Jorge Sosa. Psicólogo clínico. Psicoanalista. CSMIJ de la Fundació Nou Barris per a la Salut Mental
El síntoma como “lo que no marcha”
Tomado en su sentido más amplio el término “síntoma” remite a “indicio” de un proceso en curso no del todo evidente. Por ejemplo en política se puede decir: “hay síntomas de distensión” cuando determinados hechos indican que hay un descenso de la tensión social. En el campo de la salud el concepto se usa normalmente en un sentido más restringido, indicando una alteración del organismo que revela una enfermedad y que sirve para determinar su naturaleza. Si entendemos que la salud es “el silencio de los órganos”, como ocurre en medicina, un síntoma es como un “ruido”, o como dice Lacan: un palo que impide que la rueda gire según lo esperado, es decir, según el ideal que define lo que es normal.
Esta concepción del síntoma es la que existe también en el campo de la salud mental, donde los síntomas psicopatológicos se le presentan al sujeto y al cuerpo social como un fracaso respecto al ideal o un desajuste respecto a la norma de funcionamiento. En el campo de la infancia, por ejemplo, se parte habitualmente de una concepción determinada de lo que debe ser el desarrollo “normal” de un niño y en base a este ideal tomado como norma se espera que el niño pase “naturalmente” por determinadas etapas evolutivas y cumpla con cierto número de expectativas en cada edad. Eso hace que cualquier desviación respecto a lo que se espera de él adquiera fácilmente la significación de un trastorno del desarrollo entendido como un síntoma cuya causa puede ser situada – si se descarta la hipótesis del inconsciente – : a) como un desarreglo madurativo o un disfuncionamiento cerebral, b) como un error o un déficit en los procesos cognitivos, c) como el efecto de unas condiciones sociales desfavorables para un desarrollo normal, d) como una combinación de estos tres factores.
Sin duda estos factores existen y deben ser tenidos en cuenta en el campo de la salud mental, no obstante, la clínica psicoanalítica nos enseña cada día que un síntoma psicopatológico no es sólo un “trastorno” que el enfermo padece de forma completamente inocente sino la emergencia de una verdad desconocida por su consciencia, la verdad de una satisfacción paradójica puesto que, en su repetición enigmática e inevitable, el síntoma es a la vez un sufrimiento. Este descubrimiento del psicoanálisis implica algo muy distinto que un “déficit” al nivel que sea, pues el síntoma pasa a ser el representante de una parte de la vida psíquica que ha sido rechazada y que por esta misma razón se impone de forma sintomática. Por tanto, como primera conclusión, podemos decir que en el proceso sintomático “algo se dice” y también “algo se satisface” más allá de la vivencia dolorosa que pueda tener el yo consciente. De ello se sigue además, que si el síntoma psicopatológico es un decir que produce una satisfacción, aunque ésta no sea vivida como tal por la consciencia, entonces está hecho de lenguaje, es el retorno repetitivo e insistente de un decir que no ha sido asumido como tal por el sujeto. Esto puede ser afirmado incluso en relación al autismo, un campo en el que nos encontramos con pacientes que a veces no han accedido a la función de la palabra y sin embargo sus síntomas, sus estereotipias, sus comportamientos de evitación o sus crisis tienen una lógica que sólo puede ser construida inscribiéndola en el campo del lenguaje. En cierta forma podemos comparar – como hicieron Freud y Lacan – al síntoma con los jeroglíficos egipcios, que fueron capaces de permanecer cerrados sobre sí mismos e indiferentes al tiempo hasta que alguien fue capaz de hacerse su destinatario y descifrar lo que querían decir.
El síntoma no es reductible a un “trastorno”.
Decíamos que, investigado con los medios del psicoanálisis – lo cual no siempre es posible – un síntoma revela su función de representar una verdad subjetiva y una satisfacción rechazadas. Existen diferentes formas de rechazo y estas son correlativas en el psicoanálisis a las estructuras clínicas descubiertas: neurosis, psicosis y perversión. Hagamos un poco de historia. Desde sus primeros descubrimientos, Freud trató de conceptualizar algo que se le presentaba como una realidad clínica evidente: el modo de retorno de lo rechazado en las psicosis y en las neurosis no es el mismo. Podemos apreciar sus esfuerzos por establecer esta diferencia ya en sus primeros artículos, por ejemplo los dedicados a las “Neuropsicosis de defensa”(1). Años más tarde, en sus “Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia” (el famoso “caso Schreber”) Freud intentará definir la particularidad del mecanismo paranoico a la vez que esboza una teoría sobre la formación de síntomas en la esquizofrenia y en la paranoia apoyándose en los conceptos de “fijación” y “regresión”(2). También constatamos este esfuerzo por conceptualizar la diferencia estructural entre neurosis y psicosis cuando distingue las “neurosis narcisistas” – lo que hoy entenderíamos como el campo de las psicosis – de las “neurosis de transferencia” – lo que hoy entendemos como neurosis. Esta diferenciación tenía un sentido práctico fundamental puesto que Freud había inventado un modo de tratamiento del sufrimiento psíquico basado en la interpretación del sentido inconsciente de los síntomas en el marco de una relación de “transferencia”, es decir, una relación en la cual el analista era captado como un objeto al cual el paciente transfería inconscientemente ciertas relaciones infantiles que formaban parte de su historia reprimida y que estaban en el origen de sus síntomas. Pero Freud había constatado que el fenómeno de la transferencia era distinto según se tratara de una estructura u otra. En el caso de las neurosis la transferencia aparecía como un obstáculo pero también era el principal instrumento de la cura, la condición para que la interpretación de los síntomas resultara eficaz. Por el contrario, en las psicosis, la transferencia resultaba inmanejable y se convertía en un obstáculo insalvable, así que había llegado a la conclusión de que las psicosis no eran analizables, al menos con los medios técnicos de que disponía la ciencia psicoanalítica en aquel momento. De ahí la importancia del diagnóstico diferencial, porque permitía decidir si un paciente podía beneficiarse o no de una cura analítica. Es evidente que hoy estamos en otro momento, ya que el psicoanálisis ha ampliado su campo de aplicación inventando nuevos modos de intervención y tratamiento adecuados a la estructura de las psicosis.
Otro tanto podemos decir de las particularidades de la estructura perversa. En 1905, en sus “Tres ensayos para una teoría sexual”(3), encontramos a Freud intentando establecer la diferencia entre el modo de satisfacción sintomática de la neurosis y el de la perversión porque, aunque uno de los grandes descubrimientos del psicoanálisis es que las fantasías perversas están presentes en todas las estructuras clínicas, ya entonces veía necesario diferenciar estas fantasías de lo que sería la perversión como posición subjetiva. Así vemos que muchos años después, cuando ya ha elaborado su teoría de la fase fálica y del complejo de castración en el niño y en la niña, retomará el problema de la estructura perversa en su artículo “Fetichismo”, para encontrar en el mecanismo de la “renegación” el modo de rechazo que define la posición perversa(4).
En cuanto al mecanismo de la psicosis, Freud dejó indicado que se trataba de un modo de rechazo y de retorno distinto al de la neurosis y al de la perversión, pero no acabó de definir ese mecanismo. Dos de sus últimos trabajos dedicados a este problema son “Neurosis y psicosis”(5) y “La pérdida de la realidad en las neurosis y en la psicosis”(6). Será Jacques Lacan el que, rescatando el concepto de “forclusión” utilizado por Freud a propósito del caso del “Hombre de los Lobos”, y poniéndolo en relación con el complejo de castración, hará de la “forclusión del Nombre del Padre” la causa de la psicosis. Volveremos más tarde sobre este punto ya que antes debemos retomar el problema del síntoma entendido como un trastorno.
Si el síntoma fuera sólo un trastorno, entonces la política consistiría en su eliminación y si esto no fuera posible, por lo menos se trataría de lograr amortiguar el sufrimiento que produce, adormecerlo, lo cual supone una lucha permanente e infinita y no una solución estable. Es lo que pasa cuando se interviene únicamente desde la sugestión o la medicación. Lo interesante de la perspectiva psicoanalítica, según la cual el síntoma no sólo perturba sino que también implica una satisfacción pulsional, es que aunque sea vivido como algo doloroso y disruptivo ya es en cierta forma un intento de solución en la medida que es una respuesta del sujeto a las exigencias de la vida pulsional. Puede que no sea la única posible, o la más placentera, y esto abre el campo al tratamiento, pero ya es una solución en la medida en que es un modo de satisfacción para el sujeto. Entonces, vistas las cosas desde esta perspectiva, ya no se trataría de encontrar un modo de intervención que apunte únicamente a la desaparición del síntoma, al contrario, se trataría más bien de tomar al síntoma como una palanca para operar una modificación del sujeto, condición indispensable para conseguir unos efectos terapéuticos duraderos.
Sin embargo, la opción de considerar al síntoma como un trastorno que debe ser borrado rápidamente no es minoritaria en nuestra civilización sino una vasta operación condicionada por diferentes factores, que van desde la difusión de una ideología que tiende cada vez más a reducir al sujeto a un puro objeto de intercambio en el mercado capitalista hasta la existencia de unos intereses económicos muy poderosos – especialmente de la industria farmacéutica – que intentan imponer sus políticas de venta a cualquier precio. Evidentemente esta concepción rechaza la posibilidad de que un síntoma quiera “decir algo”, es decir que esté vinculado a un “saber particular”, un “saber inconsciente”. Al contrario, lo que afirma, en nombre de una concepción simplista de lo que debería ser una ciencia, es la “objetivación” de los síntomas mediante un saber que vale igual para todos los casos. De esta manera se genera un tipo de práctica en que lo más particular de cada sujeto – su “saber inconsciente” y su “responsabilidad subjetiva” – quedan excluidos al mismo tiempo que se diluye también la responsabilidad del terapeuta puesto que su acción se reduce prácticamente a la correcta aplicación del protocolo.
Sin la suposición de un sujeto del inconsciente, que permita poner en relación los distintos síntomas de un cuadro clínico con una historia particular y una estructura subjetiva, lo que vemos surgir es una proliferación de trastornos que son tomados como unidades separadas e independientes y que requieren cada uno un fármaco y un tipo de psicoterapia específicos. Por eso un sujeto puede ser medicado con un ansiolítico para su trastorno ansioso, con un antidepresivo para su tristeza, con un hipnótico para su insomnio, etc. Todo al mismo tiempo y sin que se le dé ninguna importancia a la coyuntura vital en que surgió la enfermedad, a los sentimientos de culpa o de vergüenza que indican su responsabilidad inconsciente o a los signos discretos, casi inapreciables a veces, de un desencadenamiento psicótico. Con esta manera de entender la clínica se pierde lo más importante que es el “sentido” de la enfermedad, es decir, lo que está en causa. Tomemos por ejemplo el caso de una adolescente que acaba de hacer un intento de suicidio después de haber sido “curada” algunos años antes de un cuadro de anorexia. Desde la perspectiva del trastorno, podría parecer que estos dos episodios responden a dos problemáticas diferentes y nada impide afirmar que el primer tratamiento fue un éxito. Todo cambia si introducimos la hipótesis del sujeto del inconsciente ya que entonces podremos hacer surgir en el discurso de esa paciente una posible relación entre la resolución del primer síntoma y el surgimiento – años más tarde – del segundo. Si admitimos que un síntoma no es sólo un trastorno sino también un modo de satisfacción de la pulsión podremos sostener entonces que lo que no fue tenido en cuenta en el tiempo nº 1 retornó de manera más virulenta y menos subjetivada en el tiempo nº 2. Por tanto la estadística que contabiliza el primer tratamiento como eficaz desde el punto de vista terapéutico, resulta falsa desde el momento en que introducimos la hipótesis del inconsciente. Como ven, este tipo de cuestiones son básicas para poder plantearse de una manera realista los problemas que nos plantea la salud mental en nuestra época. Una “objetivación” del sujeto basada en un saber que no le otorga ninguna responsabilidad respecto al sufrimiento que padece ni le supone ningún saber sobre el sentido de sus síntomas lo empuja irremediablemente a identificarse como “enfermo” y a sentirse completamente irresponsable de lo que le pasa. Lo autoriza a pensar que el destino, la mala suerte o los otros son los verdaderos responsables de su dolor y por tanto los que tienen que hacerse cargo del problema. La depresión generalizada, la cronificación de los sujetos fijados a los beneficios secundarios que les procura su enfermedad, son síntomas de nuestra época, en gran parte derivados de una ideología que proclama el derecho a gozar sin tener que pagar ningún precio, sin querer asumir ninguna falta. Los servicios de salud mental – tanto los que atienden a niños y jóvenes como que tratan a los adultos – son testigos privilegiados del hecho de que son cada vez más las personas que se encuentran desamparadas en su condición de sujetos y atrapadas en esta trampa mortal.
Nuestra posición es contraria a esta ideología. Aunque el síntoma pueda ser vivido como un trastorno la experiencia analítica nos enseña que el sujeto – niño o adulto – está atado a su síntoma más de lo que cree, hasta el punto de que una cura pasa necesariamente por momentos en que – aunque no sea consciente de los verdaderos motivos de su actitud – el paciente hace todo lo posible por no desprenderse de ese modo de satisfacción que es su enfermedad. Las fases de “resistencia”, las interrupciones, los períodos de desconfianza en el tratamiento, las curaciones milagrosas o por el contrario, el agravamiento temporal de los síntomas, tienen en general este sentido, aunque evidentemente la relación del sujeto con esa parte rechazada de su ser no es la misma en cada estructura. Incluso se podría decir que es en ese punto donde podemos verificar una diferencia entre estructuras clínicas. Detengámonos un momento en estas diferencias.
Neurosis y psicosis
El síntoma neurótico es el retorno de un saber reprimido, es decir de un saber inconsciente. En efecto, lo reprimido es algo que el sujeto “sabe” sobre su deseo pero que “no quiere saber” porque contradice la idea que quiere tener de sí mismo. En otras palabras, porque entra en contradicción con la satisfacción que le aportan sus identificaciones ideales. El precio de este rechazo es el síntoma, algo inexplicable y doloroso, un “cuerpo extraño” del que el enfermo quisiera desprenderse y que sin embargo se le impone con enigmática persistencia. Las fobias, las conversiones histéricas, las obsesiones, las impulsiones, testimonian con su repetición y su irreductibilidad que no basta un acto de voluntad, un ejercicio de autodominio o un trabajo reeducativo para eliminarlas, porque su fuerza proviene de otro lugar que no es el yo. No son simples imaginaciones ni tampoco cogniciones erróneas, sino representantes de algo que se satisface en el inconsciente. De ahí proviene su enigmática fuerza. Un síntoma neurótico implica la satisfacción simbólica de una fantasía inconsciente y es por esta razón que la cura psicoanalítica de las neurosis no consiste en una batalla centrada en la eliminación del síntoma sin interrogarlo, sino en hacer el rodeo que va del sufrimiento consciente del síntoma al goce inconsciente de una fantasía, esto es, un desciframiento del saber inconsciente implicado en el síntoma.
En las psicosis nos encontramos con algo completamente distinto, pues resulta que esa satisfacción rechazada no se ha inscrito ni siquiera bajo la forma de una fantasía reprimida. Como consecuencia de ello, esa parte amputada de la simbolización retornará “en lo real” – según la fórmula de Jacques Lacan -, es decir como una experiencia en la que el sujeto no tiene la más mínima sospecha de que eso con lo que se enfrenta sea una parte rechazada de su ser. La alucinación, la certeza delirante, el exceso maníaco, la falta de vida en la depresión o el pánico del autista cuando en su vida repetitiva y estereotipada emerge el abismo del deseo del otro, son experiencias en las que podemos reconocer el “retorno en lo real” de algo que ha sido rechazado de la simbolización; algo a lo que sin embargo el sujeto se encuentra encadenado y con lo que deberá encontrar la manera de arreglárselas. Es por eso que tampoco esta vez deberíamos pensar únicamente en la eliminación del síntoma, considerándolo un trastorno completamente ajeno al sujeto. No deberíamos hacerlo porque, visto desde la perspectiva de un retorno del goce rechazado, el síntoma ya se plantea como una solución al problema que la vida pulsional le plantea al aparato psíquico; en todo caso la única solución que el sujeto ha encontrado como respuesta a las exigencias de la vida pulsional.
El síntoma es una solución
La afirmación de que el síntoma no es verdaderamente el problema sino un intento de solución es acorde con la afirmación freudiana de que “el delirio no es la enfermedad sino el intento de curación”. En efecto, en el caso del delirio vemos que se trata de un trabajo de elaboración para dar sentido a una serie de fenómenos de intrusión. Clérembault los llamó “fenómenos elementales” y consideró – de acuerdo con sus postulados biologistas – que tenían una causa cerebral y que el delirio era secundario a los mismos, constituyendo un esfuerzo del enfermo por darles un sentido. El psicoanálisis – que no comparte esta hipótesis etiológica y considera que existe una causalidad psíquica o significante de la psicosis – rescata no obstante la idea de considerar el delirio como un trabajo subjetivo para dar sentido a unos fenómenos que el sujeto vive como algo completamente ajeno. En su estudio sobre el Presidente Schreber, Freud plantea que en los mismos fenómenos alucinatorios de la psicosis podemos reconocer no sólo el retorno de lo que fue rechazado de la vida sexual sino también la defensa del sujeto, por ejemplo en los desdoblamientos de la figura del perseguidor(7). Años más tarde, Lacan, en su tesis doctoral titulada “La paranoia en sus relaciones con la personalidad”, afirmará que de la misma manera que en la estructura de la hoja está prefigurada la estructura del árbol, también en la estructura del fenómeno elemental ya están prefiguradas las líneas de fuerza del delirio(8). No se trata entonces, ni para Freud ni para Lacan, de considerar al delirio como un esfuerzo del sujeto por dar sentido a un fenómeno cuya causa es orgánica, sino que de entrada el mismo síntoma surge como un modo de inscribir un goce rechazado. Es lo que vemos en el caso del Presidente Schreber donde el delirio de trasformación en la mujer de Dios será su manera de inscribir en lo real lo no simbolizado del complejo de castración. O más exactamente, de inscribir una pérdida que es inherente a la constitución del sujeto en el orden simbólico a la vez que da un nombre y una localización corporal al empuje de la pulsión sexual que está en el origen de su enfermedad. Comprobamos por tanto que el síntoma viene a suplir con su artificio una falta de simbolización, algo que sin embargo no debe hacernos creer que sería posible la existencia de un sujeto sin síntomas, es decir totalmente ordenado por lo simbólico. Ese sujeto no existe en verdad más que en el mundo de los ideales, un sujeto completamente “normal” y “dueño de sí mismo”. No existe porque el desfallecimiento de lo simbólico es estructural, es la “realidad” con la que todos los sujetos están confrontados. De hecho las diferentes estructuras clínicas son diferentes modos de respuesta a este déficit estructural y por lo tanto son “estructuras sintomáticas”.
Para avanzar un poco más en este camino del síntoma entendido como una solución y no sólo como un trastorno vamos a referirnos brevemente a otro caso de Freud, aunque ahora se trata de un caso de neurosis. En el “Análisis de la fobia de un niño de cinco años”, conocido como el “caso Juanito”(9), podemos comprobar que el síntoma, la fobia al caballo, viene a suplir la función simbólica del padre, cuya posición en relación al deseo de la madre y también en relación a su propio deseo no le sirve a Juanito de apoyo para simbolizar la separación respecto a la madre, es decir, la “castración simbólica”(10). Por eso está angustiado. La fobia a los caballos surge entonces como una respuesta a esa carencia paterna precisamente en el momento en que Juanito se encuentra “traumatizado” por el surgimiento de la excitación del pene, una excitación que en cierta forma hace existir su pene como algo separado o separable del cuerpo, destruyendo así el universo imaginario en el que se había sostenido hasta ese momento, o sea, la fantasía de que él, como un “todo”, era el objeto que colmaba el deseo materno. ¿Qué hacer entonces con su pene, ese pequeño apéndice con vida propia? Su erección introduce la sexualidad en su vertiente más traumática, pero Juanito no está en las mejores condiciones para arreglárselas con eso, en primer lugar porque su madre lo coloca a él y no al padre como partenaire sexual, y en segundo lugar porque el padre no hace de ella la causa de su deseo. De este modo se cierra el camino que lo llevaría a “temer” a su padre y “renunciar” a su madre. En verdad ocurre lo contrario: “no teme a su padre” y “no renuncia a su madre”, o sea que la verdad de la castración permanece reprimida y el síntoma fóbico se hace necesario para suplir la función simbólica del padre y reintroducir una distancia respecto a lo que lo angustia. Es así que encuentra un objeto, el caballo, que puede cumplir la doble función de hacerse el representante del trauma de la sexualidad y permitir a la vez la construcción de un orden simbólico ahí donde antes reinaba la angustia. El caballo, en efecto, reintroduce el límite que no pudo sostenerse en el Padre y permite al niño construir un universo en el que hay lugares que le están prohibidos debido a la presencia del caballo y otros que le están permitidos. Así nos encontramos con que la fobia a los caballos es un principio de solución a la angustia que le produce el encuentro con la pulsión sexual en un marco incestuoso y también un llamado al padre como representante de la ley, como aquel que debería ayudarlo a separarse de la madre y a situarse como ser sexuado. Podemos ver entonces que la función del padre en el psiquismo constituye una solución al trauma de la pulsión. En la medida en que es situado como el que prohíbe el goce de la madre a la vez que puede gozar legítimamente de ella, el padre es el síntoma neurótico por excelencia, el modo neurótico de inscribir por un lado la pérdida constitutiva del sujeto y por otro la “versión” del goce sexual que operará desde su inconsciente y determinará sus elecciones de objeto. Por eso al final de su enseñanza Lacan hablaba del Nombre del Padre como de una “perversión”, jugando con el equívoco en francés entre “perversión” y “pere-versión”, la “versión del padre” sobre lo que es el goce. Algo que nos da una idea muy clara de la función de nominación que Lacan le otorgaba.
Se podría pensar entonces – como de hecho llegó a pensar Freud después de escuchar a sus pacientes neuróticos – que el padre es la verdadera causa de la castración, es decir de esa falta de goce que lastra al sujeto, porque aparece como aquel que prohíbe al hijo gozar de la madre y prohíbe a la madre gozar del hijo. Sin embargo, como Lacan ha podido demostrar, esto no es más que una forma neurótica de seguir soñando que esa completud es posible, cuando en verdad la pérdida del paraíso primordial no es obra del padre sino efecto de la constitución misma del sujeto en el campo del lenguaje. El padre no es la causa de la castración sino la manera que tiene el sujeto neurótico de rechazar y dar sentido a esa imposibilidad, es una creación del neurótico y por lo tanto un síntoma. Ahora bien, que el “Nombre del Padre”, como llamó Lacan a esta función, sea un síntoma, no quiere decir que la castración lo sea. Tenemos que ver entonces qué pasa cuando la función simbólica del padre no se ha inscrito para el sujeto.
La clínica de las psicosis nos enseña que en efecto hay sujetos en que la función del padre como vehículo de la castración y acceso al campo del deseo no se ha producido, ha sido rechazada de la simbolización. Esto tiene como consecuencia una modificación de las relaciones del sujeto con el lenguaje y con el goce pulsional ya que el psicótico se verá obligado a inventar otro tipo de solución para articular la pérdida que introduce el lenguaje con la satisfacción de la pulsión enraizada en el cuerpo. En este campo nos encontramos con sujetos acosados por fenómenos que pueden ser ordenados en dos vertientes: por un lado, los fenómenos que presentifican la negatividad mortífera del lenguaje, la presencia absoluta de la falta sin ninguna compensación. Por otro, los fenómenos de retorno deslocalizado del goce pulsional, como un “exceso” que no viene a colmar ninguna falta(11). Tanto si este exceso está situado en el “otro” (ej. Paranoia), en el cuerpo (ej. Esquizofrenia), o en una culpabilidad delirante (ej. Melancolía), siempre se trata de “algo” de lo que el sujeto se quiere separar, al punto de que podríamos decir que si hay un deseo en las psicosis es el de producir esa separación, esa negativización del goce(12). Basta con dirigirse a los fenómenos clínicos armado con estas herramientas para reconocer esto en los diferentes tipos de psicosis, es decir en los diferentes modos de retorno en lo real de lo que ha sido rechazado de lo simbólico.
Por tanto el síntoma en las psicosis también es un esfuerzo por articular la pérdida que implica el lenguaje con la satisfacción que exige la pulsión, de la misma manera que el padre en tanto síntoma permite hacerlo en las neurosis. Se comprende entonces que la clínica psicoanalítica no apunte a lograr la desaparición de los síntomas a cualquier precio, en nombre de un ideal de normalidad, sino a lograr que el sujeto construya un síntoma, es decir un modo de satisfacción, que le permita soportar la vida.
Notas
(1) Freud, S. “Las neuropsicosis de defensa” (1894) y “Nuevas Observaciones sobre las neuropsicosis de defensa” (1896). Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(2) Freud, S. “Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (“demencia paranoide”) autobiográficamente
descrito” (1910 – 1911). Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(3) Freud, S. “Tres ensayos para una teoría sexual” (1905). Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(4) Freud, S. “Fetichismo” (1927). Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(5) Freud, S. “Neurosis y psicosis” (1923-1924). Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(6) Freud, S. “La pérdida de la realidad en las neurosis y en las psicosis” (1924) Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(7) Freud, S. “Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (“demencia paranoides”) autobiográficamente descrito” (1919-1911), pag. 1511. Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(8) Lacan, J. “ De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad”. Siglo XXI, Buenos Aires.
(9) Freud, S.“Análisis de la fobia de un niño de cinco años (caso Juanito)” (1909). Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981.
(10) Ver la lectura que hace J. Lacan del caso, especialmente en “Las relaciones de objeto” (libro IV de su Seminario) y “Las formaciones del inconsciente” (libro V de su Seminario). Ed. Paidos, Buenos Aires.
(11) Ver Colette Soler, “Pérdida y culpa en la melancolía”, en “Estudios sobre las psicosis”, Ed. Manantial.
(12) Ver Jacques Alain Miller, “¿Producir el sujeto?”, en “Matemas I”, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1987.