirve de sostén conceptual para pensar la delincuencia juvenil “latente” y “manifiesta”, según su propia terminología. La palabra alemana Verwahrlostung, que significa abandonados, contiene la partícula wahr, verdad; y por esto, tal noción se refiere literalmente a “los que se pierden fuera de la protección de la verdad”. Dentro de la etiología genérica de la Verwahrlostung –que reenvía al término Hilflosigkeit (desamparo originario) utilizado por Freud–, la desestabilización familiar y la desregulación del Ideal del yo juegan un papel muy significativo.
Alejado de las teorías etiológicas que influenciaban a la criminología positivista de la época, según Aichhorn el comportamiento disocial expresaba conflictos inconscientes y testimoniaba un desarrollo libidinal interrumpido. En efecto, los comportamientos delictuales dirigidos contra el medioambiente y las instituciones sociales, fueron concebidos por Aichhorn y sus discípulos, como síntomas aloplásticos, portadores de una verdad, determinada por procesos inconscientes.
Psicoanálisis aplicado a la terapéutica con delincuentes
La praxis abierta de Aichhorn no constituía un método sistemático, sino una práctica suficientemente flexible para orientarse desde la situación de cada joven. Su notable perspicacia para producir efectos de sorpresa tenía lugar in situ y con la invención del momento: así, la interpretación no era concebida en términos de simple verbalización sino esencialmente como un coup de foudre (flechazo). El carácter imprevisible y espontáneo de esta práctica, radicaba en la premisa de Aichhorn de colocarse en sentido inverso a lo esperado por el joven condicionado por la respuesta de su medio familiar y social. Y para lograr este objetivo, era necesario operar sin restricciones, aceptando los valores del joven y viviendo su universo. A propósito de varios casos, Aichhorn demostró en qué medida, incluso con niños y adolescentes agresivos, una maniobra transferencial era posible para la pacificación de tales conductas trasgresoras y el cuidado de la existencia de los jóvenes.
Partiendo de la hipótesis de una carencia afectiva originaria, pero lejos de actuar por sentimentalismo e idealización, Aichhorn justificaba su práctica individual e institucional en el carácter fulgurante de sus intervenciones, y sus creativas maniobras como dramatizaciones e imitaciones. Jacques Lacan valoró la ingeniosidad y paciencia en las iniciativas de Aichhorn, así como reconoció las innovaciones técnicas de Wilfred Bion y la psiquiatría inglesa durante la guerra.
El tratamiento psicoanalítico de jóvenes delincuentes –que no eran considerados anormales, desviados o enfermos–, requería de una fase inicial o preparatoria a la cura tipo (basada en la técnica psicoanalítica freudiana clásica), donde sus intervenciones y maniobras creativas tenían lugar. Esta fase preparatoria implicaba hacer un uso extendido de las entrevistas preliminares para instalar la transferencia como apertura a la posibilidad a un análisis propiamente dicho. Aichhorn consideraba que el terreno para trasformar los impulsos de los jóvenes con problemas de conducta era la relación afectiva, siendo la trasferencia la ubicación del analista en el lugar del Ideal del yo del delincuente.
Ahora bien, gran parte de los efectos terapéuticos logrados por tales maniobras en la primera fase de tratamiento pueden concebirse, siguiendo la enseñanza de Lacan, como la operación real del deseo del analista con sujetos dejados caer del deseo del Otro; es decir, la pacificación del acting out como efecto del deseo del analista en su operación de alojamiento de lo que el paciente “es” como objeto a en el deseo del Otro. Asimismo, tanto sus intervenciones como el manejo de los semblantes, se adelantan a la conceptualización actual de la interpretación en términos de “perturbación de la defensa” como fundamento de la práctica analítica y una orientación para el acto analítico.
En definitiva, la práctica de Aichhorn fue un “saber hacer” fuera del encuadre analítico estándar, que dio cuenta de los efectos del psicoanálisis en el marco de la urgencia y las denominadas “patologías del acto”. Su experiencia clínica e institucional, siempre intentó captar la singularidad del joven delincuente a partir de una orientación por el inconsciente y de la relación transferencial.
El giro hacia el trastorno y la personalidad del delincuente
Si bien el legado de Aichhorn es retomado por analistas prolíficos como Kurt Eissler, Peter Blos, Eric Erikson, Kate Friedlander, Anna Freud y otros; los trabajos psicoanalíticos sobre la delincuencia comenzaron a perder interés y vigencia. Varios discípulos de Aichhorn partieron a EE.UU. durante la Segunda Guerra, y con el tiempo, la vía abierta por él, terminó inscripta –aunque con algunas disidencias– dentro de la tradición de la Ego Psychology. A pesar del esfuerzo de Kurt Eissler, quien en 1949 logró compilar un libro de homenaje para Aichhorn en su septuagésimo aniversario, titulado Searchlights on delinquency, que contó con artículos de reconocidos analistas del mundo (Marie Bonaparte, Anna Freud, Edward Glover y Margaret Mahler, entre otros), un prólogo de Ernest Jones (presidente de la IPA), una reseña bibliográfica hecha por Eissler mismo y una dedicatoria de Paul Federn (que había sido el analista de Aichhorn); la realidad impuesta por el contexto ideológico norteamericano no convenía al estudio del joven desamparado de la posguerra en Europa y la concepción de la delincuencia como síntoma.
En efecto, en muy poco tiempo los síntomas delictivos comenzaron a diseminarse en el campo de las patologías narcisísticas cuya valoración principal se debe a Heinz Kohut, quien fue discípulo y analizante de Aichhorn antes de escapar al régimen nazi. Emigrado a Chicago, Kohut se dedicó inicialmente a la neurología y después, a partir de 1944, al estudio de cuadros narcisísticos de la personalidad. Por su parte, el fundador del Instituto de Psicoanálisis de Chicago, Franz Alexander, que había trabajado con delincuentes juveniles en Berlín junto al jurista Hugo Staub y luego en Boston con William Healy, pasó a reformular toda la clínica psicoanalítica alrededor de las personalidades narcisísticas y la enfermedades psicosomáticas.
Seguidamente, el síntoma delictivo fue perdiendo especificidad ante el ascenso de la noción de “personalidad” promovida en la obra de Otto Kemberg, que terminó sentando las bases para un desarrollo del “psicodiagnóstico psicoanalítico”, cada vez más alejado de la clínica. Luego, la categoría difusa de “estados límites” o borderlines fue incluida, en 1980, dentro del DSM III, que sirvió de sustento a numerosos diagnósticos de delincuentes, que progresivamente eran patologizados.
Incluso, la noción misma de síntoma en relación con la conducta ya era eliminada por la psiquiatría americana en favor de un diagnóstico combinado entre diversos trastornos de conducta y trastornos de la personalidad, clasificados en el DSM II, publicado en 1968. El término trastorno, elegido para la traducción del disorder anglófono, dio lugar a la clasificación del DSM y un sostén a las terapias cognitivo conductuales, cuya herencia puede rastrearse en el trastorno “mental” en oposición al trastorno “físico”, adoptado por la medicina reduccionista, basada en el dualismo mente y cuerpo, emergente durante el siglo xvii. Por su parte, con la misma perspectiva positivista pero sostenida con nuevas investigaciones multidisciplinarias, las neurociencias de la actualidad realizan profecías en el negocio correccional y farmacológico, con la detección precoz de trastornos y déficits en niños difíciles, que falsamente preanuncian la delincuencia y la criminalidad del futuro adolescente.
Del tratamiento al castigo y el surgimiento de la víctima
Durante los años de la posguerra, el Estado social obtuvo un pujante desarrollo de políticas de control del delito basado en argumentos correccionalistas. Los dispositivos penales para jóvenes delincuentes se organizaban alrededor del ideal de rehabilitación, que brindaba el marco ideológico para mantener unido a todo campo penal, más allá de los resultados que se obtenían. La privación social y la pobreza generadoras del delito, debían ser erradicados en base a la expansión de la prosperidad y la provisión del bienestar común.
En efecto, en medio de una racionalidad esencialmente solidaria y social, el delincuente era percibido como un sujeto necesitado de contención familiar, que merecía un tratamiento psicológico y social. Naturalmente, el contexto económico del welfare statese correspondía con la experiencia consolidada del pleno empleo, logrado por la gestión keynesiana de la demanda. Las propuestas asistenciales más frecuentes buscaban el mejoramiento de servicios de reinserción social, reducción de controles opresivos, minimización del encierro, humanización de la prisión y el seguimiento del delincuente dentro de la comunidad; que, incluso hicieron emerger en los países escandinavos la perspectiva abolicionista del sistema penitenciario.
Sin embargo, un importante cambio en las estructuras sociales, económicas, jurídicas y culturales a fines del siglo xx, produjo una sociedad más proclive al delito. Desde fines de los años sesenta, en EE.UU. y algunos países de Europa (en Latinoamérica una década más tarde), la prisión se generalizó fuertemente como dispositivo de seguridad pública contra los individuos peligrosos ya estereotipados previamente; y por lo tanto, como una respuesta estatal penal frente a un problema de la exclusión y segregación social.
La “guerra contra las drogas” iniciada por el presidente Nixon, en 1971, alteró sensiblemente los aspectos fundamentales de la organización del Estado en EE.UU., fomentando la falsa asociación entre tráfico ilegal de drogas y delincuencia, que ya anunciaba una “guerra contra el delito” posterior. En consecuencia, la figura del delincuente juvenil como alguien necesitado de asistencia se esfumó por completo; y el discurso “amarillista” de la criminología mediática reivindicará constantemente a un público desbordado, que reclama castigos sin límites para los delincuentes, percibidos como enemigos de la sociedad.
Paralelamente, un nuevo sujeto político, constantemente idealizado, aparece en la escena pública de la mano de los legisladores: la víctima del delito. En efecto, la promoción mediática de la identificación con la víctima de un robo, traerá aparejadas numerosas acciones legislativas, como respuesta sistemática de venganza y furia ritualizada, por encima de la prevención del delito y la reducción del miedo. La figura santificada de la víctima de clase media se convertirá en un producto apreciado en los circuitos de intercambio político y mediático.
El “público” será redefinido como un “conjunto de individuos víctimas del delito” dominado por la indignación, donde cualquier demostración de compasión hacia el delincuente o mención de sus derechos, será un agravio hacia la víctima y su familia. El impacto de todo este movimiento punitivo en la cuestión criminal supone, no sólo la inexistencia del delincuente como sujeto de tratamiento, sino nuevas formas de “policía científica” en los campos de la psiquiatría y la psicología; ya que la tarea básica de los operadores del control será identificar quiénes son los individuos peligrosos que atentan contra la seguridad para retirarlos de la comunidad.
El delito como racionalidad gubernamental
Las formas de conocimiento a través de las cuales se estructura el campo de acción en un sentido amplio, constituyen el tipo de racionalidad de gobierno. Fue Michel Foucault quien introdujo la noción de gubernamentalidad cuando emprendió su estudio sobre el gobierno partiendo de los debates políticos del siglo xvi entorno a la soberanía. La gestión gubernamental estará organizada por las instituciones, procedimientos, análisis y tácticas que permiten ejercer esa forma específica y compleja de poder, más allá del Estado, que tiene por blanco principal a la población, por modo de saber principal a la economía política y por instrumento técnico esencial al dispositivo de seguridad.
Lo que significa que si se gobierna a través del delito, entonces, se hace que el delito y los saberes asociados al delito en todas sus formas (el derecho penal, los relatos de la subcultura delictiva, la criminología, la psicología forense etc.) pasen a estar disponibles fuera de los límites de sus dominios temáticos originales y se conviertan en herramientas poderosas para interpretar y presentar un problema de gobierno. Tal premisa cuestiona la idea de dominio del poder sobre la clase baja y la periferia, pues éste se ejerce sobre todos los estamentos sociales. Si bien es manifiesto que se gobierna a los desfavorecidos sociales a través del delito y su criminalización; no obstante, con el pretexto de la seguridad, la sociedad entera se encuentra bajo el influjo del control y cada individuo, en cierto modo, es considerado un delincuente potencial que debe ser observado mediante una videocámara.
El delito se convirtió en un instrumento invalorable para ejercer un poder configurador con un inmenso alcance más allá de las fronteras de lo público y lo privado, reformulando de manera activa el modo en que se ejerce el poder en todos los niveles jerárquicos de la clase, la raza, la procedencia étnica y el género. Y la lógica que rige el delito y las prácticas defensivas, estrategias y racionalidades, se trasladan a todos los espacios sociales donde transcurre la vida cotidiana, paradójicamente, en la época de las libertades.
Desde luego, todo este “complejo del delito” es mediado e intervenido por el oportunismo de los políticos y los medios de comunicación, que fomentan “la experiencia del delito” en un vínculo social paranoico, propio de la subjetividad de la época. Por esto, la gubernamentalidad implica tanto a las técnicas de gobierno en el ejercicio del poder, como a la “mentalidad” en relación con los modos de saber en determinado momento histórico.
Breve síntesis
El tratamiento psicoanalítico de jóvenes delincuentes surgió en los albergues vieneses de la posguerra; y en unos pocos años perdió su significación inaugural y cayó en el olvido. Emigrados a EE.UU., los discípulos de Aichhorn, a fines de los años sesenta, comienzan a operar cambios significativos sobre la comprensión teórica de la problemática clínica que planteaba la delincuencia juvenil; y, al mismo tiempo, la ideología social de tratamiento cede en favor de una tendencia punitiva y de control, cada vez más marcada y generalizada a escala mundial.
Los episodios y fenómenos delictivos en adolescentes dejaron de ser considerados como síntomas susceptibles de desciframiento y tratamiento; y el énfasis quedó puesto en las nociones de personalidad y patologías narcisísticas debido a la conquista de la Ego Psychology, que a su vez era influenciada por una psiquiatría inmiscuida en la cuestión criminal. Al mismo tiempo, el brote de un Estado penal basado en la punición sustituyó a la ideología de solidaridad social; y en poco tiempo, el giro punitivo basado en el encarcelamiento masivo (sin condena) reemplazó por completo al ideal de rehabilitación. Por ende, se multiplicaron los agentes de control y evaluación de riesgos, perdiendo la intención de rehabilitar o mejorar al delincuente ya preconcebido como enemigo de la sociedad. El círculo del control del delito comienza a cerrarse sin fisuras gracias a los elementos jurídicos y psiquiátricos, que componen un conveniente discurso justificador del poder punitivo y la injusticia social. Por esto, los diagnósticos de trastorno de conducta y trastorno de la personalidad, unilateralmente, pasaron a enfocarse políticamente en la “peligrosidad” del individuo.
En otros términos: la preocupación social por la delincuencia juvenil en la posguerra europea encontró una referencia en la experiencia precursora de Aichhorn basada en el psicoanálisis en el ámbito institucional. El olvido de esta experiencia supone un doble desplazamiento: del síntoma a las características de la personalidad y de la asistencia del joven delincuente a la identificación con la víctima del delito; en tanto dos aspectos centrales de una política del miedo al delito como racionalidad gubernamental.
Bibliografía
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