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Héctor García de Frutos Psicoanalista. Director de máster “Actuación clínica en psicoanálisis y psicopatología” y del posgrado “Abordaje interdisciplinar de los nuevos síntomas de la infancia y la adolescencia”, Universidad de Barcelona

1. El cerebro: órgano real y representante del ser

El cerebro: esa extensa red de somas y axones neuronales, estructurada en sectores especializados, cuya actividad desemboca en procesos específicos. Organizado de forma modular, pero profundamente interconectado. ¡Híper! conectado: 1014 conexiones en un cerebro adulto, es decir, centenares de billones. Incontables, en cierto modo. Una complejidad nunca suficientemente recordada avala esta red como centro de operaciones de todos aquellos procesos que atañen a la conducta y regulan el cuerpo. Encarna, además, en cierto modo, y mejor que ningún otro órgano, el misterio de lo vivo.

En lo que se refiere al comportamiento humano, este órgano (hipercomplejo, a la par que unitario) se ha erigido además como piedra filosofal. Su actividad interna e interacciones con el cuerpo son capaces de convertir el viviente inanimado neuronal en acciones subjetivas, conscientes, y/o intencionales (dirigidas a algo). El prestigioso filósofo John Searle (como muchos otros) afirma así que causa los procesos mentales(1). A la vez, en ese pasaje se produce un salto cualitativo: ¿cómo es posible pasar de la actividad celular inanimada a la sensación, la experiencia, lo mental? Es lo que ha dado en llamarse el “problema tradicional mente-cuerpo o mente-cerebro”(2). En esta duplicidad (cuerpo o cerebro), propia de la filosofía que se interesa por la neurociencia, captamos bien una primera tendencia a la asimilación: como responsable último del gobierno del cuerpo, el cerebro podría ser su equivalente. Otro símil insistente es el que se establece entre el córtex y el sistema nervioso central (más amplio, pero que incluye al primero). El centro de operaciones, ¿es uno u otro? Searle (por tomar un ejemplo) plantea esta duda, casi en un detalle, al afirmar el siguiente principio de su filosofía de la mente: “los dolores y otros fenómenos mentales son solo rasgos del cerebro (y quizás del resto del sistema nervioso central)”(3).

Constatamos en estas dos duplicidades la dificultad propia de toda operación metonímica, es decir, la que toma la parte por el todo: siempre es posible ampliar o reducir el recorte que es tomado como representante del todo. En este caso, el todo aquí considerado es el cuerpo, concebido como unidad a partir del momento en que es la sede no solo de la experiencia física, sino de toda experiencia. Esto es, el organismo en tanto es concebido como forma unitaria por la mentalidad. “Somos” ese cuerpo. A la vez, vacilamos sobre este ser, en la medida en que lo tenemos: podemos tomarlo como objeto al mirarnos en él, entrenarlo, tatuarlo, excitarlo, admirarlo como nuestra más bella posesión. Lo que trato de señalar es que el problema mente cuerpo remite a la dialéctica entre ser y tener el cuerpo. Una dialéctica que reside en la no equivalencia entre lo que uno puede dilucidar que es, y que remite al lenguaje; y esa res extensa que concebimos como nuestro molde, pero cuya experiencia subjetiva se presenta en ocasiones como ajena a uno mismo. Es en este sentido que Jacques Lacan afirmará en los años setenta que finalmente el Otro, el punto límite de lo ajeno, es el cuerpo.

 

2. Cirugía plástica de lo consciente y lo inconsciente

La particularidad del cerebro a este respecto es que puede ser ese núcleo del cuerpo-organismo que permite garantizar la materialidad del sí mismo, por oposición al cuerpo que se tiene. Es el desplazamiento científicamente validado de esa glándula pineal en la que Descartes suponía se daba el encuentro entre la res cogitans y la res extensa. No en vano, y a diferencia de los demás órganos, el cerebro no se puede trasplantar; y si eso fuera posible, ya no podríamos afirmar que se trate del mismo individuo. Si el cuerpo da forma a la identidad, en el cerebro yacería su esencia. Pasa a ser concebido como parte y forma, tanto del ser como del cuerpo. Por sus propiedades, llama a ser estudiado, pues se espera que revele los misterios del alma. Un alma que ya no tiene a la conciencia como su más digno representante, sino a la actividad neuronal.

 

En neurociencias tiende a considerarse en efecto que la actividad cerebral emparejada a una acción se manifiesta algunos centenares de milisegundos antes de que esta acción sea consciente: la idea fue consolidada por los controvertidos pero determinantes experimentos de Libet, que aisló una onda propia del acceso a la conciencia, la P3, posterior a la activación neuronal(4). El lugar del agente queda así desplazado: del individuo a ese cerebro que es el objeto agalma, fascinante, que escrutan y con el que experimentan los neurocientíficos. La conciencia, sin embargo, no ha quedado como un tema en desuso, al contrario: la neurociencia la investiga de forma privilegiada en este siglo xxi. Es una forma de restituir al individuo como agente, pero bajo el dominio neuro. A este respecto, es interesante la hipótesis que Stanislas Dehaene, actual presidente del Consejo Científico de la Educación Nacional Francesa, presenta como avalada por los cuantiosos experimentos de su equipo: la conciencia corresponde a una difusión global de la información en el córtex(5). Ello, gracias a las neuronas de un espacio de trabajo específico, gigantes y con largos axones, que transmiten la información a todo el córtex(6). Es el fenómeno “fame in the brain(7): guardamos así en la mente toda idea que nos impacta (nada más lejos del inconsciente freudiano: ahí lo que impacta es justamente lo que no es susceptible de ser tramitado por lo mental). Dehaene precisa después: “la toma de conciencia cumple una función bien precisa: selecciona, amplifica y propaga nuestros pensamientos pertinentes”; así, actúa de forma unificada, racional, y en completo conocimiento de causa(8). En definitiva: la conciencia conviene al buen ciudadano.

Finalmente, situar el origen y la razón de la conciencia en una tipología de neuronas no es algo sin consecuencias: redunda en las preguntas que se hacen los científicos. Recientemente, en un artículo sobre el desarrollo de órganos humanos en embriones de monos (a los que se les inyectan células madre humanas), el director del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona se preguntaba: “¿Qué pasa si las células madre escapan y forman neuronas humanas en el cerebro del animal? ¿Tendrá conciencia?”(9).

El quehacer neurocientífico de este siglo no solo ha descubierto las “neuronas de la conciencia”, sino también un “nuevo inconsciente”(10). Este constituye el de los experimentos cognitivos para determinar el umbral de conciencia; el que puede ser inferido a partir de estudios con pacientes con lesiones cerebrales; el que habría tenido el caso de Freud como precuela exótica. La realidad es que este nuevo inconsciente cognitivo, que tiene a la conciencia como su opuesto indisociable, es una de tantas puntas de lanza para certificar al cognitivismo como campo dominante en todo lo que concierne a la experiencia subjetiva. “Querido Freud, le agradecemos sus descubrimientos; por suerte, la ciencia del siglo xxi ha avanzado, como Ud. deseaba: deje paso”, parece dar a entender el relevante neurocientífico Lionel Naccache en este ensayo. Ahora, como bien advierte dando prueba de haber leído a Freud de forma aplicada, el nuevo inconsciente excluye la falla en lo sexual, las experiencias infantiles, y la importancia decisiva del lenguaje en todo contenido que accede a la conciencia(11). La operación deja, pues, sus restos…

 

3) Neuroimagen o cómo interpretar en colores un mensaje cifrado… por quién lo interpreta

La operación en el cerebro que no deja restos, en cambio, proviene de las técnicas de neuroimagen. Eficaces, elegantes, limpias, y no invasivas, los estudios centrados en ellas vienen multiplicándose desde los años noventa, siendo uno de los ejes principales de la investigación en salud mental y psicología. Su objetivo es hacer visible, en color, la actividad cerebral que se produce de forma correlativa a ciertas acciones, pensamientos o conductas.

 Sin embargo, y pese a que dan lugar a hipnóticas escenas, las principales técnicas de neuroimagen (tanto la de emisión de positrones, PET, como la imagen funcional por resonancia magnética, fMRI) tienen sus limitaciones. Y es que no miden actividad neuronal directa, sino que la infieren por las variaciones de oxígeno en los flujos de irrigación sanguínea neural. Es pues una medida subrogada, no directa. Ilumina la acción de masa de zonas neurales, cuya delimitación es solo inferida: las variaciones de oxígeno presentan problemas de especificidad espacial y temporal(12). Tal y como plantea Logothetis: “las limitaciones de las fMRI […] difícilmente se resolverán por el incremento de la sofisticación y potencia de los escáneres; se deben más bien a la circuitería y organización funcional del cerebro, así como a protocolos experimentales que ignoran esa organización –¿deliberadamente? podríamos preguntarnos…–. Las señales fMRI no pueden diferenciar fácilmente entre procesamiento funcional específico y neuromodulación, entre señales de abajo-arriba y de arriba-abajo, y puede confundir potencialmente la excitación y la inhibición”(13). Eso pone en riesgo la interpretación de las imágenes coloreadas obtenidas; estas sin duda fascinan, pero como suele suceder con las imágenes, distraen de la estructura. 

Todo producto de la neuroimagen está, además, determinado por la programación previa del algoritmo de medida. La representación obtenida es: 

a) Siempre pre-interpretada por los protocolos de medida.

b) En la mayoría de ocasiones, producida a partir de la superposición de las imágenes de distintos cerebros que permiten “estandarizar” las zonas objetivo. 

c) Reinterpretada tras el tratamiento estadístico y gráfico de los datos por parte de los investigadores.

 

De ello, puede inferirse que es una construcción tremendamente sofisticada… y editada. Lo simbólico, en forma de código y algoritmos de programación, se une a la representación propia de lo imaginario: un show en vivo, en directo, de ese órgano misterioso, casi insondable. Este peculiar anudamiento entre simbólico e imaginario es lo que podemos llamar, con propiedad, un semblante. Es como semblante que el cerebro puede ser; puede, incluso, hacernos ser: puede hacernos ser uno con nuestro cuerpo.

 

4) Acerca de la noción de semblante

Aclaremos, en contra del sentido común, el empleo que hacemos aquí de la noción de semblante, y que se deriva de las consideraciones de Lacan en su Seminario 18, De un discurso que no fuera del semblante(14). El semblante no es el cartón-piedra, el simulacro o lo falso; tiene por función delimitar eso inaprensible contra lo que colisionamos: lo que Lacan llama real. Un real que, es preciso advertirlo, no coincide con la naturaleza(15). La naturaleza, contrariamente a lo que podemos pensar, está llena de semblantes(16): podríamos aprehender esta aseveración de Lacan entendiendo que la función imaginaria resulta decisiva para la organización de multitud de seres vivos, que por ella conforman el mundo externo que les es relevante, permitiendo su supervivencia. No es incorrecto, pero Lacan no lo toma por ese lado. La naturaleza es lo que es por ese semblante que el humano añade por el hecho de nombrarla: las palabras hacen existir la representación y a la vez redundan sobre ella sin superponerse a la imagen. Hacen la cosa presente y, a la vez, introducen la muerte por permitir el lugar, la ausencia. La tumba, del mismo modo que el ser y el alma, es efecto de discurso.

Lo real, es lo que la ciencia permite al seccionar y depurar la naturaleza. Lo aísla, y luego lo produce. Produce lo que Lacan llama artefactos, y que opone a los semblantes(17). Los artefactos son objetos nuevos: los ratones transparentes, la bomba H, el radar, el plutonio… mientras que los semblantes remiten al mundo existente, se desprenden del juicio de atribución (determinar una propiedad, una cualidad, en algo), nacen de la asignación de un significante al recorte del mundo que este permite (conforma, en esa misma operación lógica, el mundo y la excepción). El semblante, como afirmación primaria, se sostiene no pocas veces de la tradición, trata de dar un marco al orden social. Resuena en él el saber cotidiano. La ciencia, en cambio, nace como denuncia de los semblantes, en un momento de fuertes disputas teológicas.

Ahora bien: no hay que concebirlos como opuestos. El punto de partida de la ciencia es el semblante, siendo la constelación el mejor ejemplo. No puede concebirse el empirismo o el positivismo sin la representación. Dando un paso más allá, Lacan afirma, además, que lo real es algo a lo que la ciencia adviene por la función del semblante(18). Conviene no olvidar que la ciencia se construye en las pizarras, mediante letras y sus efectos: es el único aparato simbólico mediante el cual se designa lo real. La matematización es a la vez un semblante que tiene por consecuencia producir algo más que un saber: produce objetos inimaginables, suplementarios. Fragmentos de lo real.

 

Volvamos ahora al cerebro, tal y como es dilucidado por las neurociencias. ¿Es más bien semblante, o se trata de un artefacto de la ciencia? Si bien lo que hoy entendemos por cerebro es indisociable de la técnica de punta que lo produce como objeto, el uso que la neurociencia le da remite al semblante: es la lectura que puede extraerse de los puntos anteriores. Por su condición de núcleo metonímico del ser; por la fascinación que la neuroimagen produce; por la imposibilidad de despegarse de la experiencia subjetiva; y, particularmente, porque lejos de producir un nuevo objeto tiene por función apuntalar el sentido y los modos de pensar. Si bien es indudable que se trata de un objeto científico, resta saber si designa algún real que incida de forma nueva en la existencia humana, subvirtiendo el orden de las cosas. Dicho de otro modo: si como objeto-producto resquebraja los semblantes, o si en cambio les otorga nueva consistencia.

 

5) El semblante-cerebro, la falacia mereológica y la biopolítica

A lo largo de este texto, hemos enfocado la neurociencia en tanto determina las maneras de hablar sobre lo que nos pasa, lo que pensamos, lo que hacemos. No negamos lo obvio: que toda acción humana precisa la activación pertinente de parte del sistema nervioso central (SNC). Lesiones en el sistema nervioso central desembocan en discapacidades funcionales; el cerebro cumple pues una función real y decisiva en el organismo. Pero no es menos cierto que todo sistema nervioso central precisa, por ejemplo, de la irrigación sanguínea que tiene en el corazón su órgano de bombeo; ello no implica que sigamos pensando que el corazón cause el comportamiento humano, o la actividad cerebral. En la cadena causal es preciso poner un punto de capitón. Obviamente, el SNC, tal y como hemos visto, se presta mucho mejor que el corazón para dar cuenta de la complejidad de la conducta. Pero ¿causa “realmente” el cerebro nuestra experiencia humana? (1) ¿Y qué implicaciones tiene para la ética, la política, la psicología, que digamos que el cerebro causa nuestros pensamientos, comportamientos, deseos y sensaciones? (2).

Abordemos la primera pregunta. Es posible razonar que, sea cual sea la parte del organismo que situemos como causa del pensamiento y la acción, esa aseveración no tiene sentido. Tal es el argumento que despliegan Bennett y Hacker, neurocientífico australiano y filósofo británico, respectivamente, bajo el nombre de “falacia mereológica”(19): la confusión de asignar a la parte lo que compete al todo. No se trata de un argumento fundamentado en el hecho empírico, sino uno conceptual y lógico.

Estos autores parten de la convicción de que las cuestiones conceptuales anteceden los asuntos de la verdad y la falsedad (eventualmente empíricos, susceptibles de experimentación); y estas conciernen a nuestras formas de representación(20). En neurociencias cognitivas es este nivel el problemático, pues aquellas operan entre la neurofisiología y la psicología, y los conceptos de estas disciplinas son netamente disímiles(21). 

Bennett y Hacker sitúan así claramente la neurociencia cognitiva en el campo del semblante, pues más que procurar nuevos objetos, tratan de establecer puentes, ergo un sentido, entre dos campos epistémicos diversos. Su operación consiste en una depuración del semblante vía un tratamiento serio de la filosofía del lenguaje, como bien capta el artículo de Dennett del mismo volumen(22) (es el único elogio que dedica a los autores). La piedra angular del argumento es una afirmación de Wittgenstein: “solo de un ser humano, y de lo que se parece a (o se comporta como) un ser humano, puede decirse: tiene sensaciones; ve; es ciego; oye; es sordo; es consciente o inconsciente”(23). No hay evidencia posible que demuestre que un cerebro hace cosas de humanos. Los autores dilapidan así aseveraciones del tipo “hay símbolos o algoritmos en el cerebro”, “el cerebro decide la acción”, “el cerebro categoriza, aprende, recuerda…”, o “el cerebro produce mapas o representaciones de la realidad”. El cerebro, sencillamente, no es un sujeto lógicamente apropiado para los predicados psicológicos; solo el individuo lo es. El puente es, pues, un espejismo sostenido en usos falaces del lenguaje. Bennett y Hacker llegan a afirmar que los neurocientíficos cognitivos que los emplean “promueven una forma de mistificación y cultivan una neuromitología deplorables”(24).

Se trata de un argumento sólido y punzante, que difícilmente detendrá o cuestionará siquiera la investigación neurocientífica, pese a que los autores afirman que de considerarse convincente su demostración, algunos experimentos deberían abandonarse, otros deberían rediseñarse, y la mayoría deberían describir sus resultados de modo bien distinto(25) para no llevar a confusión. 

En la línea del psicoanálisis, los autores toman como crucial el bien decir, en la medida en que eso es susceptible de determinar lo real. A diferencia del psicoanálisis, su propuesta reafirma la unidad del agente, haciendo inaprensible la falla que puede situarse en la práctica psicoanalítica entre el sujeto del inconsciente, aislable en los lapsus e inercias del goce, y el ego. Aportan densidad al semblante, que el psicoanálisis nunca ataca, pero que hace más lábil.

¿Qué decir de la segunda pregunta? Pues que cuando situamos lo más íntimo en una parte del organismo, sea cual sea, sigue el sueño de una posible manipulación externa. El científico, la institución, uno mismo… pueden ejercerla. La cosa puede pasar por una sutil e inadvertida ideología cientificista, como veíamos respecto de las consideraciones de Dehaene sobre la conciencia como instancia afín al ciudadano ejemplar. O hacerse más manifiesta: en su último libro(26), Dehaene fundamenta en su investigación en neurociencia cognitiva todo un repertorio de consejos sobre cómo debemos aprender. O más bien, cómo podemos aprender a enseñarnos: “hoy, ya no se trata de practicar la introspección, sino de conocer mejor la sutil mecánica neuronal que engendra nuestros pensamientos, con el objetivo de amaestrarla mejor y ponerla al servicio de nuestros gustos y necesidades”. Como el homo docens (la expresión es suya) puede no ser lo bastante capaz en la tarea, encontramos en el libro afirmaciones que elevan un escalón la falacia mereológica, para situar las instituciones como agentes cerebrales. Por ejemplo: “hoy, la educación nacional puede considerarse como el principal acelerador del cerebro”; o “un número sin cesar creciente de cerebros se benefician de una enseñanza superior en la universidad, verdadera refinería neuronal dónde nuestros circuitos cerebrales adquieren sus mejores talentos”(27).

Se trata, en definitiva, de distintas variantes de gobierno de sí y los otros, herramientas al servicio de una biopolítica adaptada a la realidad cognitiva, algorítmica y de Big Data que conforma nuestro presente. Son modalidades de restitución del significante amo que buscan resituar, mediante el cientificismo, las cosas en su lugar, siempre en pos del progreso.

Las neurociencias cognitivas, en el momento en que alcanzan este nivel, densifican el semblante que el discurso de la ciencia puso en jaque: el discurso del Amo. 

Ahora bien, conviene estar advertidos de un polo de investigación neurocientífica que, por su diseño, se constituye más bien como artefacto y, como tal, interviene produciendo un real, no un significante amo. La optogenética (técnica que combina genética, óptica y bioingeniería) permite hoy controlar por luz redes neuronales con precisión de milisegundos en animales vivos o cultivos celulares(28). Se trata de un eje muy distinto al explorado en este artículo. No se toman los experimentos de la neurociencia cognitiva para parcelar cerebralmente los comportamientos, o inferir formas mejores de aprendizaje. Se manipulan las redes neuronales in vivo para eliminar o producir nuevas conexiones, y se espera que eso tenga efecto en el comportamiento humano. El director del Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos, Joshua Gordon(29), fascinado por la técnica, apuesta a que alcanzará a curar los trastornos mentales. Admite, sin embargo, que “aún no sabemos qué circuitos querremos modificar para tratar trastornos psiquiátricos en humanos”; pero insiste: “hay que invertir en las herramientas”(30).

El discurso de la ciencia, como advierte Lacan, nace con el semblante y prosigue un poco más allá, produciendo multitud de nuevos objetos que pueblan (y descuadran) el mundo de los hombres. Quizá no sea mala idea recordar, a modo de conclusión, y como forma de interpretación de esta vacilación del Dr. Gordon, un comentario tan serio como desacomplejado de Lacan en una entrevista realizada en 1974: “La ciencia tiene su buena crisis de responsabilidad. Todo entrará en el orden de las cosas, como se dice. Yo lo he dicho, lo real irá ganando como siempre, y nosotros estaremos perdidos como siempre”(31).

 

 

 

Notas

(1) Searle, J. (1985): Mentes, cerebros y ciencia. Madrid. Cátedra, pp. 21-24.

(2) Ibid., p. 18.

(3) Ibid., p. 24.

(4) Citado en: Dehaene, S. (2013): Le code de la conscience. París. Odile Jacob, pp. 163 y 351.

(5) Ibid., pp. 22-23.

(6) Ibid.

(7) Ibid.

(8) Ibid.

(9) Ansende, M. (2019): “Científicos españoles crean quimeras de humano y mono en China”. El País, edición digital del 31 de julio del 2019. Disponible online en:

https://elpais.com/elpais/2019/07/30/ciencia/1564512111_936966.html

(10) Naccache, L. (2006): Le nouvel inconscient: Freud, le Christophe Colomb des neurosciences. París. Odile Jacob.

(11) Ibid., pp. 334-339.

(12) Logothetis, N. (2008): “What we can do and what we cannot do with fMRI”. Nature, n.º 453, pp. 869-878.

(13) Ibid., p. 876.

(14) Lacan, J. (2006): El Seminario, libro 18. De un discurso que no fuera del semblante. Buenos Aires. Paidós.

(15) Miller, J.-A. (2009): De la naturaleza de los semblantes, p. 14. 

(16) Lacan, J. (2006): De un discurso que no fuera del semblante, p. 16.

(17) Ibid., p. 26.

(18) Ibid., p. 27.

(19) Bennett, M.; Dennett, D.; Hacker, P.; Searle, J. (2007): Neuroscience & Philosophy. Brain, Mind & Language. Nueva York. Columbia University Press, p. 22. 

(20) Ibid., p. 4.

(21) Ibid., p. 5.

(22) Ibid., p. 73.

(23) Ibid., p. 19.

(24) Ibid., p. 47.

(25) Ibid., p. 46.

(26) Dehaene, S. (2018): Apprendre! Les talents du cerveau, le défi des machines. París. Odile Jacob. Vista previa disponible en Internet: https://es.scribd.com/document/389104006/apprendre-les-talents-du-cerveau-le-d-e-fi-des-machines-stanislas-dehaene

(27) Ibid.

(28) Krawczyc, M. C.; Millan, J.; Blake, M. G.; Boccia, M. M. (2017): “Optogenética: un haz de luz para conocer las funciones cerebrales”. Ciencia e investigación, tomo 67, n.º 3, pp. 29-34.

(29) Gordon, J. (2016): “Psychiatry needs more mathematics”. Nature Magazine, vol. 539, 3 November 2016, pp. 18-19.

(30) Ibid.

(31) Lacan, J. (1974): “Freud per sempre”. Coloquio con Emilia Granzotto. Panorama, 21 de noviembre de 1974. Disponible en Internet, en su traducción española: http://blog.elp.org.es/1104/entrevista-a-jacques-lacan-en-1/

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