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13_10_aÁngel Martínez-Hernáez. Profesor titular de Antropología URV (Universitat Rovira i Virgili)

En los últimos años ha ganado impulso, tanto en los sistemas expertos como en el imaginario cultural de las sociedades de capitalismo avanzado, una noción de persona que entiende la subjetividad como determinada por su anclaje cerebral. Básicamente, esta concepción de lo humano defiende que uno es lo que es su cerebro y que el comportamiento puede reducirse, en última instancia, a un mundo de fenómenos neurales que explica nuestros deseos, voluntades, decisiones, y, también, nuestras aflicciones. Esta idea de sujeto cerebral lleva aparejada nuevos discursos y nuevas prácticas que cada vez van adquiriendo mayor centralidad en la vida social. Desde el neurotraining de “mantenga en forma su memoria” a la cosmética psicofarmacológica, desde la utilización de imágenes cerebrales en los tribunales de justicia a la explosión de especialidades y sus neologismos derivados (neuro-ética, neuro-estética, neuro-psicoanálisis, neuro-educación o neuro-economía, entre muchas otras), el cerebro, o mejor dicho la cerebralización de lo humano, se ha convertido en un lugar común de nuestro mundo contemporáneo.

Como algunos autores han apuntado (Vidal 2009, Ortega 2009), el sujeto cerebral no es una figura nueva en el paisaje intelectual, ya que podemos retrotraerla al desarrollo, iniciado en el siglo XVII, de la modernidad en las sociedades occidentales y su idea de reducción del “ser” y del “yo” a un cerebro que se define como el único órgano necesario para ser (pues uno no tiene un cerebro como tiene un hígado). El cerebro no se tiene de la misma forma que otro órgano puesto que, según esta doctrina, constituye el locus por excelencia de la identidad personal. El desarrollo de las neurociencias se instala en esta misma episteme.

De acuerdo con las últimas agendas neurocientíficas, que auguran el advenimiento de un conocimiento integral de nuestros procesos cerebrales, se ha potenciado tanto la investigación como sus tecnologías asociadas (incluyendo el campo de la psicofarmacología), a la vez que se ha dado un impulso a esta idea de un sujeto cerebralizado que amenaza no sólo el lenguaje convencional, sino también las viejas formas de organización y diferenciación social, en beneficio de una real o imaginada (pero al fin y al cabo real en lo simbólico) neurosociedad y neurocultura.

En el ámbito de la clínica de salud mental, la importancia otorgada a la imaginería cerebral, a la investigación en neurociencias y a las posibilidades abiertas por los psicofármacos, ha permitido cada vez más la consolidación de esta noción de subjetividad cerebral. La depresión, la ansiedad, el polémico trastorno por déficit de atención e hiperactividad, los trastornos de personalidad y de conducta, por no hablar ya de la psicosis, se han convertido en ejemplos de esta especie de synaptic self o, siguiendo a Rose (2007), neurochemical self, que, a menudo, aunque sólo en términos puramente ornamentales, queda mitigado en el discurso con la apelación, tan frecuente como vacía de contenido, al modelo biopsicosocial.

Algo similar ha ocurrido en los saberes populares a través de la persuasión que los sistemas expertos y los medios de comunicación han establecido sobre ellos. Ya sea para contestar y criticar el ejercicio de dominación que se vislumbra bajo los sistemas de clasificación asociados con las categorías diagnósticas, como ha denunciado el movimiento de la neurodiversidad (Ortega 2008), o para aceptar estas mismas clasificaciones como una realidad natural (grupos de consumidores), en el imaginario social son recurrentes las narrativas de malestar que encierran claves explicativas de tipo cerebral. Lo que podemos llamar “neuro-narrativas” son ya un género lego de nuestro tiempo. El papel que tuvieron en otro momento las explicaciones sociales y psicológicas para dar cuenta del malestar y el comportamiento ha dejado paso a un relato sobre factores biológicos y neurotransmisores. El sufrimiento ha adquirido un rostro neuronal, de tal modo, por ejemplo, que el duelo y la tristeza pueden ser reducidos a un funcionamiento anormal de la serotonina.

Este nuevo género narrativo llama la atención por su innovación y, también, por su contradicción con la estrategia explicativa que ha caracterizado a las ciencias sociales, en general, así como a la antropología, en particular. Para gran parte de los antropólogos el sujeto es producto de una estructura social y de un universo cultural, pero no en el sentido de que la sociedad afecte a la subjetividad, sino en la medida en que la subjetividad es entendida como un fenómeno social en sí mismo: la sociedad está en el sujeto como el sujeto en la sociedad. Ya lo planteaba Clifford Geertz (1975) al mencionar que somos individuos incompletos e inconclusos que nos completamos por obra de la cultura, aunque no por la cultura en general, sino por formas específicas de ella: la cultura javanesa, la italiana, la bororo, etc. También Lévi-Strauss (1987) expresaba con claridad que la identidad personal no es más que un territorio donde suceden cosas, pues el yo (tanto el je como el moi) no existe más allá de ese punto de la estructura en donde el fluir de la vida social nos atraviesa. Así, frente a la teoría que subyace a la cerebralización de lo humano, donde el mundo social es un acontecimiento dependiente de una estructura (el cerebro), para gran parte de las perspectivas antropológicas el sujeto (incluido el sujeto cerebralizado) no es más que un acontecimiento dependiente de una estructura (la vida social) que es a la vez externa e interna a él, que lo modela y lo conforma. En este contexto me gustaría enmarcar las transformaciones acaecidas sobre la noción de persona como consecuencia de la expansión de los nuevos antidepresivos.

Desde la validación en 1986 del clorhidrato de fluoxetina (más conocido por uno de sus nombres comerciales: Prozac) en Bélgica y en 1987 en los Estados Unidos de América, la proliferación de apelativos en los medios académicos y de comunicación de masas sobre las virtudes, defectos y repercusiones sociales de este tipo de fármacos ha generado una auténtica polifonía terminológica. “La cultura de las drogas legales” (Rimer, 1993), “La cápsula de la evasión” (Bracewell, 1993), “La nueva cosmética psicofarmacológica” (Kramer, 1993), “La píldora de la personalidad” (Toufexis, 1993), “La píldora de las píldoras” (Nuland, 1994) o “La generación Prozac” (Grant, 1994) son sólo algunos de los calificativos más populares que adquirieron resonancia ya en la primera mitad de la década de los noventa. Estos relatos sobre los nuevos antidepresivos (ISRS, ISRN, ISRNS, entre otros) anticiparon, de hecho, el incremento del consumo de este tipo de psicofármacos. Como indica la Figura 1, el número de DDDs (Dosis Diarias Definidas) de antidepresivos ha aumentado de forma espectacular en el último decenio, llegando incluso a duplicarse en muchos países.

No voy a tratar aquí el desarrollo de este fenómeno que he analizado en otros textos (Martínez Hernáez 2006, 2007), pero sí creo importante subrayar que en relativamente poco tiempo, las formas tradicionales de resolver este tipo de aflicciones han dejado paso a una lógica de resolución mediante psicofármacos que son apoyadas con metanarrativas expertas sobre las bondades de las nuevas moléculas, sobre la necesidad del tratamiento precoz y sobre la emergencia de una era de la depresión que augura que en un futuro muy próximo esta dolencia se convertirá en la segunda en términos de incapacidad y morbilidad. Metanarrativas que nos hablan de una epidemia inusitada de disfunciones, hasta el momento supuestamente infradiagnosticadas o simplemente inexistentes, que hay que tratar conjurando sus riesgos, a modo de lo que Castiel y Álvarez-Dardet (2007) han definido como la “salud persecutoria” o, lo que es lo mismo en este caso: el control biopolítico de las emociones y los estados de ánimo. Incluso, desde este género, se apela a los factores sociales mientras se encubre su supuesto efecto a partir de la idea de que una cosa son las influencias externas y otra las condiciones cerebrales preexistentes. Así, el sujeto emerge como una isla psicopatológica influida por la marea del mundo social y sus múltiples riesgos, pero sin pertenecer enteramente a ella. Sujetos escindidos de sus lazos y de sus vínculos. Sujetos aislados y sufrientes como consecuencia de una supuesta determinación que los convierte en vulnerables. Sujetos, en fin, predestinados a ser lo que son, a menos que modelen su biología cerebral con las nuevas neuro-tecnologías.

Éste es el caso del Señor Z, un joven que cuando acabó sus estudios universitarios se vio abocado al trabajo precario y la frustración de sus expectativas profesionales. En el momento de la entrevista estaba viviendo en una ciudad de la periferia de Barcelona y tres años atrás empezó a “sentirse mal”. Por este motivo consultó a un par de psiquiatras, ya que un amigo se lo aconsejó. Los dos profesionales coincidieron en el diagnóstico: “depresión”, y le informaron que padecía, según sus palabras, “un desajuste de los neurotransmisores”. El Señor Z afirma que la “depresión es una enfermedad terrible”, que le costaba levantarse por las mañanas, que siempre estaba cansado y sin energía. También informa (con un discurso que evoca los últimos DSMs), que tenía dificultades para concentrarse mientras compaginaba largas jornadas laborales con la ampliación de sus estudios de Derecho. Dice que dormía mal y a menudo se pasaba la noche insomne con las consiguientes repercusiones al día siguiente. Su vida familiar y afectiva se resentía.

Tras un periodo consumiendo antidepresivos bajo prescripción médica, afirma que se siente más alegre y que ve “la vida con optimismo”. En un momento de su relato asevera: “Ahora mi química cerebral está bien”. Cuando le pregunto por el impacto de las condiciones laborales en su vida se muestra un tanto confuso y dubitativo, como si no supiera a qué referir su aflicción: ¿a sus condiciones laborales?, ¿a su “química cerebral”? Me explica que ha trabajado con contratos para diferentes empresas de trabajo temporal, yendo aquí y allá, esperando una estabilidad laboral que no llega nunca. Afirma que se “desgastó”, que “se quemó” física y psicológicamente hasta que no pudo ya más dormir, disfrutar, reír o levantarse por las mañanas. Sin embargo, todo el contexto de producción de su malestar ha sido oscurecido ahora con sus teorías cerebrales, mistificado de la misma forma que Marx (1976) señaló para las relaciones sociales de producción. La causa de sus problemas está en sus neurotransmisores. De hecho, Z construye una auténtica neuro-narrativa donde la explicación se reduce a sus supuestos desajustes cerebrales, mientras minusvalora el contexto social como realidad estructurante de su aflicción.

La narrativa del Señor Z no es muy diferente a la de otros consumidores de antidepresivos. Los conflictos laborales (precarización en el empleo, condiciones de trabajo), el desempleo, la dificultad de acceso a la vivienda, el peso de la atención doméstica a familiares (tarea que, por regla general, recae en las mujeres), la pérdida de las redes sociales, la pobreza, la marginación, la sensación de soledad y la imposibilidad de mimetizar las imágenes culturales de éxito y de consumo son algunos de los factores más invocados. En realidad, una parte considerable —aunque difícil de cuantificar— de los estados depresivos tratados en los dispositivos de atención son malestares que responden a lógicas de la estructura social y de una economía-política que demanda a los actores ajustes al mercado de trabajo y mantenimiento de su capacidad de consumo. Aquí el antidepresivo deviene un recurso posible para soportar las incertidumbres y los riesgos de desafiliación, entendiendo ésta —y en palabras de Castel (1995, p. 36)— como la imposibilidad o dificultad estructural de los actores para “reproducir sus existencias y asegurar su protección”. Quizá por ello, algunos consumidores llegan a afirmar que este tipo de medicamentos es lo “mejor que se ha inventado” (Martínez Hernáez, 2007).

En el imaginario de muchos consumidores, el antidepresivo se convierte en la salvación, en el instrumento necesario para cambiar su perspectiva del mundo y de las cosas y poder, así, continuar con su actividad laboral y acometer algunas transformaciones, como la búsqueda de una nueva pareja o el cambio de vivienda. En realidad, es habitual que la sensación de euforia pueda materializarse en comportamientos que retroalimentan la sociedad de consumo, como la compra de ropa y de diferentes productos, el cambio de vivienda o el inicio de una actividad empresarial, como en el caso del Señor Z. De esta forma, el entusiasmo se convierte en socialmente funcional, mientras que la época asociada a la “depresión” se percibe como un tiempo durante el cual el sujeto era un inadaptado, presa del miedo a endeudarse, con inseguridades sobre el futuro y sin expectativas. De hecho, el antidepresivo opera como un auténtico integrador social, como un instrumento de adaptación que permite conjurar las incertidumbres y los riesgos de desafiliación, a la vez que encubre éstos con un narrativa tan cerebralizada como irreflexiva. Aquí la concepción del sujeto cerebral nos revela sus poderes fetichistas, pues no sólo desocializa las aflicciones humanas, sino que también naturaliza las convenciones de un determinado modo de producción y su mundo de necesidades creadas.

El sujeto cerebral, enredado entre sus malestares y su posición de consumidor, construye una narrativa de sinapsis y disfunciones donde el mundo social resulta ajeno. No es, obviamente, un sujeto excluyente, pues cohabita con otras formas de subjetivación. Tampoco es un sujeto necesariamente dogmático. Su particularidad es ser un sujeto para el cual lo estructurante es su cerebro. Es por ello que se convierte en un sujeto para-sí, aunque esto no signifique que estemos hablando de un sujeto reflexivo. El bucle hacía sí mismo no se devuelve hacia un pensarse como ser-en-el-mundo, tampoco hacia otros con rostro, sino hacia un cerebro fantasmal que no comprende, pero que ofrece sentido aparente a lo que ocurre. En este punto, el sujeto cerebral construye fantasmagorías donde se objetiviza a sí mismo, mientras a la vez subjetiviza las aflicciones (depresión), sus supuestas causas (disfunción serotoninérgica) y los tratamientos (Prozac, Seroxat, Citalopram, etc.) en una especie de esfuerzo mimético con ese proceso de la cultura capitalista por el cual las cosas se personifican y los sujetos se tornan cosas.

Nota

(*) Text presentat a la XI Jornada de Debat de la Fundació Nou Barris “L’ús de la medicació, ús de la paraula. La clínica en la infancia i l’adolescència avui”, el 15 de Març de 2013.

Bibliografía

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